En esta pasión, más enfermiza que absurda, que la Unión Europea enciende y extiende desde sus orígenes imponiendo un «dogma existencial» tan implacable como falso, no resulta fácil hacer ejercicio de historia, de análisis político-económico o de racionalidad global. Sigue siendo escasísima la iniciativa crítica, no digamos la que comporte enmienda a la totalidad, y […]
En esta pasión, más enfermiza que absurda, que la Unión Europea enciende y extiende desde sus orígenes imponiendo un «dogma existencial» tan implacable como falso, no resulta fácil hacer ejercicio de historia, de análisis político-económico o de racionalidad global. Sigue siendo escasísima la iniciativa crítica, no digamos la que comporte enmienda a la totalidad, y ni siquiera el crispado y catastrófico punto a que hemos llegado genera el suficiente ánimo hostil que pueda dejar al aire sus vergüenzas y alevosías. Tampoco las cada vez más frecuentes acusaciones de «golpe de estado» institucional, dirigidas a la burocracia comunitaria, vienen a estimular una actitud adversa en nuestros dirigentes.
Por supuesto que en esta aceptación acrítica y masoquista pesa sobre todo la alianza y la sintonía ideológicas globales entre los dirigentes europeos y los líderes y burócratas comunitarios. Pero hay dos elementos caracterizados que no por absurdos dejan de estar presentes y de ejercer como muro eficaz ante críticas y reconsideraciones. Se trata en primer lugar de la persistencia del aura poco menos que heroica e impoluta que rodea a los «padres fundadores», y en segundo lugar de la florida mitología que adorna a la UE con intenciones, mecanismos y objetivos poco menos que miríficos, centrados en especial en el ideal del progreso y la homogeneidad socioeconómica de los países y pueblos de la Europa comunitaria.
Así, no entorpece la aureola que sigue resplandeciendo en la leyenda de aquellos próceres el hecho claro de que la Europa en la que empeñaron sus anhelos era una construcción tecnocrático-capitalista refractaria a lo político y de contenidos democráticos parciales y segundones. Una estructura que garantizaría la iniciativa y el predominio de los poderes económicos tradicionales de Europa, seriamente perjudicados por la guerra y claramente amenazados por el dinamismo de los partidos comunistas en Europa occidental. Monnet, uno de esos pioneros, nos ha legado el llamado «efecto Monnet», consistente en conferir a instituciones de tipo técnico competencias políticas cada vez más importantes referidas a sectores esenciales, escapando aquéllas a todo control democrático. Y nadie puede dudar del éxito de esa maniobra: no solamente el Parlamento europeo dista mucho de los niveles democráticos que debieran esperarse en un órgano tan supranacional y vistoso, sino que las instituciones económico-financieras, en especial el Banco Central Europeo, escapan legal y funcionalmente a la vigilancia democrática, permitiéndose deportivamente intimidar y hacer sufrir a pueblos y países.
El colmo de esta perfidia incrustada en los orígenes -que ha operado exitosa y perversa en el Acta Única (1986) y los tratados de Maastricht (1992) y Lisboa (2007)- han sido las maniobras más recientes, culminadas, que han puesto al frente de los gobiernos de Italia y Grecia a tecnócratas sin pedigrí democrático, sin trámite electoral y ante la estupefacción pública: meros peones de la banca internacional, que los impuso (casos de Monti y Papademos, respectivamente). Es una vuelta a los orígenes de la marca comunitaria, que mueve y promociona a tecnócratas, financieros y gente de negocios en general.
Por lo que respecta a la mitología europea de la unión y el progreso pocas dudas debieran quedar, tras la racha de enfrentamientos, imposiciones y regresión que nos sacude desde hace cinco años, sobre las perspectivas pesimistas, que distan mucho de estar acotadas. Se trata de una nebulosa economicista de contenidos canónicos en el desorden liberal pero sin apenas conexión con la realidad amplia, social e incluso económica; pero que, pese a su fatuidad, se impone per se, secuestrando a la política, la ciencia y la sensatez. El mito supremo es, sin duda, esa creencia generalizada en la posibilidad de la homogeneidad socioeconómica como meta primerísima de los países europeo-comunitarios, dada la bondad intrínseca del proceso y de los mecanismos activados, los económico-comerciales en especial. Pero nada de eso ha ocurrido ni podía ocurrir, sino todo lo contrario: el hecho fehaciente es el dominio de unos Estados (más o menos los de siempre) sobre otros, con la generación y consolidación de viejos y nuevos desequilibrios entre ellos. Se pretende ignorar que Europa no ha sido nunca homogénea ni lo puede ser (añadiría, zahiriendo a los practicantes de esa mitología: ni falta que hace), aunque es verdad que se la puede constituir en un caos autoritario de vínculos subordinados y perspectivas cegadas. Y dejamos de lado que estos mitos quedarían destruidos con la mera consideración del proceso fundacional y de sus presupuestos intrínsecos, entre los que no han figurado nunca la unión política verdadera, la de los derechos y aspiraciones, de la justicia y el equilibrio sociales: anhelos históricos de un complejo humano diverso y rico -qué duda cabe- en historia, cultura y ética.
Muy al contrario, lo que sí ha logrado el proceso comunitario, sobre todo en su última etapa, ha sido el envilecimiento sin precedentes de las sociedades del sur europeo, que viven humillaciones interminables y tienen ante sí un horizonte marcado por la sumisión y la regresión, víctimas de una conspiración de codiciosos, ventajistas y necios, dueños incontestables de la actual UE. Los griegos han regresado a la década de 1970; los españoles, de momento, a la de 1980; los portugueses andan en un punto intermedio (¡cuando su revolución!) y los italianos nadie lo sabe muy bien. La UE es arrebatada por un capitalismo rigorista, dogmático, en el que subyace lo luterano-calvinista y su impronta esquizofrénica: la de la austeridad con avaricia, la que pretende gozar del favor divino… ¡evidenciando su éxito acumulativo! Todo lo cual no tiene, desde luego, nada de mitológico.
Del máximo interés resulta el análisis de los personajes más representativos de la burocracia y la farsa comunitarias: tipos certeros y paradigmáticos -de carne, hueso y espolones- que expresan muy bien su ignominia. Como Olli Rehn, comisario de Asuntos Económicos -por cierto, finlandés entregado a la causa germano-europeísta que más bien recuerda a un Quisling colaboracionista de la potencia hegemónica y ocupante-, que es el encargado más directamente de fustigar sin piedad a los países incumplidores del dogma neoliberal, caracterizadamente meridionales. Pero, reconozcámoslo, la cosa no va de etnias ni religiones sino de ideologías. Ahí tenemos a ese otro gran villano de la tecnocracia comunitaria, Mario Draghi, responsable de un Banco Central diseñado para enriquecer a la banca privada y empobrecer a pueblos y ciudadanos: de apariencia italiana pero indudablemente bárbaro por sus obras e ideas, su sonrisa -fijada con el cemento de la más desalmada indiferencia- asusta y empavorece.
De momento, y a la espera de que la catástrofe supere el punto de inflexión, procede combatir la confusión extensiva, tan voluntaria como imperdonable, entre Europa y UE: no, no estamos hablando de lo mismo. Y, ¿por qué no?, de ir predicando, con el bagaje tan realista de hechos y dramas, la urgente necesidad de «desunir Europa», de romper con este cuadro dogmático e insufrible de sumisiones, mentiras, miseria y esperanzas vanas.
(*) Pedro Costa Morata es ingeniero, sociólogo y periodista. Premio Nacional de Medio Ambiente (1998).
Fuente: http://www.cuartopoder.es/tribuna/mas-europa-que-nos-arruina/4192