Los dos primeros días del mes de noviembre, desde México, pasando por Guatemala, hasta Perú y Bolivia, las casas, calles y campos santos (cementerios) se revisten de flores multicolores, de dulces aromas, de abundante comida y bebida, y de música en vivo. Los cristianos denominan a esta fiesta como el Día de los Muertos. Para […]
Los dos primeros días del mes de noviembre, desde México, pasando por Guatemala, hasta Perú y Bolivia, las casas, calles y campos santos (cementerios) se revisten de flores multicolores, de dulces aromas, de abundante comida y bebida, y de música en vivo. Los cristianos denominan a esta fiesta como el Día de los Muertos. Para nosotros/as es la fiesta ritual de la vida y de la convivencia.
Para nosotros no existe la separación excluyente y dualista entre la vida y lo que llaman muerte. Quienes fallecen no desaparecen, se reincorporan al vientre de la Madre Tierra para seguir conviviendo en la comunidad cósmica. Conviven con nosotros, nos acompañan y nos protegen. Hablamos, celebramos, soñamos, reímos y lloramos con ellos y ellas.
Por eso, en Los Andes, aún existen en los cerros chullpares o pukaras, (recintos cilíndricos construidos de piedras) en los que se guardaban embalsamados a nuestros fallecidos por un período de tres años (tiempo para la biodegradación del cuerpo). Luego, los cuerpos eran trasladados a las casas respectivas para convivir permanentemente con la familia y en la comunidad.
Mientras los cuerpos embalsamados se encontraban en los chullpares, comunidades enteras se trasladaban, casi a finales del mes de octubre (inicio de la nueva siembra, según calendario agrícola), en fiesta, con abundante comida, bebida, flores, tambores y quenas, hacia los cerros en los que se encontraban estos recintos para celebrar la vida y la convivencia con los ajayus (espíritus) de los fallecidos. Luego que los restos óseos eran reincorporados a las familias, en sus respectivas comunidades, continuaban las celebraciones en el mes de octubre, con mucha comida, bebida y música, y se los sacaba a pasear por los caminos. Incluso en este tiempo, en las alturas del Departamento del Cusco-Perú, todavía llevamos a las iglesias los huesos de nuestros fallecidos, envueltos en mantas, a escuchar misa.
Con la colonización cristiana, nos destruyeron también nuestros chullpares, y nos obligaron a llevar a nuestros familiares «difuntos» a los campos santos. Dice la doctrina cristiana que todo bautizado es santo, por tanto, el lugar donde se los debe entierra es en el Campo Santo.
Pero, igual, en las comunidades y ciudades (como La Paz, Cusco, Cochabamba, Ayacucho, etc.) seguimos festejando la vida y la convivencia con los nuestros los dos primeros días de noviembre. Hacemos comida, bebida, cortamos flores, y con eso y mucho más organizamos mesas de ofrendas para celebrar con los ajayus de los nuestros.
Dependiendo de si el alma es nuevo (hasta tres años de fallecido) o antiguo, armamos la fiesta sea en la casa o en el campo santo. Porque, según nuestra espiritualidad y filosofía, nadie perece (muere), sino que se reincorpora a la Madre Tierra para seguir subsistiendo y tejiendo la vida en la comunidad. Quizás por ello no tememos a eso que llaman muerte.
Todos venimos de la Madre Tierra (estamos hechos de los mismos elementos químicos de los que Ella está hecha), y la reincorporación a su vientre húmedo y fresco, es la compañera con la que nacimos. Lo importante es que esta reincorporación ocurra cuando hayamos cumplido nuestra misión sobre la piel de la Pachamama.
Inicialmente, según la historia de la doctrina cristiana, la muerte no era lúgubre para el cristianismo. Recuérdese que las primeras comunidades cristianas conmemoraban y celebraban las fechas de fallecimientos de sus santos. Por eso, en el siglo IX, el Papa Gregorio IV, estableció el primero de noviembre como el día de Todos los Santos, porque muchos santos no tenían fiesta establecida en el calendario gregoriano. Gregorio lo puso en esa fecha porque en Europa, sobre todo en el norte, entre los celtas, en esas fechas se hacía la fiesta («pagana») del paso de la vida a la muerte. El origen de la fiesta de Halloween.
En teología católica a esta estrategia «evangelizadora» denominan inculturación (introducir la doctrina cristiana en el corazón de las fiestas «paganas» para convertir dichas culturas en cristianas) Producto de esa estrategia evangelizadora nosotros también celebramos el día de nuestros ajayus los primeros días de noviembre. Pero, ya no con chicha (bebida fermentada de cereales) o con apthapis (comidas comunales), ni en los chullpares, sino en los cementerios, con misas, cervezas y consumismo frenético.
El cristianismo, como toda religión monoteísta, configuró la psicología individual y colectiva de las personas en base al sentimiento de culpa y de pecado. Del miedo al infierno y al fracaso existencial nace el miedo y el rechazo a la «muerte». La modernidad afianzó a los sujetos en este principio. Por eso, en el mundo occidental los vivos lloran por los «muertos» y se deshacen de ellos.
Pero, ni tan siquiera con la truculenta colonización de más de 5 siglos, han logrado aniquilar nuestras espiritualidades de la vida. Todo Santos no es el recuerdo de los muertos, sino una fiesta ritual en la que celebramos en plenitud nuestro convivio con las y los que se nos adelantaron en su reincorporación a la Madre Tierra para seguir caminando, conviviendo, conversando, llorando, soñando con nuestros/as protectores/as. Así, nuestro caminar hacia el añorado vientre fecundo y fresco de la Pachamama se hace ligero, festivo y sin miedos.
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