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El plano inclinado bonapartista en la Convención Nacional del PP

Napoleón IV

Fuentes: Rebelión

Hace ya más de siglo y medio, un Nicolás (zar de Rusia), tuvo a bien convertirse en el brazo terrenal de Dios, grabando con fuego y sangre la máxima evangélica de «redimir al prójimo» en sus «hijos» polacos; después de que sus arcangélicas tropas tomasen la capital del Vístula en rebelión, el ministro Sebastiani pudo […]

Hace ya más de siglo y medio, un Nicolás (zar de Rusia), tuvo a bien convertirse en el brazo terrenal de Dios, grabando con fuego y sangre la máxima evangélica de «redimir al prójimo» en sus «hijos» polacos; después de que sus arcangélicas tropas tomasen la capital del Vístula en rebelión, el ministro Sebastiani pudo al fin declarar en la Cámara parlamentaria francesa: «La paz reina en Varsovia». 1831 – 2005; hoy como ayer.

Habla Marx: «Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa.» La historia contada de la revuelta en los barrios de los proletarios inmigrantes en Francia no comenzó, no, con el primer día de incendios, ni con la electrocución de los jóvenes que huían de la policía (o no, o quién sabe). Ni por los años y décadas anteriores. Los diarios de tirada nacional, las imprentas de las grandes editoriales no contarán jamás la verdad menuda de los proletarios. El relato, tal y como ha pasado al imaginario colectivo (e inconsciente teledirigido), se inicia por la decisión de un ministro francés puesto contra las cuerdas de sus propias medidas, de hacer Historia, repetir Historia, y dar cumplida cuenta de la frase de Marx. E, inopinadamente, la «visita» de Nicolás Sarkozy, ministro del Interior, al arbitrariamente designado «epicentro» de la revuelta en los primeros días de ésta, comenzó a dar la vuelta a lo que parecía la vuelta de los «cuchillos largos» entre las facciones burguesas en el poder ejecutivo francés.

Pongámonos en la piel de un «Monsieur Cualquiera», pequeño burgués impresionable, en Francia o en la Convención Nacional del PP, que vegeta en su casa y levita en su puesto miserable, del super a casa y de casa al trabajo atenazado por el terror al «pérfido argelino» o al «brutal nigeriano». Vista la televisión, aquel ratoncillo sintió en ese no tan frío Noviembre el mismo afecto que produjo en sus compañeros de clase social de 1796 la estampa del primer Bonaparte sobre el puente de Arcoli, arengando a las tropas francesas para que cruzasen y venciesen a los odiados extranjeros; es obvio que nadie, que no sea un incorregible necio, podrá dejar de percatarse del hecho de que no aparecen en estos ecos de hoy batallones enemigos en la otra orilla, ni de que el superministro llevaba al barrio una cantidad suficiente de escoltas como para haber podido tomar él mismo Bagdad durante la última gran guerra imperialista. Se trató, al fin y al cabo, de una opereta, pero fiel cumplidora de su papel, al menos como obertura para la representación (ésta sí auténticamente trágica) de la represión a la rebelión de los proletarios inmigrantes en los suburbios durante las semanas siguientes.

Sarko-Man procedió a emular al Napoleón de 1795, cuando éste puso en posición de tiro raso los cañones encomendados a su poder por un gobierno advenedizo y tambaleante, y liquidó con metralla a las hordas que amenazaban a la incipiente República burguesa «moderada». Medios-fines. Así ha conseguido el supercop lo que aparentemente era imposible: de ministro aislado en un gobierno sin pulso, a nuevo tribuno de Francia, de esa parte del país construida sobre pilares fuertes, valores recios y tradiciones arraigadas. Esa Francia que encarceló a Dreyfuss por traidor, que apretó el gatillo del revolver asesino de Jaurès, la que masacró vietnamitas y torturó argelinos; es la nación del conspirador Fouché, del corrupto Guizot, del aventurero Luis Napoleón, del traidor Petain, del golpista De Gaulle, de Giscard y los diamantes de Bokassa. Nuestro Nicolás, al conquistar ese corazoncito, y una vez probado el valor añadido (utilizando la jerga empresarial) del bastonazo y los gases irritantes al producto policial final, ha dado al fin el gran salto adelante. Porque, ¿qué dice la opinión pública? Lo que proclama la opinión publicada. ¿Y qué se cuenta la opinión publicada? Lo que susurra al oído del editor el accionista principal. ¿Y qué dispone el propietario de las acciones, el rentista de la Bolsa? «Sarkozy, 63%». Negocio cerrado, ganancia segura.

El recuerdo de este héroe del año 2005, Nicolás-represor, tiene un destino cierto en la memoria de los proletarios de los suburbios: una vez y mil representará al Thiers de nuestro tiempo, el Presidente fantasma que ahogara la Comuna de Paris en un mar de sangre contestado con olas ciegas de fuego. Los cantos públicos de estos tiempos ungirán con fuegos artificiales a quien trajo la paz preñada de orden cuartelero, restauró el orgullo racial galo, hizo sonar los gorgoritos gozosos de las iglesias y protegió con bayonetas la santa Propiedad Privada. De amo del calabozo a presidente de la República; quizá, a la postre, ésta será una forma creativa de ampliar el presidio, poniendo como muros los Alpes, el Rin, los Pirineos y los mares que rodean la nación francesa. Y así será, pero sólo por ahora.