La crisis económica que en los últimos cinco años (2008-2013) atraviesa la Unión Europea puso de manifiesto sus defectos, como una entidad todavía en construcción que revela carencias fundamentales como la falta de objetivos, o de dirección política capaz de afrontar los retos impuestos por el elevado desempleo, la deuda, la inmigración o el auge […]
La crisis económica que en los últimos cinco años (2008-2013) atraviesa la Unión Europea puso de manifiesto sus defectos, como una entidad todavía en construcción que revela carencias fundamentales como la falta de objetivos, o de dirección política capaz de afrontar los retos impuestos por el elevado desempleo, la deuda, la inmigración o el auge de partidos políticos de extrema derecha.
En mi opinión, cada una de estas complejas problemáticas, en su interrelación, demuestran, contrariamente a lo que difunde la gran prensa en el viejo continente, que Europa no ha salido aún de la crisis sistémica capitalista en los órdenes económico, político, social, moral e institucional. Los líderes europeos no han logrado un objetivo común o una meta que evite el euroescepticismo de vastos sectores sociales.
Un euroescepticismo alimentado por la destrucción, cada año, de casi un millón de empleos y el anuncio, en los meses de octubre y noviembre de 2013, de tasas de crecimiento económico muy débiles que no consiguen ocultar la dura realidad de 26 872 000 de desempleados en el conjunto de los países miembros de la Unión Europea y de 19 447 000 en la Eurozona, en ambos casos, unos 60 000 más que hace un mes. Pero si comparamos el desempleo actual con el que existía hace un año, encontramos que la Unión Europea suma 978 000 desocupados más, mientras que la Eurozona añadió 996 000 personas a la difícil búsqueda de empleos. Además, en el ámbito de la juventud, hay 5 584 000 menores de 25 años desempleados, lo que constituye una tasa del 23,5 %, siendo más grave en España y Grecia, con un 56,5 y 57,3 % respectivamente. Sin olvidar la experiencia histórica que indica los últimos meses del año como los casi siempre peores para el empleo en Europa, por lo que esa tasa podría seguir subiendo hasta principios de 2014.
Las altas cifras de desempleo cuestionan los precipitados y optimistas vaticinios sobre la terminación de la crisis económica europea o que la economía europea empieza a ver la luz al final del túnel porque, en el segundo trimestre del año, el Producto Interno Bruto (PIB) de la zona euro experimentó un crecimiento del 0,3 % respecto a los tres meses anteriores, suponiendo el fin de seis trimestres consecutivos de contracción del PIB. Este mínimo crecimiento de la economía europea, como resultado de un auge de las exportaciones y de los imperceptibles ajustes aplicados al modelo de austeridad neoliberal, evidencia que un crecimiento sólido y sostenible sigue siendo una ilusión de la clase política y que lo predominante es la incertidumbre sobre la evolución futura de las economías europeas, pues los países más afectados de la periferia pobre europea siguen sufriendo la desgracia de la pérdida de sus derechos laborales, la abolición de facto de los convenios colectivos, el despido o traslado forzoso de funcionarios, la privatización de empresas públicas y el aumento de los impuestos.
Soslayando todo eso, con cierta manipulación, leemos en la prensa internacional sobre un incipiente crecimiento macroeconómico, cuyo único fin está dirigido al destaque de la «eficiencia» de las políticas privatizadoras y de reducción del gasto público – denominadas de austeridad- para «equilibrar» las finanzas públicas y reducir el déficit fiscal. Ahora las minorías europeas muy enriquecidas, los bancos y las corporaciones pretenden demostrar que la política económica neoliberal ha sido todo un éxito, a pesar de un alto costo social para el mundo del trabajo y la destrucción de la clase media europea, que ha generado 43 millones de europeos sin capacidad de compra para alimentarse por sus propios medios, quienes dependen de la ayuda alimentaria de determinadas organizaciones humanitarias. Cualquiera que sea el signo político del análisis de la coyuntura económica de la Unión Europea y de la Eurozona, la salida de esta crisis requerirá, inevitablemente, de un sostenido y acelerado crecimiento de las economías que facilite resolver la problemática de la deuda.
Por consiguiente, un escenario de recuperación de las economías europeas, hacia el 2015, comprende la reestructuración de la deuda y la reconsideración de los estrictos criterios de déficit público blandidos por el Banco Central Europeo (BCE), institución que surgió tras la entrada en vigor del Tratado de Maastricht, el 1 de noviembre de 1993, y cuya gestión ha contribuido a quebrantar la confianza de los ciudadanos en las instituciones de la Unión Europea. Los ciudadanos europeos siguen sin entender por qué hay que salvar los bancos con dinero público, en vez de proteger a las personas; y es aquí donde radica la necesidad inaplazable del bloque de avanzar en la dimensión social de la Unión Monetaria y Económica.
Asociado a lo anterior se encuentra el auge de la inmigración procedente de África Norte, Subsahariana y el Medio Oriente, que con frecuencia es estigmatiza como culpable, especie de «chivo expiatorio», de una crisis económica que tiene sus causas más profundas en la naturaleza del globalizado capitalismo contemporáneo. Esta situación ha llegado a un punto en que el Consejo de Europa reconoció la existencia de un creciente populismo y extremismo político que afecta a casi toda la geografía europea de Norte a Sur, con su carga de racismo, intolerancia, violencia contra los extranjeros, en particular los gitanos, musulmanes y el ascenso de agrupaciones políticas xenófobas que no aceptan una identidad europea cada vez más y más multicultural. La resurrección de las fuerzas de extrema derecha en Europa es el resultado de la crisis económica, de la descomposición y pérdida de los beneficios sociales que, durante décadas, garantizó el denominado Estado de bienestar general impulsado por las fuerzas políticas socialdemócratas, la indiferencia de la clase política hacia los reclamos de los ciudadanos y la ausencia de una estrategia humanista que enfrente el empuje de la inmigración, en el contexto de la crisis económica sistémica y estructural del capitalismo globalizado.
El conjunto de esos factores nos advierte que una construcción europea irreversible constituye una percepción falsa, pues la historia ha demostrado que cualquier proceso social puede ser revertido. En el ámbito europeo, debe reconocerse que los partidos políticos no han sabido ofrecer respuestas creíbles a las problemáticas mencionadas, ni a los temores de los ciudadanos por la pérdida de riqueza material y, como consecuencia, de las libertades individuales relacionadas con el consumo y el nivel de vida, la igualdad de género, laicidad o, al menos, preeminencia del Estado sobre la religión, entre otros temas no menos importantes. En este panorama, la socialdemocracia es la que más ha perdido en la batalla política y electoral, practicando una política casi idéntica a la de sus rivales de derecha o conservadores. Estas son condiciones peligrosas y desafiantes para el futuro de la construcción europea, ya que las fuerzas de extrema derecha buscan ascender al poder en cada país y a nivel de las instituciones europeas, con su rechazo al proceso de integración, la moneda única (Euro), contra la solidaridad, la justicia social y el gran capital, aunque a éste último, históricamente, acaban sirviendo.
Así hablamos de una cultura política europea en franca crisis y amenazada por el apogeo de la extrema derecha, cuyos partidos políticos llevan años siendo noticia en países como Hungría, Finlandia, Reino Unido, Holanda, Austria o la propia Francia. Ahora la batalla se plantea en las instituciones comunitarias: según una reciente encuesta del periódico galo ‘Le Nouvel Observateur’, en las próximas elecciones europeas de mayo de 2014 el Frente Nacional de Marine Le Pen obtendría el 24% de los votos, por delante de socialistas y conservadores en Francia. Aunque sabemos que estas cifras son, muchas veces, objeto de tergiversación mediática y tienden a desinflarse cuando más se acerca el momento del voto, es también incuestionable la progresión de poder de la extrema derecha en toda Europa.
En un entorno de incertidumbre y euroescéptico, los dirigentes de los países europeos podrían terminar replegándose hacia sus prioridades nacionales, presentándose el choque o contradicción entre dos tendencias principales: integración europea versus nacionalismo, sobresaliendo la preocupación por una Europa germana. Como ha dicho Martin Schultz, socialdemócrata alemán, candidato a presidir la Comisión Europea, «los líderes europeos asisten a la última oportunidad de reformar la Unión Europea», si se quiere que el bloque tenga un futuro en las relaciones internacionales del siglo XXI, caracterizadas por la innovación, la competitividad y el empleo, en los sectores en los cuales los europeos son aún punteros: aeronáutica, biotecnología, nanotecnología, etc.), que determinarán el poderío y el lugar de cada actor en el juego de la política internacional.
Una Unión Europea sin una estrategia de futuro será un factor de inestabilidad para el sistema de relaciones internacionales, pues, en verdad, la construcción europea constituyó una ambición extraordinaria, desde el punto de vista histórico y geopolítico, porque sus promotores se proponían construir, en Europa, una potencia económica comparable a los Estados Unidos y China. Para lograr esos fines, la Unión Europea debe superar todas las crisis que frenan y paralizan su construcción. Debe, en primer lugar, darse los medios suficientes que le permitan convertirse en una de las tres superpotencias mundiales del sistema internacional multipolar del 2050.
Esta es una ambición que debe acompañarse de una estrategia y calendario preciso, planteando una armonización entre los factores económicos, políticos y sociales de la Unión Europea, para dejar atrás la política económica neoliberal que obstaculiza la reconstrucción -tal vez con un nuevo tratado sería posible- de las capacidades de cohesión interna de la Unión y de los paradigmas económicos y políticos, ahora extraviados, pero que un día hicieron de Europa un conglomerado de países con mayor influencia y prestigio en la política internacional.
De la Unión Europea, creada para evitar la guerra o promover la paz entre sus miembros, se desea una proyección similar más allá de sus fronteras nacionales. Millones de personas en el mundo esperan que la Unión Europea sea un polo de progreso, humanismo y paz en las relaciones internacionales. Pero, por ahora, lo más probable es que, mientras persistan las múltiples crisis que perturban la construcción europea, crecientes sectores sociales derechizados, procedentes de diversas tradiciones o signos políticos e ideológicos, seguirán apostando por su caída o destrucción motivados por un profundo sentimiento extremista y antisistema nacido de las entrañas de la propia crisis económica, cuyos rasgos principales están lejos de haber desaparecido.
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