Hace 41 años, un 24 de diciembre de 1977, cerró los ojos Juan Velasco Alvarado, una de las figuras más discutidas -y a la vez más trascendentes- del escenario político peruano en el siglo XX. Se fue, para quedarse. Hombre del pueblo, llegó a los más elevados sitiales de la jerarquía castrense, y se valió […]
Hace 41 años, un 24 de diciembre de 1977, cerró los ojos Juan Velasco Alvarado, una de las figuras más discutidas -y a la vez más trascendentes- del escenario político peruano en el siglo XX. Se fue, para quedarse.
Hombre del pueblo, llegó a los más elevados sitiales de la jerarquía castrense, y se valió de sus altos cargos para servir al país y, sobre todo, «a los de abajo», a los hombres y mujeres marginados, y a los niños olvidados.
No debiera perderse en la bruma del tiempo, su imagen. Ni soslayarse el deber de rendir homenaje a una figura que supo encarnar los retos del momento y alzar la dignidad al tope poniendo en las manos de millones de peruanos las más altas responsabilidades de su tiempo.
César Calvo, una de las voces más calificadas de nuestra poesía, aludió con cariño, a «los ojos de Juan», y los comparó con los de Pachakutek «cuando alzó fortalezas más altas que los cielos»; con los de Tupac Amaru «cuando eligió ser muerto, antes que ser silencio»; con los de Bolívar, cuando miraba «debajo de la sombra»; con los de Leoncio Prado, Atusparia y Mariano Melgar, el cantor y guerrero «que afila todavía sus ojos en el viento».
César aseguró con fuerza. «No han de apagarse nunca tus ojos, compañero / En los ojos de todos, han de seguir abiertos / Han de seguir por siempre soñando, combatiendo».
Y finalmente, fue cierto. Hoy, cuando la luz se apaga y caen las lágrimas del pobre; cuando nos ataca la silente mirada de los niños con hambre; cuando asoma cada mañana una esperanza, y cae por la tarde; agobiada por el peso de la frustración, o de la inconsciencia; los ojos de Juan alumbran un camino.
Y recordamos con ellos la historia ya vivida. El rostro curtido del obrero, las manos ajadas de quienes cultivan la tierra, la risa vigorosa de la muchacha andina; el viento que sopla en la montaña, la lánguida canoa que surca los ríos de la selva; el mar azul, que baña nuestras costas.
En cada expresión de grandeza, en cada grito de batalla, en cada gesto de esperanza, en cada bandera que se alza; los ojos de Juan reanudan el compromiso que muchos conocimos, y que valoramos, aun en nuestro tiempo.
El Perú comenzó a ser distinto a partir de su verbo y su voz enronquecida. Y aunque se han producido deplorables retrocesos, no volvimos -como país- a ser el mismo de antes.
Hoy el Perú es otro, a despecho de los poderosos, porque tiene un pueblo que piensa y que combate; porque vive otras expresiones de su historia; porque siente por sus venas el palpitar de los viejos luchadores.
Los ojos de Juan, habrán de abrirse nuevamente.
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