De manera sorpresiva ha saltado a luz una denuncia que compromete seriamente al nuevo Ministro del Interior, el general Daniel Urresti. Ella, lo involucra en la comisión de diversos delitos de lesa humanidad y, más precisamente, a la muerte del periodista de la revista «Caretas» -Hugo Bustíos– ocurrida en un oscuro paraje ayacuchano en 1988, […]
De manera sorpresiva ha saltado a luz una denuncia que compromete seriamente al nuevo Ministro del Interior, el general Daniel Urresti. Ella, lo involucra en la comisión de diversos delitos de lesa humanidad y, más precisamente, a la muerte del periodista de la revista «Caretas» -Hugo Bustíos– ocurrida en un oscuro paraje ayacuchano en 1988, durante el primer gobierno de Alan García.
En esa dura etapa de la vida republicana, el hoy titular de Corpac no actuaba con su propia identidad. Era, apenas, el «Capitán Arturo», y estaba asignado a una de las bases «antisubversivas» que operaban en la región bajo las pautas trazada por los altos mandos castrenses y ejecutadas rigurosamente por los Jefe blindados en el Cuartel «Los Cabitos», de la ciudad de Ayacucho.
En aquellos años ese «rincón de los muertos» -como se le conocía al martirizado departamento ubicado en la sierra central del Perú, era escenario de una extraña guerra. Por disposición superior, habían sido trasladados a las distintas aldeas situadas en la vertiente andina, 12 mil oficiales de las Fuerzas Armadas con el propósito de cumplir «tareas» encaminadas al exterminio de la «subversión senderista».
Distintas patrullas recorrían la zona, y entraban a las miserables aldeas para «detectar a terroristas». En ocasiones, solían reunir a la población, ante la cual pronunciaban encendidos discursos elogiando al «Presidente Gonzalo». Si alguno de los pobladores mostraba aunque fuera un leve signo de aprobación a esas palabras, lo retiraban del grupo y lo ejecutaban después. Luego, daban cuenta de su acción: «habían liquidado un terrorista».
Otras veces eran más directos: decían simplemente que «sabían» que en ese pueblo funcionaba una «base subversiva» y venían a que la población «entregue a los terroristas». Como nadie respondía a sus requerimientos, probablemente porque nadie -tampoco- conocía la identidad de ningún «subversivo», llamaban a algunos, y los ejecutaban. Luego, los partes policiales darían cuenta de un hecho imaginario: «en un choque armado entre unidades militares y una patrulla senderista, fueron abatidos 12 subversivos».
Así ocurrió, por ejemplo, en Pomatambo y Parcco Alto, aunque luego la elemental investigación demostrara que 4 de los «terroristas», eran ancianos de más de 80 años; y otros 4, niños menores de 8. Algunas mujeres, y un par de campesinos, completaban el grupo de personas aniquiladas.
Esto, como lo hemos dicho en numerosas ocasiones, se cumplió de manera rigurosa en muchos otros lugares, con las mismas características. Soccos, Accomarca, Llocllapampa, Santa Rosa, Umaro, Bellavista, Huancapi, Cayara, son apenas algunos de los nombres que podemos citar, evocando estas aciagas jornadas de sangre y muerte.
El discurso oficial, fue siempre el mismo: «un destacamento militar abatió una patrulla senderista». Algunas veces, adornaban la escena. Hablaban de «un encarnizado combate» o de una «acción sorpresiva». Y en el extremo, cuando no podían entregar una versión creíble de los hechos, aludían a «un confuso incidente». Era esa una manera de matizar el menú que se entregaba a la desprevenida población.
Años más tarde, la Comisión de la Verdad daría cuenta que 3 de cada 4 muertos en esas acciones, vivían en poblaciones rurales, estaban dedicados a actividades agrícolas o era Quechua-hablantes. En suma, se trataba de poblaciones andinas afectados por una violencia que nunca habían conocido y que quizá incluso, jamás imaginado. Ellas, fueron víctimas de una horrenda guerra de exterminio que se extendió por dos décadas y que dejó al suelo patrio anegado en sangre.
Si nos remontamos a la época para entender la naturaleza de los hechos, podríamos evocar diversos acontecimientos. Aludir, por ejemplo, al «triángulo rojo», del que se hablaba en los primeros años de la década de los 70, para aludir al proceso continental liberador que había adquirido fuerza en el Perú, Chile y Bolivia. O a «los generales rojos», expresión alusiva a Velasco Alvarado, Juan José Torres o los generales Scheneider y Prat, en los años de Allende, o al uruguayo Liber Seregni.
Para poner fin a esa experiencia, los servicios secretos de los Estados Unidos idearon una «estrategia» que comenzó en agosto de 1971 cuando derribaron sin mayor resistencia al mandatario boliviano; siguió con el Golpe fascista en Chile y continuó luego enfrentando al proceso peruano en nuevas condiciones.
Aquí no bastaba emplear la fuerza. Por el contrario. Podría incluso resultar un boomerang de incalculables proyecciones. Había que actuar con cautela, desactivando lo que semejaba una verdadera carga explosiva. Y así se hizo. Logrado ese propósito, sin embargo, resultaba indispensable asegurar que el fenómeno, no se repitiera. Y la única manera, ea cambiado la naturaleza del cuerpo represivo del Estado.
Como en alguna ocasión lo dijera el propio Velasco, las Fuerzas Armadas en nuestro país fueron adiestradas para cumplir el papel de cancerberos de una oligarquía nauseabunda. A partir de octubre de 1968 comenzaron a vivir un accionar distinto, tornándose en una fuerza nacional liberadora. Entonces, lo que debía hacer la reacción era voltear nuevamente el plato para asegurar que el aparato represivo del estad retornara a su «función natural», y preservara intereses y privilegios de una casta envilecida. Eso, solo seria posible a través de un proceso de fascistización de la Fuerza Armada.
De esa idea brotó la consigna de enviar al campo a los 12,000 oficiales. Se trataba de asegurar que, al mando de un ejército sometido, procedieran a desplegar una guerra abierta contra las poblaciones del interior. A fin de persuadirlos de la «imperiosa necesidad» de ello, les hablaron del surgimiento de un «peligro monstruoso» que se abatía sobre el conjunto de la sociedad peruana: la inminente «captura del Poder» por cuenta de una supuesta «facción comunista», la más radical y agresiva del mundo: Sendero Luminoso.
La tarea era encontrarla, y exterminarla a cualquier precio, y en todos los rincones del país. Se inició así la «guerra sucia«.
Los uniformados desplegados en toda la región debieron «actuar». Y su acción consistía en «acabar con los subversivos«, Para ello se aseguraron que todos actuaran siguiendo el mismo formato: todos debían entrar a las aldeas, y todos robar, saquear, violar, golpear y matar. No podía admitirse que «alguien», por presuntos escrúpulos, no lo hiciera. Por eso ocurrió cada una de las matanzas de las que el país tuvo noticias en forma desarticulada y confusa.
Los hechos fueron siempre presentados como «acciones en combate» cuando no como «operativos de limpieza». Uno de estos, costó la vida a Hugo Bustíos, el periodista de «Caretas» que se desplazaba de un lugar a otro en busca de información.
Lo más probable es que Bustíos haya encontrado algo que podría comprometer a los mandos castrenses. Por eso fue conminado, primero, a entregar sus notas, apuntes y fotos. Y luego, asesinado. En el grupo habría estado -según diversos testimonios- el «Capitán Arturo», el hoy Ministro Daniel Urresti. Pero eso que ocurrió en Castropampa el 24 de noviembre de 1988 del mismo modo aconteció en los más diversos parajes de los contrafuertes andinos, antes y después de esa fecha.
Y respondía a algo más que un crimen. A una estrategia de exterminio de la poblaciones originarias y a un proceso de fascistización de la Fuerza Armada orientado a facilitar la imposición de un «modelo» Neo Liberal que destruyó la base productiva del país y remache la dependencia del Perú con relación al capital financiero. Tras las bambalinas, la mano del Imperio y el siniesytro papel de los Servicios de Inteligencia de los Estados Unidos.
Fue esa política, en suma, esbozada en el «Plan Verde» denunciada por alguna prensa a fines de los años 80 del siglo pasado, la que abrió la puerta al Golpe del 5 de abril del 92 y a la tragedia que viviera el Perú en los años de la Mafia, que hoy busca obsesivamente recuperar posiciones de Poder.
En este marco, las manos de Urresti -que pudieron no haber accionado el gatillo del fusil que disparó contra Bustíos ni lanzado la bomba que hizo estallar su cuerpo- están manchadas por una gruesa estela, que lucirá imborrable en la conciencia de los peruanos.
Aunque el Presidente Humala avale su permanencia en el Portafolio, Urresti se verá forzado a renunciar porque su gestión se torna inviable. Y es que, como suelen decir los ingleses, la sangre es más densa que el agua.
Gustavo Espinoza M. Colectivo de Dirección de Nuestra Bandera
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