«Aún más majestuosa te levantarás, más terrible tras cada golpe extranjero. Como la fuerte explosión, la explosión que rasga los cielos. Gobierna Britannia, Britannia gobierna las olas. Los británicos nunca, nunca, seremos esclavos.» (Thomas Arne: letra de Rule Britannia, año 1740)
«Ojalá estuviese en Londres, caminando en la lluvia. Ojalá estuviese en Inglaterra; echo de menos a la Reina. ¿Qué le pasó al Imperio? No queda nada en el banco. Entregaron el Imperio sin siquiera dar las gracias.» (Roger Hodgson: letra de London, año 1987)
Con Margaret Thatcher dio comienzo el final de la historia. Su personalidad, caracterizada por una determinación tal que le valió el apodo de Iron lady («dama de hierro»), apareció en el momento preciso de la historia europea para, desde las islas de la Gran Bretaña, modificar el curso de la historia de toda Europa. Con sus aliados ideológicos del momento, Ronald Reagan al otro lado del Atlántico y el Papa polaco Karol Wojtyla –también conocido por su alias vaticano, Juan Pablo II– inició el proceso político por el que se cerró la ventana al horizonte de las utopías, es decir, se condenó como frívolo o incluso peligroso todo intento de innovación política que atentara contra el orden de los poderosos. A los tres dirigentes les unía su diamantina convicción de la maldad del socialismo en consonancia con las tesis del economista y filósofo austríaco Friedrich Augustus von Hayek. Ronald Reagan comenzó concienzudamente a apagar los últimos ecos históricos del New Deal con el que Franklin D. Roosevelt quiso sacar a los Estados Unidos de Norteamérica de la gran crisis de 1929. Visto desde hoy, con el vigente marco de referencia ideológico, el Presidente demócrata fue sin duda un peligroso socialcomunista por sus políticas de inversiones públicas, su drástica regulación de la actividad financiera, su política fiscal de altas tasas a los más ricos y, en definitiva, su política económica de orientación keynesiana. Como Roosevelt marcó época en un sentido e imprimió una inercia a la historia que llegó hasta finales de los años setenta del siglo pasado, podemos decir lo propio de Ronald Reagan y Margaret Thatcher en otro sentido de signo político, económico y social muy distinto que fue certificado desde el punto de vista del pensamiento con la idea del final de la historia de Francis Fukuyama; el sello en fin a una visión del progreso humano universal con un marcado sesgo ideológico liberal, pero que se asume como su devenir natural, sin alternativa posible y que culmina en su destino racional. Lo que en su día fue la utopía del progreso ilustrado se declara realizada. No hay más que conservarla, y cualquier otra propuesta que se diga progresista queda tachada de reaccionaria. La utopía socialista, pues, pertenece a un pasado definitivamente superado.
Arríese la bandera triunfante durante tres décadas de la socialdemocracia, la que ondeó en la inspiradora torre del trabajosamente construido estado del bienestar, e ícese en su lugar la del neoliberalismo, que libera al mercado de la servidumbre que le imponía el bien común. Campo libre para el homo economicus, bendecido, además, por ese Papa que humilló en público y ante las cámaras de todo el mundo a Ernesto Cardenal, el cura nicaragüense revolucionario que representaba el proyecto socialista de transformación política para la América latina.
Thatcher fue para la historia política lo que los Beatles fue para la historia de la música: marcó tendencia. Es un hecho recurrente en el pasado del Reino Unido. De él han surgido ideas, han tenido su origen procesos y han aparecido personajes que han influido en lo que en el mundo occidental al menos se ha considerado moda, ya fuese estética, artística, política o económica.
Algo tan determinante para la configuración de nuestra realidad actual como lo es el capitalismo tuvo su origen en la Inglaterra del siglo XVIII. Frente a los que defienden el modelo mercantilista y la transición necesaria de un capitalismo natural reprimido por las estructuras del feudalismo, contrarias al progreso racional, la historiadora Ellen Meiksins Wood (léase su El origen del capitalismo. Una mirada de largo plazo)sostiene el origen artificial de este omnímodo sistema económico que tiene su germen en la mutación del mercado; para ser precisos, en su transformación de una instancia de oportunidades a una de imposiciones. Éstas se concretaron en unas relaciones sociales de producción que cambiaron radical y universalmente los modos de vida de las gentes. Adam Smith fue uno de esos otros británicos –escocés, eso sí– que justificó filosóficamente las bondades de las nueva estructuras económicas al concederles la bendición de la ética y, por ende, de la racionalidad, porque lo racional era que todos nos beneficiáramos del deseo de enriquecimiento ilimitado de unos pocos. El bien común –mera abstracción a fin de cuentas– sólo podía ser concebido como resultado emergente de la conducta individual de todos los que, egoístamente, buscan su propio beneficio. Esto es dogma de fe para los liberales en general y para los que predican el fracaso de la socialdemocracia, ignorando descaradamente sus grandes logros durante las tres décadas gloriosas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial. De sus rentas vive Europa. Su estado del bienestar, que nos sirvió de escudo durante el cruel azote de la pandemia de la COVID-19, es lo que resiste en pie después de las más de cuatro décadas de lo que muy bien podemos llamar thatcherismo.
Incluso a la dama de hierro le llegó su día y tuvo que dejar la política activa defenestrada por su propio partido. Pero le pasó como a los Beatles, que tras su desaparición como banda siguieron ejerciendo una enorme influencia en la música de la década de los setenta en adelante. El legado de Margaret Thatcher llega hasta nuestros días; lo evidencia el caso candente de la última sucesora en su cargo de Primera Ministra británica, la correligionaria Liz Truss, quien accedió al puesto evocando el aura de su famosa predecesora.
¿Qué contiene el catecismo del thatcherismo? Tres principios directores inapelables: la privatización, la desregulación y los recortes salvajes de impuestos para los ricos. Pero, sobre todo, el éxito de este estilo político consistió en convertir en el nuevo sentido común de la política lo que años atrás era considerado al margen de lo concebible. Quien tenga curiosidad por conocer con detalle cómo fue posible tal cambio puede leer El Establisment. La casta al desnudo, un libro del periodista inglés Owen Jones publicado un año antes de la celebración del referéndum del Brexit. En él se ilustra este éxito al que me refiero con el caso de la política de viviendas y particularmente la venta de viviendas de protección oficial. Antes de la llegada de Thatcher al poder la cuestión de poner en venta las viviendas de protección oficial era un campo de batalla entre la izquierda y la derecha. Ahora no lo es en absoluto. Hoy en día todo el mundo acepta que es una política perfectamente sensata. Si no, algo como lo que hizo la señora Ana Botella cuando era alcaldesa de Madrid, que vendió a fondos buitre lo que era propiedad pública y satisfacía un derecho constitucional como es el de una vivienda digna para todos, no hubiera pasado sin apenas consecuencias políticas ni jurídicas. La plasmación de esta perversión ética a escala más modesta, pero no por ello menos alarmante, es lo que observo año tras año en las playas del litoral malagueño, donde de facto un espacio público se privatiza mediante la invasión del mismo de más y más hamacas destinadas a la explotación económica por parte de chiringuitos y restaurantes, negocios privados todos ellos. El bien común se diluye en la vorágine de la explotación de lo público para enriquecimiento de unos pocos.
Thatcher acabó con el desarrollo de la utopía socialdemócrata, del que fue exponente sobresaliente el proceso de transformación de Suecia desde los años treinta del siglo pasado hasta el momento justamente en que la dama de hierro entra en escena, convenciendo a todo el mundo político (partidos socialdemócratas como el laborista de Tony Blair incluido, a quien señaló la propia Dama de hierro como su mejor legado) de que –como proclamaría en su día Ronald Reagan– el gobierno nunca es la solución, sino el problema. En consecuencia era menester liberar al capitalismo de los grilletes del gran gobierno. A esto se reduce en esencia la tan cacareada libertad tal como la conciben los neoliberales al estilo de nuestra ínclita Isabel Díaz Ayuso, émulo cañí, como en su día Esperanza Aguirre, de la heroína antisocialista inglesa. El profesor inglés Peter Fleming lo resume muy oportunamente en su libro titulado Capitalismo sugar daddy así: «el negocio se regula a sí mismo; el individualismo del mercado privado es la cumbre de la libertad personal; ya no necesitamos normas gubernamentales, derecho laboral o sindicatos; los sueldos y los términos/condiciones contractuales son cuestiones privadas, que se negocian a puerta cerrada. Mientras sea legal, todo vale».
Un retrato insuperable de cómo ha transformado el thatcherismo en primer lugar a Gran Bretaña lo tenemos en las películas realizadas por Ken Loach a lo largo de las últimas décadas. El deterioro de la clase trabajadora queda conmovedoramente retratado en filmes como Sorry we missed you y I, Daniel Blake, por citar los últimos que he podido ver. En ellos, como si del retrato de Dorian Gray (la inquietante fantasía de otro británico, irlandés, Oscar Wilde) se tratase percibimos la degradación moral de una sociedad que, sin embargo, parece tener su atención puesta en la apariencia de una prosperidad económica que oculta una creciente desigualdad, la cual alimenta el resentimiento de los perdedores de la globalización. En ese sentimiento encontró su combustible la chispa del populismo que dio como resultado el Brexit.
Quien no tenga tiempo y/o el suficiente ánimo cinéfilo para disfrutar de las películas de Loach puede ver el episodio número cinco de la cuarta temporada de la serie británica The Crown, un producto audiovisual de primera en el que se nos narran los hechos más significativos en torno a la figura de la ya finada reina Isabel II. Su título es Fagan; está tomado del nombre del súbdito que por dos veces consiguió entrar sin ser notado en las estancias del Palacio de Buckingham. En efecto, Michael Fagan, un desempleado con problemas de salud mental por entonces, llegó a penetrar en el dormitorio de la reina la madrugada del 9 de julio de 1982 y en él permaneció durante diez minutos charlando con la soberana hasta que fue descubierto y apresado.
Por supuesto nadie sabe cuáles fueron las palabras exactas que cruzaron tan dispares personajes, pero en el caso de lo imaginado por la serie para esta singular situación podríamos aplicar ese adagio que reza en italiano: si non é vero é ben trovato; y que podríamos traducir por «si no es verdad, está bien imaginado».
Imagínense la escena: la monarca en su regia cama y un «descamisado» –que diría Alfonso Guerra– la contempla medio ebrio sentado frente a ella. De pronto, la lideresa de los Windsor despierta con un sobresalto, llama a voz en grito para que venga alguien, pero nadie la escucha. Ella le dice al intruso que no tiene dinero para darle ni nada de valor. Él le replica que no quiere nada, que solo ha venido para contarle lo que está ocurriendo en el país. Su demanda es simple: «sálvenos de ella»; y cuando la perpleja reina quiere saber de quién, el súbdito responde tajante: «de Thatcher, está destruyendo el país». Le cuenta que, después de más de tres años de su gobierno, hay más de tres millones de parados, más que nunca desde la gran depresión. Ella le replica que no se preocupe, que la nación ya ha pasado por muchos momentos malos de los que siempre se recupera, a lo que responde Fagan descorazonado que él no se ha recuperado después de perder su empleo; que ya ha perdido la confianza en sí mismo y hasta la mirada amorosa de su mujer. «Ahora dicen –añade– que tengo problemas mentales, pero no; solamente soy pobre». Su soberana trata de consolarlo diciéndole que el Estado le puede ayudar, a lo que él pregunta «¿qué Estado?» y sentencia: «el Estado ha desaparecido. Ella lo ha desmantelado junto con las demás cosas que nos podían asistir: un sentido de comunidad, de obligación de unos con otros, un sentido de bondad». Y termina con esta sentencia lapidaria: «el derecho a ser frágil, a ser humano, han desaparecido».
He reproducido fragmentos de esta imaginaria conversación, porque en ellos se condensan lo que en su momento fueron los polvos que nos trajeron estos lodos del siglo XXI: la crisis de 2008, para cuya ocurrencia fue determinante ese proceso de desregulación aludido; el debilitamiento del Estado, causado por las privatizaciones generalizadas y la bajada continuada de impuestos de naturaleza regresiva; el ascenso de los populismos y la derecha alternativa con resultados históricos como el Brexit y la invasión de Ucrania, imposibles sin el quebranto del vigor democrático de una ciudadanía castigada por un capitalismo exacerbado que cada vez le exige más para acceder a los mínimos estándares de vida.
Me pregunto si la renuncia de Liz Truss puede tener el mismo efecto en los vientos que soplan en la historia –revocando su final– que en su día el acceso al poder de Margaret Thatcher o el éxito de los Beatles en el mundo de la música. Si puedo permitirme que aliente mi esperanza de que recuperemos ese sentido del bien común que el Fagan imaginado declara muerto ante su desconcertada reina.
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