Las sociedades occidentales (y sus imitaciones) se forjaron y se sustentan sobre varios mitos. Uno de esos mitos es el Estado como un ente supremo garante de la integración y estabilidad de la nación. En el medioevo, el ente supremo que inyectaba sensación y sentido de seguridad y estabilidad para los reinos era el mítico […]
Las sociedades occidentales (y sus imitaciones) se forjaron y se sustentan sobre varios mitos. Uno de esos mitos es el Estado como un ente supremo garante de la integración y estabilidad de la nación. En el medioevo, el ente supremo que inyectaba sensación y sentido de seguridad y estabilidad para los reinos era el mítico Dios desconocido del lejano cielo. Para la gran mayoría de los habitantes de aquellos reinos, Dios era tan desconocido y ausente, como lo es el Estado moderno para la gran mayoría de nosotros/as. La duda y la sospecha sobre el origen y la existencia de Dios se castigaban con la pena de muerte (por herejía). Hoy, preguntarse o dudar sobre el origen del Estado o adjetivarlo como fallido, se castiga con la pena máxima (por subversivo y por traición a la patria).
Como estos mitos dan sensación y sentido de seguridad, los humanos los asumimos como acto de fe. Sólo creemos que Dios y Estado existen, pero casi nadie se pregunta sobre el origen o pone en duda la existencia de éstos. Mucho menos se atreven a ejercer el derecho humano de la desobediencia civil. Por eso, cuantos vivimos bajo estados fallidos o estados aparentes, no nos atrevemos a denunciarlos como tales, salvo cuando el dolor que nos infringen los canallas tiranos es demasiado agudo, y nos empujan de la condición de creyentes a la situación de seres pensantes.
En estos tiempos violentos y nebulosos de la tiranía neoliberal, los predadores de derechos y cazadores de defensores/as de derechos evidencian la condición de estados fallidos para algunos países. Los estados aparentes ya no sólo se desentienden de su rol esencial, garantizar el cumplimiento de derechos y construir el bien común, sino que se vuelven enemigos de todos cuantos se atreven a proclamar y defender derechos. Cuando los estados se convierten en acechadores furtivos de defensores de derechos, estamos ante un Estado fallido.
¿Por qué surgen las y los defensores comunitarios de derechos?
En nuestras sociedades medievales, adictas a los títulos y grados académicos, cuando se hace referencia a defensores/as de derechos, casi automáticamente se piensa en sujetos «profesionales» de traje y corbata. Pero, para ser defensor comunitario de derechos es suficiente tener conciencia clara de que cada ser (material o espiritual) que cohabita en la comunidad cósmica es portador de derechos. Asumir que el ejercicio de los derechos es consustancial a la dignidad. Ser conscientes que la violación de los derechos de los demás es un atentado contra la dignidad de uno mismo. Y, en consecuencia, ejercer el arte de la defensa de manera pacífica, sea mediante la desobediencia civil (resistencia) creativa u otros medios, es un imperativo categórico ineludible.
El o la defensora comunitaria es un profeta profundamente humano que aguijonea a la bestia predadora de derechos, en todas partes y por todas partes. Es consciente que gasta su vida para que florezcan los derechos para todos/as. Sabe que su horizonte está empedrado de difamaciones, cárceles, destierros, finalmente el asesinato. Pero, también está convencido que en esa apuesta inmortaliza a la dignidad humana.
Los estados modernos (democráticos) surgieron con la finalidad de reconocer y garantizar el cumplimiento de los derechos, en igualdad de condiciones, y así conseguir el bien común para todos/as. Por eso se asume que el Estado es el pueblo que hace sus propias reglas para preservar la vida, la seguridad y la propiedad privada de las personas. En eso consiste el bienestar común para el liberalismo.
Cuando un Estado no es capaz de garantizar la vida, seguridad y propiedad de las personas, entonces estamos ante un Estado débil. Si además, dicho Estado pierde el control sobre sus unidades territoriales o sectores de su población, y se instaura un confuso desorden violento persistente y creciente, entonces, estamos ante un Estado fallido con desintegración social.
Las y los defensores de derechos emergen, por lo regular, en situaciones de estados débiles o fallidos. La humanidad, por su instinto moral y su condición de «ser para y con los demás» tiende a preservar la convivencia. Por eso, ante el desorden y la ruptura del «pacto social», y la ausencia estatal, los individuos asumen el rol de defensores de derechos. En otras palabras, las y los defensores comunitarios de derechos hacen lo que el Estado débil deja de hacer, y para contrarrestar la violencia que instaura las secuelas del Estado fallido.
¿Por qué un Estado criminaliza y persigue a defensores de derechos?
Cuando un Estado persigue y criminaliza justamente a aquellos que realizan la tarea que él deja de hacer, estamos ya no ante un Estado democrático, sino ante una tiranía criminal. El Estado predador de derechos y de defensores es un antisujeto al que ya no se le puede denominar Estado, en el sentido moderno del término. En dicha situación, el pueblo debe organizarse e impulsar un proceso constituyente amplio para crear un nuevo Estado, con nuevo ordenamiento jurídico y nuevas instituciones garantes de derechos.
Los estados democráticos, por lo regular, se pervierten y se vuelven monstruos contra la humanidad cuando son infiltrados por organizaciones criminales, o porque sus gestores y administradores padecen una crónica deficiencia intelectual y moral. En el caso de Guatemala y Honduras, las élites rectoras de las repúblicas no tuvieron la capacidad moral y mental para ampliar y consolidar el proyecto de Estado nación en los diminutos territorios. En el caso de México, el proyecto de Estado Federal que logró consolidarse casi en todo el territorio nacional, producto del debilitamiento moral y material que le ocasionó el sistema neoliberal, fue infiltrado por los narcogobiernos paralelos.
En cualquier caso, los estados fallidos se vuelven monstruos en contra de quienes fueron sus ciudadanos. Y mucho más, en contra de los defensores de derechos porque éstos, con sus acciones, se constituyen en la memoria viva y permanente del fracaso estatal.
¿Cuánto tiempo pueden subsistir los pueblos bajo estados fallidos?
Cuando en un país la violencia sangrienta se generaliza, los aparatos estatales se confunden con las estructuras del crimen organizado, el Estado pierde el legítimo monopolio de la violencia en su territorio, y emergen múltiples poderes locales paraestatales, estamos ante la evidencia que el Estado se diluye. O en el mejor de los casos, el Estado aparente está en retirada.
En esas condiciones no hay pueblo (por más estoico o creyente que éste fuera) que aguante por mucho tiempo su desintegración social violenta. El instinto de sobrevivencia en comunidad termina siempre impulsando procesos de articulación social para concertar nuevos «pactos sociales» para la refundación o creación de nuevos estados. El ser humano necesita convenir reglas de convivencia para preservar su vida, sus bienes y su seguridad.
Bolivia, Ecuador, Venezuela, Argentina, entre 1995-2005, vivieron procesos de disolución de estados aparentes, y esa década caótica aceleró los procesos colectivos para repensar o refundar a dichos estados. En todos estos casos, los desastrosos impactos socioeconómicos del sistema neoliberal abonaron, no sólo la disolución de los estados carcomidos, sino el ímpetu social por la urgente refundación de los mismos.
¿Están los pueblos obligados a obedecer a los estados fallidos?
No. Históricamente son los pueblos que crean a los estados, y éstos tienen su razón de ser en la medida en que garantizan la convivencia pacífica, seguridad, libertad y bienestar. Cuando un Estado se diluye en su razón de ser y se vuelve tirano, quienes fueron sus ciudadanos no le deben ninguna obediencia. Más por el contrario les asiste el derecho de la desobediencia (resistencia) civil, el derecho de rebelión. Estos derechos son tan antiguos como el Estado moderno mismo. Suficiente revisar a tratadistas como Francisco Suarez (S. XVIII), Henry D. Thoreau (S.XIX). O los testimonios místicos de Gandhi, Luther King, Mandela, etc.
Pero, así como nos asiste el derecho de la desobediencia o de la rebelión, también nos desafía la obligación de pensar, plantear e impulsar proyectos participativos de nuevos estados, con sus ordenamientos jurídicos e instituciones propias. Sin propuestas de proyectos de nuevos estados, el anuncio de la situación de estados fallidos seguirá activando miedos atávicos e incertidumbres existenciales a amplios sectores conservadores de la sociedad que casi nada tienen para conservar.
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