Lo quisieron dar por muerto. La derrota del kirchnerismo en la segunda vuelta de las elecciones generales (noviembre 2015), unido a la derrota del chavismo en Venezuela en las elecciones legislativas (diciembre 2015) y la pérdida del referéndum por la repostulación de Evo Morales (febrero 2016) llevaron a muchos analistas de derecha, pero también de […]
Lo quisieron dar por muerto. La derrota del kirchnerismo en la segunda vuelta de las elecciones generales (noviembre 2015), unido a la derrota del chavismo en Venezuela en las elecciones legislativas (diciembre 2015) y la pérdida del referéndum por la repostulación de Evo Morales (febrero 2016) llevaron a muchos analistas de derecha, pero también de algunos sectores de la izquierda progre y académica, a decretar el fin del ciclo progresista iniciado por Chávez, Lula y Néstor Kirchner en Venezuela, Brasil y Argentina en los últimos años del siglo XX y primeros del XXI.
El argumento principal era que estos gobiernos progresistas, de izquierda y/o nacional-populares, se aprovecharon del alto precio de los commodities, y lograron apoyo popular mediante medidas asistencialistas de redistribución parcial de la riqueza. No tomaban en cuenta que los mismos precios altos que pudieron tener los gobiernos del ciclo progresista también los tuvieron gobiernos como Perú, Colombia, o un México donde la tasa de extrema pobreza en 2018 (16’8%) es la misma que había en 2008, 10 años en los que la pobreza patrimonial se «reducía» del 49% al 48’8%. Mientras tanto, en Bolivia, y en un lapso de tiempo muy similar, la extrema pobreza pasaba del 38’4% al 15%. Es decir, la reducción de la pobreza y la desigualdad en cada país de América Latina no dependía tanto de los precios de las materias primas, como de una determinada voluntad y políticas económicas y sociales.
Echando la vista atrás, Macri fue el primer, y único, candidato de la derecha que pudo ganar por la vía electoral a un gobierno del ciclo progresista. Los demás gobiernos fueron desalojados del poder mediante golpes de Estado (Honduras 2009) o golpes parlamentarios (Paraguay 2012 y Brasil 2016), a los que se le sumó el lawfare, la persecución judicial en Ecuador (agravada por la traición del señor apellidado Moreno) contra Rafael Correa y Jorge Glas, en Brasil contra Lula, y en la propia Argentina contra Cristina. En Colombia no necesitan perseguir judicialmente a la disidencia, porque asesinarla o desaparecerla sale tan barato como la impunidad.
Por ese mismo motivo, la posible reelección de Macri en la presidencia argentina era un factor clave y determinante en este momento histórico. Revalidar en las urnas el proyecto político de restauración neoliberal hubiera supuesto un duro golpe al ciclo progresista.
Sin embargo, la aplastante victoria de la unión entre kirchnerismo y peronismo en las PASO, obteniendo más de 15 puntos de ventaja sobre el macrismo (casi 20 en el caso de Axel Kicillof sobre la actual gobernadora de la provincia de Buenos Aires María Eugenia Vidal), y asegurando, salvo fraude electoral, la victoria en primera vuelta, vuelve a dar un impulso al ciclo progresista latinoamericano.
El inminente desalojo del macrismo de un gobierno del G20 deja más solo que nunca a Bolsonaro en Brasil, y entorpece la injerencia de Trump en América Latina en la medida en que el tercer país latinoamericano del G20, México, ha recuperado la soberanía y ha dejado de tener una política internacional subordinada al Departamento de Estado.
La derrota del macrismo es la derrota de un modelo neoliberal que no encuentra un líder ni proyecto político que pueda darle continuidad. La victoria del kirchnerismo y el peronismo en las PASO nos enseña además la importancia de la unidad del campo nacional-popular y de centrarse en lo que de verdad le importa a la gente: educación, sanidad, empleo o pensiones. Los bienes comunes que el despojo neoliberal va recortando.
En cualquier caso, si bien es verdad que nunca hubo tal fin del ciclo progresista, y que la historia es dialéctica, un constante ir y venir de flujos y reflujos, una guerra de posiciones entre distintos proyectos, es necesario reconocer que por momentos el ciclo progresista se «fue de parranda». Los gobiernos progresistas se acomodaron, y si bien es cierto que redistribuyeron la riqueza y democratizaron el Estado, no generaron cambios culturales para sostener dichos procesos. Se durmieron festejando los cambios en la lucha institucional, dejando de lado la lucha ideológica o de masas.
Pero siempre hay tiempo para corregir los errores, aunque sea, como en el caso de la Argentina, volviendo después de una travesía del desierto como la que han pasado el kirchnerismo y el peronismo. Travesía en la que se ha demostrado la importancia determinante de los liderazgos históricos, en este caso el de Cristina Fernández de Kirchner.
Si a una Argentina en la que, como dijo Máximo Kirchner la noche del triunfo en las PASO, «no se trata de reconstruir lo que fue, sino de construir lo que viene», se le suma el México de López Obrador en pleno proceso de transformación, y se mantienen los gobiernos de Bolivia y Uruguay en este mismo 2019, ciertamente encararemos un 2020 donde Trump tiene muchas posibilidades de reelegirse, surfeando de nuevo una ola ascendente del ciclo progresista.
Y aun así, ¿se imaginan que no hubieran encarcelado de manera injusta a Lula y entráramos en 2020 con los 3 países latinoamericanos del G20, México, Brasil y Argentina, en manos de gobiernos progresistas?
Dedicado a Gustavo Codas, uno de esos compañeros imprescindibles que hicieron posible el auge del ciclo progresista latinoamericano.
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