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El periodista e investigador Raúl Zibechi publica “Los desbordes desde abajo. 1968 en América Latina”

Movimientos de indígenas, campesinos y sectores urbanos: sujetos de «lo nuevo»

Fuentes: Rebelión

En el artículo «1968: Revolución en el sistema/mundo» (traducción en Viento Sur, junio de 1993), el sociólogo Immanuel Wallerstein plantea seis tesis y otras seis preguntas. Sostiene que, en los orígenes, la protesta sesentayochista apuntaba contra la hegemonía norteamericana y su aceptación por parte de la URSS. Pero también se dirigió, «de manera más pasional», […]

En el artículo «1968: Revolución en el sistema/mundo» (traducción en Viento Sur, junio de 1993), el sociólogo Immanuel Wallerstein plantea seis tesis y otras seis preguntas. Sostiene que, en los orígenes, la protesta sesentayochista apuntaba contra la hegemonía norteamericana y su aceptación por parte de la URSS. Pero también se dirigió, «de manera más pasional», contra «los movimientos antisistémicos de la vieja izquierda». En otros términos, «1968 fue la tumba ideológica del concepto del papel dirigente del proletariado industrial». Así, los grupos que rechazaban los imperativos del productivismo -fueran mujeres, minorías raciales, ecologistas, minorías sexuales o grupos de personas discapacitadas- ya no aceptarían postergar las promesas emancipatorias a una futura gran Revolución.

En cuanto a las lecciones del movimiento, el científico social estadounidense comienza por una pregunta central: ¿Es posible, después de 1968, un cambio significativo sin la conquista del poder político? Prefiere responder sugiriendo que en gran número de Estados la mayoría de la población cree que, de algún modo, el Gobierno es «suyo». Si esta afirmación era válida para la URSS, China o Argelia, también podría encajar en India, la Suecia socialdemócrata, Francia o Alemania.

Sobre Mayo de 1968 se ha escrito profusamente. Noam Chomsky afirma que el movimiento «fue enorme en términos de derechos humanos, derechos étnicos y como precursor de la conciencia sobre el medio ambiente». James Petras destacó a la periodista Telma Luzzani (programa Voces del Mundo, Sputnik Radio) que se produjeron más de 130 insurrecciones en ciudades de Estados Unidos, «se llegaron a quemar edificios a dos cuadras de la Casa Blanca». La periodista y escritora mexicana Elena Poniatowska publicó en el diario La Afición una crónica sobre la masacre de la Plaza de las Tres Culturas en Nonoalco-Tlatelolco (Ciudad de México), ocurrida el dos de octubre de 1968. En la explanada de la plaza se reunieron cerca de 10.000 personas para escuchar a los estudiantes del Consejo Nacional de Huelga (CNH). En la represión, cita Poniatowska del periódico mexicano Excelsior, «se calcula que participaron unos 5.000 soldados y muchos agentes policíacos, la mayoría vestidos de civil»; «el fuego intenso duró 29 minutos». El seis de octubre, sin que se hubiera cerrado el cómputo de muertos, el CNH calculaba un centenar además de miles de heridos; y el escritor Octavio Paz tomó del periódico The Guardian la cifra de 325 muertos. El 12 de octubre comenzaron los Juegos Olímpicos en Ciudad de México.

En el libro «Los desbordes desde abajo. 1968 en América Latina» (Ed. Desde Abajo, 2018), el periodista e investigador uruguayo Raúl Zibechi centra la cuestión a partir de la siguiente idea de Arrighi, Hopkins y Wallerstein («Movimientos antisistémicos», Akal, 1999): «Tan sólo ha habido dos revoluciones mundiales. La primera se produjo en 1848. La segunda en 1968. Ambas constituyeron un fracaso histórico. Ambas transformaron el mundo». Zibechi avanza algunas de las tesis en el artículo que publicó en el periódico La Jornada el 19 de enero: «1968: La irrupción de los invisibles».

El proceso analizado en el libro comenzó el primero de enero de 1959 con el triunfo de la Revolución Cubana, y se prolongó hasta el ciclo de dictaduras militares que inició el golpe de Pinochet en Chile (septiembre de 1973). El ensayo de 169 páginas es una aproximación a las experiencias de «los de abajo», que desbordaron tanto a los Estados como a las organizaciones de la «vieja izquierda». El texto toma partido por los movimientos de indígenas, campesinos y sectores populares de las periferias urbanas, al considerarlos sujetos en la construcción de «lo nuevo».

Uno de los ejemplos fue el «Cordobazo» argentino, que empezó por el «paro activo» organizado por los sindicatos el 29 de mayo de 1969 en la ciudad de Córdoba. Raúl Zibechi describe los inicios con la marcha encabezada por dirigentes sindicales, con delegados de secciones y talleres en los flancos para que la manifestación no se dispersara. «Nadie portaba cartelones ni banderas», agrega; en las jornadas del 29 y 30 de mayo participaron en las calles cerca de 50.000 personas. La insurrección en las barriadas de obreros industriales se saldó con cerca de 60 muertos, 170 heridos, aproximadamente mil detenidos y más de un centenar de condenados en consejos de guerra. El movimiento fue también una respuesta al régimen militar que en 1966 se instauró en Argentina, con el general Juan Carlos Onganía a la cabeza y el precedente del golpe militar de 1964 en Brasil.

Constituye otro ejemplo de lucha popular el movimiento de estudiantes uruguayo. En «1968: La revuelta estudiantil» (Banda Oriental, 1989), el historiador Jorge Landinelli señala que entre mayo y septiembre de 1968 (clausura de los cursos decretada por el Gobierno en la Universidad de la República, la Universidad del Trabajo y los cursos secundarios) se produjeron 56 huelgas, 40 ocupaciones, 220 manifestaciones y 433 atentados con bombas molotov y de pintura. El 14 de agosto de 1968 murió como consecuencia de los disparos policiales Líber Walter Arce, militante de la Federación de Estudiantes Universitarios de Uruguay y de la Unión de la Juventud Comunista. Fue, a sus 28 años, el primer estudiante asesinado por la policía durante la presidencia de Pacheco Areco (1967-1972). «Lo que se vivió esos meses, además de un notable activismo de calle, fue un completo desborde de los jóvenes a las instituciones gremiales preexistentes», explica Zibechi.

Además del movimiento estudiantil, el colaborador de La Jornada y Brecha subraya las luchas sindicales en el invierno de 1969 en Uruguay, que también se enfrentaron a los sectores mayoritarios en la cúpula de la Convención Nacional de Trabajadores (CNT). Pacheco Areco respondió a las huelgas masivas con la detención de 800 líderes sindicales y el encarcelamiento de 5.600 trabajadores y estudiantes. En Colombia, los campesinos invadieron 645 fincas en manos de terratenientes en 1971. «Nunca en la historia había sucedido algo de tal magnitud, una lucha campesina tan concentrada en apenas dos meses al final del año», resalta el autor de «Movimientos Sociales en América Latina. El ‘otro mundo’ en movimiento» (Zambra-Baladre). Así, las masas de sin tierra desbordaron las políticas reformistas del presidente Carlos Lleras Restrepo (1966-1970), del Partido Liberal; tras un proceso de radicalización, la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC) de Colombia se convirtió, en los años 70, en punto de referencia para el campesinado rebelde. En 1971 constituyó un hito la creación del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), con 115 cabildos y proyectos autogestionados en salud, educación y la Guardia Indígena.

A partir de las investigaciones de los historiadores Mario Garcés («Tomando su sitio. El movimiento de pobladores de Santiago, 1957-1970») y Gabriel Salazar («Movimientos sociales en Chile»), Raúl Zibechi aborda el movimiento de los «sin casa» en Santiago. Al terminar la década de los 60, los campamentos de pobladores habían alcanzado gran influencia en la capital chilena. Más aún, podían «poner en pie a casi 20.000 organizaciones de base en todo el país, juntas de vecinos, centros de madres y clubes deportivos», detalla el investigador uruguayo. Ya en los años 70, durante el conflicto entre el Gobierno de Allende y la derecha, Salazar se refiere a estos miles de campamentos en términos de «ocupación popular de Santiago» y «batalla de las masas por el control de la capital» (se producen mil movilizaciones de pobladores en el periodo 1970-1973).

Uno de los casos representativos es el campamento Nueva La Habana, planificado por el Movimiento Izquierda Revolucionaria (MIR). Los orígenes se sitúan en 1970, con la instalación en las afueras de Santiago de 1.500 familias organizadas en manzanas, que se construyen las viviendas, dotan de servicios de salud, guardería infantil, escuela y también un «almacén del pueblo» para el abastecimiento. En México, a partir de 1971 se registra un gran movimiento de ocupaciones en Monterrey (en el periodo 1973-1980 se fundan 40 colonias en la capital del Estado de Nuevo León, con órganos de poder, autodefensa, servicios de agua, electricidad y un sistema de cooperativas).

Zibechi pone énfasis, también, en las Comunidades Eclesiales de Base que surgen en el norte de Brasil, al iniciarse la década de los 60; una muestra del auge en la década siguiente es que alcanzaron las decenas de miles, con cerca de dos millones de participantes. Asimismo, las comunidades «fueron decisivas en la creación del Partido de los Trabajadores, la Central Única de los Trabajadores y el Movimiento de Trabajadores Rurales Sin Tierra», resalta el autor de «Latiendo Resistencia», «Descolonizar la rebeldía» y «Política y miseria». Precisamente el MST brasileño es el movimiento campesino con mayor vigor de América Latina: 25 millones de hectáreas recuperadas y 5.000 asentamientos con dos millones de pobladores.

Raúl Zibechi se define como periodista e investigador «militante». En el texto sobre el 68 y los «desbordes» da visibilidad a los millones de migrantes andinos que arribaron a Lima, una capital que entre 1940 y 1984 aumentó su población en casi diez veces hasta acercarse a los seis millones de habitantes; en abril de 1971 miles de familias ocuparon un arenal desierto -Villa El Salvador-, que en un futuro sería un distrito de la capital peruana con 350.000 habitantes. También otorga relieve al movimiento de los indígenas de Ecuador ECURUNARI, surgido en 1972 «agrupando a los quichuas de la sierra ecuatoriana». Constituida en la década de los 80, la Confederación de Nacionalidades Indígenas de Ecuador (CONAIE) echa raíces en la agudización de las luchas agrarias de los años 60. Asimismo es central el Manifiesto de Tiwanaku, de 1973, que Zibechi reproduce en un anexo del ensayo. Firmaron el documento organizaciones formadas principalmente por indígenas aymaras de La Paz: el Centro de Coordinación y Promoción Campesina Mink’a, el Centro Campesino Túpac Katari, la Asociación de Estudiantes Campesinos de Bolivia y la Asociación Nacional de Profesores Campesinos.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.