Sin lugar a dudas, la Torre Eiffel fue el centro de atención y la superestrella de los recientes Juegos Olímpicos de París, lo cual es comprensible, puesto que la obra maestra de Gustave Eiffel es desde hace mucho tiempo el emblema de la ciudad. No obstante, la Torre también es un símbolo de la riqueza y el poder de la burguesía, de la “clase capitalista”, un patriarcado en cuyas filas también se incluyen las damas y caballeros del Comité Olímpico Internacional (OIC, por sus siglas en inglés). Una brizna de historia puede ayudarnos a entender el papel fundamental que ha desempeñado la Torre Eiffel en el reciente gran espectáculo olímpico de la “Ciudad de la Luz”.
Sin lugar a dudas, la Torre Eiffel fue el centro de atención y la superestrella de los recientes Juegos Olímpicos de París, lo cual es comprensible, puesto que la obra maestra de Gustave Eiffel es desde hace mucho tiempo el emblema de la ciudad. No obstante, la Torre también es un símbolo de la riqueza y el poder de la burguesía, de la “clase capitalista”, un patriarcado en cuyas filas también se incluyen las damas y caballeros del Comité Olímpico Internacional (OIC, por sus siglas en inglés). Una brizna de historia puede ayudarnos a entender el papel fundamental que ha desempeñado la Torre Eiffel en el reciente gran espectáculo olímpico de la “Ciudad de la Luz”.
La columna de acero de Eiffel se erigió en 1889 para conmemorar el centenario del inicio de la “Gran Revolución” de Francia en 1789, pero también para borrar la memoria de otras revoluciones menos “grandes”, pero más recientes y muy traumáticas, es decir, las de 1848 y 1871, esta última conocida como la Comuna de París. Todas esas revoluciones fueron estallidos de una compleja lucha de clases entre pobres y ricos. Se solía denominar a las personas pobres “ceux d’en bas”, “los de abajo”, o “le menu peuple”, “el pueblo humilde”, pero también se les puede describir como el “demos”, una palabra de origen griego que encontramos en la palabra “democracia” y significa “poder por y para el pueblo humilde”. En cualquier caso, eran (y son) el tipo de personas que pueden esperar cambios revolucionarios para mejorar su en general miserable suerte, por ejemplo, en forma de la bajada del precio de para el pan y de otros artículos de primera necesidad. Mirando por encima del hombro a las personas pobres estaban “ceux d’en haut”, “los de arriba”, es decir, las personas ricas situadas en lo más alto de la pirámide social, la nobleza y la burguesía, los burgueses acomodados que consideraban que el orden social y económico establecido era bastante satisfactorio y tenían horror de la idea de cambios revolucionarios. No es de extrañar, por lo tanto, que las revoluciones que Francia experimentó en 1789, 1830, 1848 y 1871, y que tuvieron lugar la mayoría de ellas, aunque no todas, en París, fueran en gran parte obra de los hombres y mujeres “humildes” de la capital del país.
No hay que subestimar los logros democráticos de esas revoluciones, porque, por ejemplo, fue durante el gran levantamiento de 1848 cuando se introdujo el sufragio universal y se abolió la esclavitud. Sin embargo cada revolución presenció el “secuestro” de las revoluciones por parte de miembros de la burguesía, que lograron así alcanzar los objetivos políticos “liberales” y socioeconómicos capitalistas de su clase, lo que se hizo a expensas de la nobleza y de la Iglesia, pero, sobre todo, de “las personas de abajo”, cuyos esfuerzos por llevar a cabo reformas democráticas de gran alcance se reprimieron en 1848 y cuyos intentos de construir una sociedad socialista, manifestados en la Comuna de París de 1871, fueron ahogados en sangre. La burguesía se convirtió en la dueña de Francia después de ese triunfo.
Antes de la Gran Revolución de 1789 París era una “ciudad real”, que irradiaba el poder y la gloria del orden feudal de varios siglos de antigüedad cuya figura principal era el rey. Gran cantidad de edificios monumentales y vastas plazas, con imponentes estatuas de reyes, cardenales y demás, pertenecían a las clases privilegiadas de aquel “Antiguo Régimen”, la nobleza y el (alto) clero, y, por supuesto, también al rey (aunque este prefería residir en un suntuoso palacio de Versalles, lejos de la ajetreada capital y de sus “multitudes enloquecidas”). En aquel momento la imagen arquitectónica de esta “realeza” de París y principal atracción turística de la ciudad era el Pont Neuf [Puente Nuevo], el primer puente de piedra sobre el Sena, un “regalo” que el rey Enrique IV había hecho a la ciudad hacia el año 1600. El poder de la Iglesia, íntimamente asociado al rey, se reflejaba en los muchos lugares de oración y monasterios, que hacían que París impresionara (¿o intimidara?) a visitantes y residentes como una “nueva Jerusalén” católica.
La nobleza prefería residir en la parte occidental de la ciudad de París, en grandes y lujosas residencias conocidas como “hôtels”, situados en el distrito de Saint-Germain y a lo largo de la rue du Faubourg Saint-Honoré, que discurría paralela a los Campos Elíseos hasta el pueblo de Roule, encaramado en una loma que más tarde se coronaría con el Arco del Triunfo. Anteriormente los aristócratas habían vivido sobre todo en el barrio de Marais, situado en el centro de París y cerca de la Bastilla, cuyo centro era una “place royale”, “plaza real”, la actual Place des Vosges. Pero los prósperos miembros de la “prometedora” burguesía habían ocupado la mayoría de los hôtels de ese distrito. La burguesía también habitaba en otros barrios elegantes del centro de París, como la rue de la Chaussée d’Antin y las calles adyacentes, incluida la rue de la Victoire, donde residieron durante algún tiempo un joven Napoleon y su mujer, Josefina.
El “pueblo humilde” vivía en los barrios degradados y a menudo de chabolas del centro de la ciudad, que seguía siendo casi medieval, con calles estrechas, torcidas y sucias, y también en los distritos y barrios periféricos del este de la ciudad (“faubourgs”), especialmente el Faubourg Saint-Antoine, situado inmediatamente después de la Bastilla y de las demolidas murallas medievales, un sistema defensivo del que la Bastilla había sido un importante baluarte. Los faubouriens de Saint-Antoine fueron en 1789, y de nuevo en 1830 y 1848 las tropas de choque que sacaron las castañas del fuego revolucionario. Lo hicieron, entre otras cosas, asaltando la Bastilla aquel famoso 14 de julio de 1789, y atacando el palacio de las Tullerías y expulsando al rey de ahí el 10 de agosto de 1792.
En cierto modo, las revoluciones francesas consistieron en los intentos del “pueblo humilde” de conquistar París y de “quitarle su condición real” a la “ciudad real”. No es casual que en 1793, durante la “Gran Revolución”, el rey fuera ejecutado en medio de la más real de las plazas reales de París, la Place Louis XV, que más tarde se convirtió en la Place de la Concorde. Otras plazas perdieron sus nombres y estatuas regios, y los símbolos reales, como la “fleur-de-lis” [flor de lis], se sustituyeron por atributos republicanos, como la bandera tricolor y la consigna “libertad , igualdad, fraternidad”.
Este hecho de “quitar la condición real” a la capital implicaba inevitablemente “quitarle la condición clerical”, que provocó el cierre y la demolición de muchos monasterios e iglesias o en algunos casos su transformación a beneficio del “populacho” en hospitales, escuelas o almacenes para guardar grandes cantidades de harina, vino y otros alimentos esenciales, y evitar así que sus precios se dispararan en caso de malas cosechas.
La capital francesa parecía destinada a convertirse en una ciudad de y para el “pueblo humilde”, el “demos”, una ciudad literalmente democrática. Sin embargo, esta idea no agradaba en absoluto a los burgueses acomodados, que habían apoyado los movimientos revolucionarios mientras habían atacado al orden feudal establecido, pero que se sintieron amenazados y se volvieron reaccionarios cuando los revolucionarios parisinos empezaron a luchar por unos objetivos contrarios a las ideas “liberales” y a los intereses capitalistas de la burguesía. Eso ocurrió en 1792, 1848 y 1871. En cada una de estas ocasiones la burguesía logró reprimir los intentos de radicalización revolucionaria, logró frustrar los esfuerzos de hacer que París fuera más plebeyo y, en vez de ello, transformar un poco más la antigua “ciudad real” en una metrópoli burguesa.
Bajo los auspicios de Napoleon, que había sido alzado al poder por la burguesía y resultó ser un defensor a ultranza de sus intereses de clase, se llevó a cabo el aburguesamiento sistemático de París. El corso, que provenía de una familia que tanto se podía considerar de la baja nobleza como de la alta burguesía, fue en gran parte responsable de que el oeste de París (que antes de la Gran Revolución había estado monopolizado por una élite de alta cuna, la nobleza) pudiera ser colonizado por una élite de altos ingresos, la (alta) burguesía. Se consiguió gracias a la construcción de amplias avenidas, inspiradas en los ya existentes Campos Elíseos, en las que las personas ricas podían construir casas prestigiosas para vivir en ellas, o para venderlas o alquilarlas a altos precios; esas avenidas convergían en un amplio espacio en forma de estrella, la Place de l’Étoile. El oeste de París se convirtió así en el hábitat exclusivo de las personas ricas, las “gens de bien”, la clase acomodada.
Después de Napoleon y de la “Restauración” de 1815-1830, una breve vuelta tanto de la monarquía borbónica y la nobleza como de la Iglesia, se reanudó el aburguesamiento de París bajo el gobierno de un rey “constitucional” perteneciente a la Casa de Orleans, Luis Felipe, conocido como el “rey burgués” debido a que defendía unas políticas muy liberales. Y el aburguesamiento de París avanzó de forma espectacular cuando un sobrino de Napoleon gobernó Francia como emperador Napoleon III durante un par de décadas a mediados del siglo XIX. Bajo los auspicios del Prefecto del Departamento del Sena, Georges–Eugène Haussmann, conocido como el “Barón Haussmann”, se construyeron bulevares, vastos parques y plazas, y monumentos impresionantes que transformaron el centro de París en una metrópolis moderna. Con todo, la “haussmannización” de la ciudad tuvo también una dimensión contrarrevolucionaria. En primer lugar, se hizo desaparecer del centro de París la mayoría de los barrios de chabolas, junto con las personas pobres y agitadas que habitaban en ellos y, por lo tanto, una ciudadanía potencialmente revolucionaria. Con ello se hizo sitio para construcciones hermosas pero caras, “immeubles de rapport”, “edificios que generan dinero”, como tiendas, restaurantes, oficinas y pisos bonitos. Estos proyectos proporcionaron jugosas oportunidades de ganar dinero a los burgueses ricos, pero, sobre todo, a los grandes bancos que aparecieron entonces en la escena económica, entre ellos el Crédit Lyonnais, la Société Générale y el Banco Rotschild, en el que trabajó desde 2008 hasta 2012 el actual Presidente de la República, Emmanuel Macron. Unas 350.000 personas pobres fueron expulsadas así del centro de la ciudad.
Las “gens de bien”, las “personas con propiedades”, se instalaron en la ciudad y las “gens de rien”», las “personas que no tienen nada”, se vieron obligadas a salir de su centro. Se les expulsó hacia el este, al Faubourg Saint-Antoine y a otros distritos periféricos de la ciudad, el “París de la pobreza” situado al este, que resultó ser un planeta muy distinto del “París del lujo” situado en el oeste. Fue desde esta parte este plebeya desde donde en 1798 el demos parisino había invadido el centro de París para “quitar la condición real” a la “ville royale”, “revolucionarla” y “democratizarla”. En 1871 la Comuna de París fue un último intento de lograr ese objetivo, pero el levantamiento fue reprimido por tropas que, procedentes de Versalles, entraron en París por los distritos occidentales de la ciudad, donde fueron recibidos con los brazos abiertos, pero se fueron encontrando con una resistencia cada vez más fuerte a medida que avanzaban hacia el este de la ciudad, donde acabaron los combates con la ejecución de muchos comuneros y comuneras que había sido capturados.
La sangrienta represión de la Comuna selló el triunfo de una burguesía francesa que a partir de entonces fue resueltamente, casi fanáticamente, contrarrevolucionaria. Había terminado la “Era de las Revoluciones”, tanto en Francia como en el hervidero revolucionario del país, París. Parecía haber desaparecido para siempre la posibilidad de que la plebe de la capital la conquistara y, a la inversa, el aburguesamiento de la ciudad que había emprendido Napoleon parecía entonces un hecho consumado.
Con ocasión del primer centenario de la Gran Revolución en 1889 se certificó simbólicamente este triunfo de la burguesía con la construcción de la Torre Eiffel, una especie de tótem sobredimensionado que evocaba la modernidad, la ciencia, la técnica y el progreso, unos valores con los que en general se identificaba la “tribu” burguesa de Francia y del extranjero, y en particular la recién nacida “Tercera República” francesa. El “pilar republicano” funcionó también como símbolo fálico de la joven, dinámica y potente clase que la burguesía victoriosa creía ser.
La obra de Eiffel, que se alzaba sobre de las aguas del Sena y evocaba un faro, parecía irradiar la brillante luz de la modernidad a todo el país y, de hecho, a todo el mundo. Desde un punto de vista burgués, la Torre tenía también la cualidad de eclipsar tanto el muy horizontal Pont Neuf, emblema del antiguo París real, como Notre Dame, rostro arquitectónico de la antigua “ville royale”. La Torre proclamaba así la superioridad de la nueva Francia republicana y capitalista de la burguesía frente a la antigua Francia monárquica y feudal dominada por la nobleza y la Iglesia.Por último, la Torre sustituyó al Pont Neuf como principal atracción turística de la capital francesa y desplazó de hecho el centro de gravedad de la ciudad desde la Île de la Cité, centro de la rueda parisina, a las zonas burguesas del oeste de la ciudad, el suntuoso dominio del “beau monde” burgués.
El gran especialista rumano en mitos y religiones antiguas Mircea Eliade afirma que los pueblos arcaicos tendían a sentirse abrumados por el vasto, aparentemente caótico y en muchos sentidos misterioso y aterrador mundo en el que habitaban, un mundo (o universo) del que no eran sino una parte infinitesimal, insignificante e impotente. Necesitaban poner orden y familiaridad en este mundo, es decir, transformar su caos en un cosmos, un mundo que siguiera siendo misterioso, pero que fuera hasta cierto punto familiar, comprensible y menos temible. Esto se solía hacer encontrando y marcando un centro, es decir, un lugar que tuviera un fuerte significado tanto en el espacio como en el tiempo, un espacio sagrado: ese lugar se consideraba el centro de un espacio geográfico, la tierra, y al mismo tiempo el lugar de un punto culminante en el tiempo, el lugar donde los dioses habían creado a los seres humanos y/o el mundo.
Un árbol muy viejo y grande o una montaña real o imaginaria, como una pirámide, podían servir de ese lugar sagrado, o si no, se podía construir un pilar o una torre y proclamarlo el centro (u ombligo, eje) del mundo y/o el lugar de la creación. Se puede decir que el ejemplo más famoso de este “axis mundi” era el zigurat o pirámide escalonada de la ciudad de Babilonia, la famosa Torre de Babel, conocida localmente en la época como Etemenanki, “el templo de la creación del cielo y la tierra”. Estas construcciones funcionaban como conexiones simbólicas entre la tierra y el cielo, permitían a los seres humanos ascender al cielo o, al menos, acercarse a él; y, a la inversa, permitían a los dioses descender a la tierra para crear a los seres humanos. Por consiguiente, también se consideraban escaleras y contenían escalones, que representaban peldaños, como en el caso de las terrazas de Etemenanki, los “Jardines Colgantes” de Babilonia, que los griegos consideraban una de las Siete Maravillas del Mundo.
Con la ayuda de estas ideas de Mircea Eliade se puede interpretar la construcción de la Torre Eiffel, su ubicación y sus características principales. Las revoluciones francesas que desde 1789 y hasta 1871 conmocionaron Europa y el mundo entero, pero sobre todo a la propia Francia, provocaron la desaparición del antiguo cosmos de la Francia feudal y monárquica, dominada por el binomio de nobleza e Iglesia. Después de casi un sigo de caos revolucionario emergió un nuevo cosmos, un orden capitalista en vez de uno feudal, cuyo exoesqueleto era una república y que estaba dominado económica y socialmente por la (alta) burguesía. Otros países iban a seguir su ejemplo, pero Francia fue el primero en lograr un estatus burgués casi perfecto, fue el Estado burgués primigenio.
La capital francesa, donde habían tenido lugar la mayoría de los principales acontecimientos revolucionarios, fue el epicentro de un emergente cosmos capitalista y burgués internacional. Por consiguiente, era de lo más conveniente que la metrópoli burguesa erigiera un monumento para confirmar y celebrar su estatus sagrado respecto al espacio y al tiempo: primero, como epicentro del nuevo mundo burgués y capitalista, y segundo, como lugar en el que se había producido, gracias a la(s) revolución(es), el nada fácil nacimiento de este nuevo mundo. La Torre Eiffel, el edificio más alto del mundo, era ese monumento, una especie de pirámide escalonada cuya perpendicularidad, interrumpida por tres pisos, evocaba también una escalera, como lo habían hecho las terrazas o “Jardines Colgantes” de Babilonia. Y, efectivamente, la Torre Eiffel proclamaba que París era la Babilonia, la ciudad de ciudades, del nuevo cosmos burgués.
La burguesía también había llegado al poder en otras ciudades europeas a lo largo del siglo XIX o principios del XX, por medio de revoluciones o no, pero ninguna capital se había aburguesado tan tempranamente ni tan completamente como París. Rusia, Alemania y el Imperio Habsburg eran monarquías, vinculadas a Iglesias “establecidas”, cuyas capitales iban a seguir siendo ciudades no solo reales, sino imperiales, que se jactaban de sus palacios imperiales y aristocráticos, en su mayoría magníficos. y de sus iglesias exuberantes. En Gran Bretaña la clase media-alta liberal se convirtió en socia, aunque solo socia menor, de una nobleza terrateniente conservadora que siguió estando al mando desde el punto de vista político, social y también arquitectónico y urbanístico. Así, Londres siguió siendo un mundo urbano con dos polos arquitectónicos feudales, en un extremo la Torre, una fortaleza medieval parecida a la Bastilla, un fósil del absolutismo real, y en el otro el tándem del palacio de Buckingham, un palacio de las Tullerías británico, y la abadía de Westminster, la Notre Dame londinense. No es casual que el estilo de la mayoría de las grandes creaciones arquitectónicas de la época se conociera como “victoriano”, lo que reflejaba e incluso enfatizaba su relación con la monarquía.
En comparación con otras capitales, después de 1871 París parecía “über–bourgeois”, burguesa por encima de todo. No es de extrañar que la ciudad fuera admirada, visitada y elogiada por mujeres y hombres burgueses, jóvenes y viejos, conservadores y vanguardistas de todo el mundo, esto es, del mundo “occidental”, que cada vez era más industrial, capitalista y, por supuesto, burgués. Personas burguesas acomodadas de todo el mundo convergían en París como los peregrinos católicos convergían en Roma o los peregrinos musulmanes en La Meca. A la inversa, un París aburguesado, simbolizado sobre todo por el urbanismo y la arquitectura “haussmannianos”, emigró a ciudades de todo el mundo donde la burguesía también había triunfado política, social y económicamente. Por ejemplo, Bucarest, Bruselas y Buenos Aires hicieron todo lo posible por parecerse a la capital francesa, con imponentes residencias y costosos “edificios que generaban dinero” situados en amplias avenidas o vastas plazas, y con imponentes edificios gubernamentales, bancos, bolsas, teatros, hoteles palacio y restaurantes de lujo.
En 1871 bajó el telón de la dramática “Era de las Revoluciones” francesa, pero por debajo de la superficie, y a veces por encima, persistió el conflicto de clases de menor intensidad y con él la simbólica “Batalla por París” librada entre ricos y pobres. La burguesía creía haber ganado la batalla, pero su victoria nunca fue verdaderamente completa. El este de París siguió siendo plebeyo e igualmente plebeyos, incluso proletarios, fueron los nuevos barrios pèriféricos que proliferaron al este y al norte de la capital, como Saint-Denis. Es ahí donde se instalaron los inmigrantes llegados de toda Francia y del extranjero en busca de trabajo en la capital, pero que no podían pagar los elevados precios de la vivienda en el centro y los barrios del oeste de la ciudad.
A lo largo de los 135 años pasados desde la construcción de Torre Eiffel, París logró seguir siendo burguesa, pero no con tanta seguridad como se podría creer. De hecho, esta supremacía burguesa se vio amenazada varias veces. No obstante, la ocupación alemana de 1940-1944 no fue un problema a este respecto, como cabría pensar. La burguesía prosperó en Francia, y especialmente en París, bajo los auspicios del ocupante y del régimen colaboracionista de Vichy, ambos ávidos practicantes de políticas de bajos salarios y altos beneficios. Hitler, que era él mismo un “petit bourgeois” que había sido cooptado por la“haute bourgeoisie” alemana y gobernaba en su nombre, admiraba París. No tenía intención de destruir la ciudad, pero en colaboración con el arquitecto Albert Speer planeó transformar Berlín de modo que la capital alemana ocupara el lugar de París como una Babilonia burguesa. El Führer también opinaba que muchos franceses no estaban descontentos con la presencia alemana en la “Ciudad de la Luz”, porque eliminaba “la amenaza de los movimientos revolucionarios” (2).
Y, efectivamente, en agosto de 1944, cuando los alemanes se retiraban de la ciudad y las tropas aliadas procedentes de Normandía no habían llegado todavía, se produjo una situación potencialmente revolucionaria que amenazaba la supremacía burguesa en París. Surgió así una oportunidad de que la Resistencia de izquierdas, dirigida por los comunistas, llegara al poder en la capital y potencialmente en todo el país, y en ese caso muy probablemente se habrían producido reformas anticapitalistas extremadamente radicales. Pero los estadounidenses frustraron esa posibilidad. El ejército estadounidense trasladó rápidamente a París al general de Gaulle (al que antes había ignorado, algo que él nunca perdonaría a los estadounidenses) y lo presentaron como el indiscutible líder supremo de la Resistencia, aunque en realidad no lo era. Pronto se convirtió en jefe del gobierno de la Francia liberada. Su entrada triunfal en la capital no se escenificó en la plaza de la Bastilla ni en ningún otro lugar del este de París, sino en los Campos Elíseos, la calle principal de los mismos distritos occidentales donde en 1871 una bienvenida entusiasta esperaba a las tropas que acudían desde Versalles para ahogar en sangre a la Comuna. De Gaulle iba a garantizar que el orden socioeconómico burgués se mantuviera intacto en Francia y con un París, como la guinda del pastel, que iba a seguir siendo igualmente burgués.
El hecho de que el aburguesamiento de París nunca estuvo totalmente asegurado también se hizo evidente que en mayo de 1968, cuando obreros y estudiantes se declararon en huelga y se manifestaron en el Barrio Latino y otras partes del centro de la ciudad, y la situación amenazó con degenerar en una guerra civil o una revolución.
Por otra parte, también hubo intentos de perfeccionar el aburguesamiento de la Ciudad de la Luz. Así es como se pueden interpretar los grandes proyectos que se emprendieron en el este de la capital, primero por parte del sucesor del general de Gaulle, Georges Pompidou, que decidió que las últimas barriadas del centro de París dejaran sitio a un centro de arte que recibió su nombre. Poco después, bajo los auspicios del presidente François Mitterand, en teoría socialista pero en realidad un “bourgeois gentilhomme”, “burgués gentilhombre”, iniciativas como la construcción de una nueva ópera en la plaza de la Bastilla y un nuevo Ministerio de Finanzas, así como de un estadio deportivo en el barrio obrero de Bercy, pretendían oficialmente rejuvenecer el este de la ciudad a beneficio de sus habitantes plebeyos, pero los planes urbanísticos de Mitterand en realidad fueron una gentrificación a beneficio de la burguesía y especialmente de su “jeunesse dorée” o juventud dorada, para la que el oeste de París probablemente era demasiado burgués en el sentido de “aburrido”.
En 2018 surgió una nueva amenaza para el París burgués en forma de un movimiento cuyos numerosos y alborotadores participantes se conocieron como los “Chalecos Amarillos”. Estos manifestantes eran los “sospechosos habituales”, es decir, plebeyos de los barrios y suburbios del este de la capital a los que su unieron personas de toda Francia e incluso del extranjero en sus invasiones semanales de la ciudad. Se manifestaron muy provocativamente no solo en la Plaza de la Bastilla y en otros lugares de su “territorio” en el este de París, sino también en el corazón del “París del lujo” de la parte occidental, incluidos los Campos Elíseos. Los “Chalecos Amarillos” se la tenían jurada a la persona y al político del presidente Macron, un exbanquero que era tan presidente-burgués como Luis Felipe había sido un rey-burgués. El París burgués tembló mientras duró el movimiento, hasta que en 2020 la pandemia de COVID-19 proporcionó una justificación perfecta para prohibir las grandes concentraciones.
La reciente organización de los Juegos Olímpicos se puede ver, y entender, desde la misma perspectiva. En efecto, se han definido los Juegos Olímpicos modernos como un “capitalismo de celebración” (3), es decir, un fasto para la “clase capitalista” burguesa, cuya “crème de la crème” está formada actualmente por propietarios hiperricos, grandes accionistas y directivos de empresas multinacionales, magnates de los medios de comunicación, sus aliados financieros, juristas y celebridades multimillonarias como Lady Gaga, Céline Dion, etcétera. El objetivo fundamental de esta clase es maximizar los beneficios. Y la función de los Juegos Olímpicos es permitir esta acumulación de riquezas con la colaboración de la ciudad y el país anfitriones, que se supone facilitan esta privatización de los beneficios no exclusivamente, sino fundamentalmente, por medio de la socialización de los costes (4). Esta élite del capitalismo multinacional patrocina los Juegos Olímpicos y entre sus miembros hay sobre todo corporaciones originarias de Estados Unidos (actual centro de gravedad del sistema capitalista mundial), como Coca-Cola, pero también empresas francesas como Louis Vuitton (LV), que suministra todo tipo de productos de lujo, una empresa que floreció durante la ocupación alemana que, como hemos mencionado, no fueron malos tiempos para la élite burguesa francesa, típica consumidora de los muy caros artículos que LV pone a su disposición.
Esta élite internacional estaba deseando celebrar sus Juegos Olímpicos en París, pero en un París agradable, en un París en el que pudieran sentirse como en casa, y eso significaba la parte occidental y burguesa de la ciudad, el “París del lujo”. A su vez, para la burguesía, la “clase capitalista” de París y de toda Francia, los Juegos Olímpicos suponían una oportunidad de oro en dos sentidos. Primero, para obtener unos beneficios nunca vistos, por ejemplo, cobrando unos precios exorbitantes por las habitaciones de hoteles buenos del oeste de París, que incluso en épocas normales son caros, y también por los balcones de los pisos superiores de los edificios “que generan dinero” situados en lugares favorables, desde los que turistas adinerados podían aclamar a los atletas a su paso. En segundo lugar, y más importante al menos para lo que pretendemos, los Juegos Olímpicos también ofrecían a la burguesía la posibilidad de confirmar una vez más e incluso fomentar el aburguesamiento de la ciudad, y de permitir que París volviera a brillar, aunque fuera solo durante unas semanas, como la Babilonia de la burguesía internacional. En este contexto fue en el que se llevó a cabo la “limpieza social” (nettoyage social) de la ciudad, en concreto con la expulsión de las personas sin hogar y la concomitante “ocultación de la pobreza” (invisibilisation de la pauvreté) (5).
Así, también se puede entender por qué el día de la inauguración los barcos con miles de atletas a bordo salieron del puente de Austerlitz, situado en la cúspide del centro histórico de la ciudad y de sus barrios del este, el “París de la pobreza”. El espectáculo olímpico daba la espalda al París plebeyo al salir de ahí, de modo que se podía dejar sin ser vistos ni mencionados la plaza de la Bastilla, primordial “locus delicti” revolucionario, y, detrás de ella, el Faubourg Saint-Antoine, antaño la guarida del león revolucionario, en gran parte literalmente atrincherado; bastó con que anteriormente, concretamente el 14 de julio, día de la Toma de la Bastilla, la antorcha olímpica pasara brevemente por ese barrio. Así, la flotilla, impertérrita ante desagradables asociaciones con la Revolución francesa y las revoluciones en general, pudo descender alegremente por el Sena hasta el oeste de París, el París en el que una “celebración del capitalismo» deportiva era tan bienvenida como lo habían sido las tropas procedentes de Versalles y el General de Gaulle en 1871 y 1944, respectivamente.
Forzosamente también se tuvieron que utilizar para los Juegos Olímpicos algunas de las infraestructuras deportivas que resultaban estar en otros lugares, como el estadio nacional de fútbol y de rugby del barrio periférico plebeyo de Saint-Denis, un impresionante recinto conocido como Estadio de Francia. Con todo, la mayor cantidad posible de eventos, incluidos los más espectaculares, tuvieron lugar en los barrios del oeste. Las maratones acabaron en la vasta Explanada de los Inválidos y los ciclistas llegaron al fotogénico lugar que se podría considerar el punto topográfico central de los Juegos Olímpicos parisinos, prácticamente en la base de la Torre Eiffel, donde también se habían levantado instalaciones provisionales para pruebas como tenis y voley playa. Ahí fue también donde los atletas desembarcaron de los barcos para asistir a la ceremonia inaugural. En aquella ocasión, la columna de Eiffel, resplandeciente con miles de luces, proclamó a los parisinos, a los atletas y a todo el mundo no solo que la celebración olímpica del capitalismo era bienvenida en París, sino también que París seguía perteneciendo a la burguesía, al menos hasta que volviera a correr el peligro de una segunda venida de los “chalecos amarillos” o de la aparición de otra horda plebeya.
Notas:
(1) Véase Jacques R. Pauwels, “Napoleon Between War and Revolution”, Counterpunch, 7 de mayo de 2021.
(2) Véase los cometarios sobre París (incluida la Torre Eiffel) y Berlín in Adolf Hitler, Libres propos sur la guerre et la paix, París 1952, pp. 23, 81, 97.
(3) Véase Jules Boykoff, Celebration capitalism and the Olympic games, Londres 2014.
(4) Jules Boykoff, autor del concepto de “capitalismo de celebración”, considera los Juegos Olímpicos una forma inversa de economía de goteo, por la que la riqueza en realidad gotea hacia arriba, de los pobres a los ricos.
(5) Igor Martinache, “L’olympisme, stade suprême du capitalisme (de la fête)?”, Revue Française de Socio-Économie, 1:32, 2024, https://shs.cairn.info/revue-francaise-de-socio-economie-2024-1-page-5?lang=fr.
Jacques R. Pauwels es un prestigioso historiador y politólogo, e investigador asociado del Centre for Research on Globalization (CRG). Sus últimos libros publicados en castellano son Grandes negocios con Hitler, El Garaje Ediciones 2021, y Los grandes mitos de la historia moderna, Boltxe Liburuak 2021, que publicará a lo largo del mes de septiembre La Gran Guerra de clases, 1914-1918. Próximamente también se publicará en inglés How Paris Made the Revolution and the Revolution (re)made Paris, Iskra Books, US/UK/Ireland.
Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, a la traductora y Rebelión como fuente de la traducción.