«Italia se ha desplazado en estos últimos años a tal punto a la derecha, que en la faramalla mediática se considera como único modelo aceptable de izquierda el representado por Tony Blair. Sólo en Italia se puede usar el término «deriva zapaterista» para definir una política extremista de izquierda de la que hay que guardarse. En el resto de Europa se carcajean de tal parangón»
No es un problema «de naturaleza política, sino de naturaleza urbanística y territorial». Con estas palabras, el primer ministro italiano Romano Prodi dio vía libre a la ampliación de la base norteamericana en Vicenza (isla de Cerdeña), en nombre de la amistad y de la alianza con los EEUU y de la «salvaguardia de los propios intereses nacionales». Tomando pie en esta decisión, que compromete al gobierno de coalición centro-izquierda italiano, una decisión que consideran un «parteaguas», Marco Revelli y Giorgio Cremaschi dirigen una carta abierta al ala izquierda de esa coalición, en la que ofrecen una lúcida reflexión política sobre las posibilidades y los límites del apoyo de la izquierda política a ese tipo de gobiernos ultramorigerados de centro-izquierda, empeñados en no caer en una «deriva zapaterista».
Queridas amigas y queridos amigos de la izquierda de la coalición de gobierno:
Nos dirigimos a vosotros con esta definición un tanto logística porque no encontramos otra igualmente sintética y no queremos hacer nuestra aquella serie de adjetivos -izquierda «radical», «extrema», «maximalista»- que hoy se lanzan al por mayor. Adjetivos, por lo demás, que desvían del estado real de las cosas, también porque son utilizados sin falta cada vez que se pretende hacer creer que es esta izquierda la que determina las decisiones de fondo del gobierno de Prodi (de consuno, se entiende, con sus yerros). Precisamente aquí se halla, para nosotros, la cuestión de fondo. Según Berlusconi, la Confindustria [organización de la patronal italiana], el Corriere, La Stampa, La Reppublica, los reformistas y la Conferencia Episcopal, el gobierno sería rehén de su izquierda más extrema. Comoquiera que a nosotros nos parece exactamente lo contrario, escribimos estas notas con la esperanza de lograr claridad.
Vicenza, según nosotros, es un parteaguas. De estilo, más aún que de contenido. De método, antes que de substancia (la cual es grave y grávida, entrañando valores y programas, intereses y pasiones). Hasta la decisión de Prodi de decir sí a la administración Bush y a su política de guerra, podía todavía haber lugar para una confusa ambigüedad, sobre todo en el plano de la imaginación. Ahora, sin embargo, esa breve fase se acabó: la concreción y el simbolismo de las opciones tomadas coinciden cada vez más: el significado explícito de las declaraciones de Bucarest es un portazo en la cara de todos aquéllos que creen en algo: de los ciudadanos que defienden su territorio (la «cuestión urbanística», precisamente, degradada a «intendencia» de napoleónica memoria, que seguiría, dócil, la estrategia definida por el Estado mayor), y de los pacifistas que persisten en indignarse ante las matanzas a cielo abierto proliferantes también estos días. Un portazo en la cara de quien se bate para defender la propia «calidad de vida» en el lugar en que vive, y de quien lucha por dar un sentido a aquella vida.
Un puñetazo en el rostro de todos quienes alimentaban expectativas. En nombre -se dice- del «interés superior». Del «concierto entre las potencias». De la «necesaria» sustracción de los temas generales de política exterior al control y al consenso de los ciudadanos de serie B que no tienen asiento en las alturas, en la cúspide de la pirámide decisional, pero que se ven condenados a recibir los daños en los propios territorios. También porque así lo quieren los poderes fuertes internos y externos que condicionan la política de nuestro país. Y que cada vez con mayor agresividad conminan: o por aquí, o por allí, sin disimulos o confusiones; de ahora en más, como exigía san Pablo, los sí deben ser sí, y los no, no.
Desgraciadamente, el gobierno Prodi llega a este arreón habiendo ya desperdiciado un vasto patrimonio de confianza y esperanza. Por causas exquisitamente políticas: por la incapacidad de dar alguna respuesta positiva a los movimientos que en los últimos años han recorrido el país. En estos años no sólo se ha luchado contra Berlusconi y su política por el horror moral, estético y cultural que suscitan, sino también para exigir un cambio más profundo que el que trae consigo un simple cambio de gobierno. Los movimientos que se han desarrollado no llegaron naturalmente a una síntesis; incluso se movían en planos diferentes. El no a la guerra, la exigencia de democracia y derechos civiles, el rechazo del liberalismo económico y laboral, la nueva afirmación de ciudadanía de las poblaciones sobre el propio territorio, no comprometían siempre a las mismas personas, a las mismas organizaciones o a las mismas culturas.
Falta de interlocución
Una política «alta» -según se emperran en considerar el propio papel los políticos «de gobierno»- debería haber construido no ya una síntesis -cosa de la que la política actual es, con toda probabilidad, estructuralmente incapaz, aparte de la autonomía temática de los propios movimientos no sabría muy bien cómo asimilarla-, pero al menos una interlocución. Un foco de atención. La selección de algunos puntos significativos, de algunas temáticas compartidas, sobre las que iniciar un camino de diálogo, dejar alguna traza de capacidad de representación política. La señal de que al menos un segmento -no exijamos todo, limitémonos al mínimo posible- del discurso elaborado «desde abajo» puede ser introducido en el campo cerrado de la esfera institucional al nivel decisional más alto. Que, precisamente, aquel «campo» puede ser, aunque sea sólo por una rendija, «abierto». Que al menos sobre un tema relevante se vea que se habla un lenguaje parecido, o al menos compatible: no el muro impenetrable que ha predominado hasta ahora en los grandes temas objeto de las movilizaciones más recientes, desde la paz hasta el medioambiente, desde el tren de alta velocidad hasta Vicenza . El programa de 300 páginas no ha logrado siquiera que vibre un poco el muro (se ha quedado en cosa para aficionados a trabajar, en código interno para plantar banderitas, cada uno de los interesados sobre los temas con que se identifica). Y con el gobierno sucesor todavía se ha logrado menos.
Porque una política que gobierne con el consenso, hallando mediaciones compartidas con los diversos segmentos y sujetos individuales y colectivos que se mueven en lo social, es indispensable un punto de vista. Se precisa, esto es, decidir -en alguna medida- estar de parte de unos, representar a una parte de la sociedad. De su sensibilidad, de sus valores y de sus expectativas, también si se va al gobierno. Precisamente porque se va al gobierno.
Es lo que, del otro lado, hace Berlusconi. Él representa, hasta en sus formas más antipáticas y obtusas, al pueblo liberalista. Sus pasiones, turbias pero concretas. Sus intereses, egoístas hasta el límite de la disolución del vínculo social, pero plásticamente materiales. Hasta sus neurosis. Sabe perfectamente quién es «su gente». Su pueblo (si así puede decirse). Lo lleva a la política, no se olvida de eso cuando gobierna.
Pero el centroizquierda hace lo contrario. Cuando está en la oposición, se adhiere a todas las movilizaciones. Cuando se halla en el gobierno, empieza a objetar que el país está enloquecido (y ciertamente lo está en algunos de sus componentes, pero no desde luego en los sectores que se han movilizado por la calidad de la vida y por la paz, por las garantías sociales y por las pensiones); que hay que administrarles buenas medicinas, ya sean dolorosas. Que, en suma, la representación política debe hacer abstracción de quien quiere ser representado para definir una abstracta compatibilidad tecnocrática suministrable a un pueblo levantisco. Paradójicamente, esa concepción del gobierno genera no menos antipolítico que el bárbaro populismo de Berlusconi. Quien, de hecho, simplifica al extremo la función de representación: al contrario del centroizquierda, que la complica al máximo. Entre ambos, reducen así a cero le espacio para la participación consciente, y encarnan una deriva oligárquica dramáticamente visible en las transformaciones institucionales de las dos últimas décadas.
La opción de actuar en serio
Con todo y con eso, seguimos creyendo que, en sí, el centroizquierda no está inevitablemente condenado a la política actual. Habría podido elegir algunos terrenos parciales en los que actuar en serio. Habría podido actuar en serio en materia de paz, en materia de derechos civiles, en la lucha contra la precariedad, o aun implicar a las poblaciones del Valle de Susa y de Vicenza en las propias decisiones. Habría podido elegir una sola cosa sobre la que actuar en serio -precisamente, para lanzar una señal-, y vivir luego un poco de renta en el resto. Pero ni siquiera eso ha hecho. En todos los terrenos de conflicto de estos años, el gobierno parece atenazado por la incertidumbre, confuso, pastelero, incapaz de inducir un verdadero progreso, incluso amedrentado cuando, pongamos por caso, decide algo que va en la dirección reclamada.
Es verdad: no es sólo culpa de Prodi que el equilibrio político de nuestro país se haya desplazado en estos últimos años a tal punto a la derecha, que en la faramalla mediática se considere como único modelo aceptable de izquierda el representado por Tony Blair. Sólo en Italia se puede usar el término «deriva zapaterista» para definir una política extremista de izquierda de la que hay que guardarse. En el resto de Europa se carcajean de tal parangón. Lo que sí se convierte en una culpa destructiva es no entender que enfrentarse a Berlusconi dentro de esas coordenadas políticas significa reforzar sus razones y desmontar las nuestras. Tal es el más grave daño de los últimos meses. Buena muestra es la sonrisita socarrona que, en el autobús, en el trabajo, en el mercado, se dibuja en la cara de quienes se dicen: «es bonito exigir cuando se está en la oposición, pero en el gobierno es otra cosa». Sí, así se producen en cantidades industriales resignación, rabia y desencanto. Y más allá de los destinos personales del ex-presidente del Consejo, se alimenta la recuperación de la derecha.
Hemos llegado al por lo tanto: en las próximas semanas, de Vizenza al Valle de Susa, de las misiones militares a las privatizaciones, a las pensiones y a las uniones civiles veremos una y otra vez la misma película. En un determinado momento, los poderes fuertes dirán basta, sean ustedes serios, sean ustedes europeos, sean occidentales; y el gobierno se plegará. Ya sea echando en cara a quien lo acusa de no ser lo bastante reformista no haber comprendido lo avanzadas que resultan las medidas adoptadas.
No, así no se va a ninguna parte, y por eso exigimos a la izquierda de la coalición que elija un tema en el que actuar con seriedad. Sugerimos la paz y la guerra, la demostración de un giro explícito respecto a la política de guerra del quinquenio precedente, de un desgarrón, porque política «de paz» no puede sino querer decir solución de continuidad en la deriva bélica que ha dominado el comienzo del siglo. Se precisa una neta y comprensible inversión de tendencia, llevada hasta la retirada de las tropas de un Afganistán en el que Occidente está recorriendo exactamente el mismo camino que en su día la URSS, sirviéndose además de las mismas argumentaciones para justificar la guerra. Elegid un punto, uno sólo, pero no aflojéis. Dad una señal potente e inequívoca de discontinuidad que no sea el eterno «ni» de la falta italiana de credibilidad, que corte el paso a cualquier signo posible de ambigüedad -la verdadera y más grave culpa, también en política exterior-: no votéis la refinanciación de las misiones militares y alterad así, al menos en este punto, la agenda y los equilibrios de la política. Y si no estáis en situación de tomar ésta u otra opción de análogo rigor, decidlo. No finjáis un peso que no tenéis. No reivindiquéis la devastadora política de la reducción del daño, que durante tanto tiempo hemos considerado, vosotros y nosotros, uno de los males de nuestra democracia, cada vez más privada de alternativas reales.
Marco Revelli es un politólogo y sociólogo turinés de gran reputación académica internacional. Se ha publicado recientemente en España su importante libro Más allá del siglo XX (Barcelona, Viejo Topo, 2004).
Giorgio Cremaschi es un analista político italiano.
Traducción para www.sinpermiso.info : Leonor Març
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