Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
Después del terremoto de 2010 que devastó Haití, ciertos medios pintaron un cuadro de un país invadido por saqueadores y a merced de pandilleros y otros criminales, incluidos miles de prisioneros liberados por el sismo.
Se ignoraron detalles relevantes como la afirmación del destacado abogado haitiano de derechos humanos, Mario Joseph, de que un 80% de los prisioneros mencionados nunca habían sido inculpados. Es posible que el esfuerzo de los medios haya ayudado a rendir menos incongruente ante los ojos del público internacional el despliegue de una considerable fuerza militar de EE.UU. para encarar a gente afectada por el terremoto que aparentemente no necesitaba atención militar.
Un despacho de Reuters una semana después del desastre -que informó de que «saqueadores merodeantes» se apiñan en comercios dañados», «calles cada vez más descontroladas» y «pandilleros fuertemente armados»- presentó la siguiente rogativa del policía Dorsainvil Robenson:
«Haití necesita ayuda… los estadounidenses son bienvenidos. ¿Pero dónde están? Los necesitamos aquí en la calle con nosotros».
Dos párrafos más adelante nos dan indicios sobre el paradero de los tan elusivos estadounidenses, cuando se nos informa de que «la Casa Blanca dijo que más de 11.000 soldados están en el terreno, en barcos cerca de la costa o en camino». En otro sitio, se cita al ministro francés de Cooperación, Alain Joyandet, comentando sobre prioridades aparentemente torcidas de EE.UU.: «Se trata de ayudar a Haití, no de ocuparlo». Como los militares extranjeros monopolizaban el aeropuerto de Puerto Príncipe, equipos de paramédicos y socorristas fueron retardados en las horas críticas que siguieron inmediatamente al terremoto.
Los que creen en la fantasía de que EE.UU. está cualificado de alguna manera para contrarrestar la violencia e instalar el orden en la nación caribeña harían bien en estudiar un nuevo libro titulado Paramilitarism and the Assault on Democracy in Haiti [Paramilitarismo y el asalto contra la democracia en Haití], en el cual el autor, Jeb Sprague, documenta magistralmente -entre otros tópicos- el papel perjudicial de EE.UU. y otros actores internacionales en la historia haitiana.
Ofreciendo nueva evidencia obtenida mediante entrevistas y una cantidad masiva de documentos anteriormente clasificados del gobierno de EE.UU., el libro aclara cómo la reconstrucción posterior al terremoto de Haití, se basa en la total inmunidad lograda por los paramilitares más brutales del país y sus financistas.
Legado de violencia
Como señala Sprague, la ocupación de Haití por EE.UU. de 1915 a 1934 bajo «el pretexto de una posible invasión alemana durante la Primera Guerra Mundial… causó las muertes de unos 15.000 haitianos y presenció la imposición del trabajo de esclavos». También impuso «un ejército moderno, que continuaría la ocupación estadounidense mucho después de la partida de las tropas de EE.UU.», funcionando por cuenta de la elite haitiana y sus equivalentes estadounidenses. Sprague señala que: «La ocupación estadounidense ligó el futuro del país a los intereses empresariales estadounidenses».
Más adelante, durante el reino de François «Papa Doc» Duvalier en los años sesenta, marines estadounidenses entrenaron a la fuerza paramilitar Tonton Macoutes del dictador, conocida por «dejar cuerpos de sus víctimas colgando en público, una clara advertencia para cualquiera que se apartara de las reglas, especialmente izquierdistas, socialistas y activistas pro democracia». Vinculados a la elite empresarial y a los propios militares, los Macoutes fueron «vitales para sostener un sistema basado en una severa desigualdad y privilegios de clase».
Después de la transferencia del poder a Jean-Claude «Baby Doc» Duvalier, fue entrenada y equipada una brutal fuerza de contrainsurgencia conocida como los Leopards «por exinstructores de los marines de EE.UU. que trabajaban a través de una compañía (Aerotrade, Inc y Aerotrade International, Inc) bajo contrato de la CIA y aprobada por el Departamento de Estado de EE.UU».
Antes de convertirse en el primer presidente democráticamente elegido de Haití, a principios de 1991, el joven teólogo de la liberación, Jean-Bertrand Aristide, «denunció el rol histórico de EE.UU. en el financiamiento, el armamento y el entrenamiento de los militares de Haití, que habían sido responsables de tanta violencia en la historia haitiana».
Sprague cita a Aristide: «Ellos [EE.UU.] establecieron el ejército haitiano, lo entrenaron para que trabajara contra el pueblo». Por cierto, sería difícil argumentar que el ejército trabaja para el pueblo al masacrar a ciudadanos que trataban de votar en 1987, o al derrocar al recién elegido Aristide en septiembre de 1991 y masacrar a sus partidarios.
Los crímenes de Aristide que provocaron el golpe incluían la invitación de niños de la calle y a personas sin hogar a tomar desayuno en el Palacio Nacional y el intento de aumentar el salario mínimo de 1,76 dólares a 2,94. Como escribió Joanne Landy en el New York Times en 1994, «la Agencia de Desarrollo Internacional de EE.UU. [USAID] se opuso vigorosamente» a este último esfuerzo «por la amenaza que un aumento semejante plantearía al ‘clima empresarial’, en particular a compañías estadounidenses que pagaban salarios ínfimos a los trbajadores de Haití».
Aparte de USAID, otro eufemismo relevante del período del golpe fue el Frente por el Avance y el Progreso de Haití (FRAPH), una organización paramilitar íntimamente vinculada a los militares haitianos que asumió la tarea de aterrorizar a las masas no controladas por la elite bajo la junta militar. «Documentos internos del gobierno de EE.UU. revelan que el FRAPH se fundó en parte a pedido de la Agencia de Inteligencia de la Defensa de EE.UU.,» señala Sprague.
Reciclando la brutalidad
Después de años de brutalidad y corrupción, la dictadura militar enfrentó creciente resistencia dentro y fuera del país. Por lo tanto Aristide fue restituido en su puesto legal en 1994 a cambio, entre otras cosas, de su compromiso de prestar más atención a las necesidades de la industria agrícola de EE.UU. y de reducir drásticamente los aranceles del arroz importado.
Después de su restitución lógicamente actuó -con abrumador apoyo público- para disolver las fuerzas armadas y los jefes de sección (la odiada policía rural). Su gobierno, y los gobiernos elegidos que lo siguieron, también reunieron testimonios de miles de víctimas de la violencia paramilitar e iniciaron procedimientos judiciales para enjuiciar a criminales militares y paramilitares.
Sin embargo, como ha señalado críticamente el investigador Eirin Mobekk y ha sido subrayado por Sprague, «solo se disolvió al ejército como institución… En un país en el cual el ejército ha dirigido la vida política durante décadas era una ilusión pensar que sus redes desaparecerían con la eliminación de uniformes y el uso de sus edificios para otros fines».
Las contribuciones de EE.UU. a la disolución del ejército incluyeron las maniobras para insertar a funcionarios exmilitares haitianos aliados en lo que supuestamente debía ser una fuerza policial civil y eliminar a oficiales considerados demasiado leales a Aristide o menos que entusiastas respecto al golpe. Algunos oficiales de policía haitianos fueron entrenados en EE.UU., donde eran susceptibles a propuestas de la CIA, que también financió a varios dirigentes del FRAPH y otros paramilitares.
En vista del alto nivel de impunidad del que gozaban los militares y los miembros de los paramilitares que habían cometido atrocidades -aparte de la insistencia de EE.UU. de una amnistía total para los perpetradores del golpe- es poco menos que sorprendente que la reelección de Aristide en el año 2000 también haya culminado en un golpe de Estado. Fundamental en el derrocamiento fue el Frente Revolucionario por la Liberación de Haití (FLRN), que, como explica Sprague estaba «dirigido por funcionarios policiales renegados que provenían de las mismas ex FAd’H [Fuerzas Armadas Haitianas) impuestos a la nueva fuerza de seguridad del país por EE.UU. a finales de los años noventa».
Respaldado por algunos haitianos acaudalados, neo-Duvalieristas, dueños de maquiladoras, y funcionarios del gobierno y del ejército de la República Dominicana (que no querían que la retórica antimilitar y pro derechos humanas influenciara a su propia ciudadanía), el FLRN realizó incursiones en Haití desde territorio dominicano con el objetivo final de imponer el restablecimiento del ejército haitiano.
Desde luego, la señal de cualquier buen ejército es su capacidad de proteger a la población del país, y esas incursiones suministraron al FLRN una oportunidad para demostrar sus habilidades, lo que hizo masacrando y atacando a partidarios del partido Fanmi Lavalas de Aristide, a menudo con tácticas repugnantes. Citando cables anteriormente clasificados de la embajada de EE.UU., Sprague revela que una pequeña pero poderosa quinta columna dentro del gobierno también trabajó para debilitar a Aristide.
Según Sprague, es probable que los servicios de inteligencia franceses y estadounidenses facilitaran de alguna manera la insurgencia de los militares, mientras el «Instituto Internacional Republicano [IRI] (una organización financiada por el gobierno de EE.UU. que promueve ‘programas de democratización’ en todo el mundo) suministró un foro mediante el cual la oposición política [haitiana] fortaleció sus vínculos con los paramilitares».
Como ha documentado el periodista Max Blumenthal, se contó con los secretos manejos de la diplomacia de Roger Noriega, un personaje de Irán-Contra reciclado en el gobierno de Bush II junto con sus fantasías maniqueas de la Guerra Fría según las cuales Aristide y cualquier otro con convicciones políticas menos que de extrema derecha es un demonio comunista.
Sprague comenta acertadamente que el «conocimiento [de EE.UU.] de que [sectores de] la ‘comunidad empresarial’ de Haití’ respaldaban enérgicamente el terror paramilitar subraya el cinismo de las constantes demandas de Washington de que Aristide buscara un ‘compromiso’ con ‘sus oponentes pacíficos'». Finalmente, el compromiso consistió en la expulsión de Aristide en un avión militar de EE.UU. a la República Centroafricana en 2004 y la instalación de Gerard Latortue como jefe de Estado. El historiador Greg Grandin recuerda la paz resultante:
«Durante la breve estadía en el poder de Latortue, 2004-2006, Haití sufrió unos 4.000 asesinatos políticos, según The Lancet, mientras cientos de miembros de Fanmi Lavalas, partidarios de Aristide, y dirigentes de movimientos sociales eran encarcelados, usualmente con acusaciones falsas. Los amigos de Latortue en Washington hicieron caso omiso».
Sprague, mientras tanto, observa que la [antigua] política de Bill Clinton de introducir a un puñado de criminales de las ex FAd’H en la fuerza policial de Haití… se reforzó entonces» y que «en 2004-2005 EE.UU. y la ONU supervisaron el reciclaje de 400 paramilitares provenientes del ejército en una fuerza policial remodelada», allanando el camino para más repeticiones de la historia.
Golpes mediáticos
¿Por qué será que las brutales campañas paramilitares de Haití recibieron tan poca atención de la prensa internacional cuando la violencia política cuantitativa y cualitativamente inferior por parte de los partidarios de Fanmi Lavalas (que ocurrió en el contexto de choques con la oposición) fue ampliamente condenada?
Obviamente, la cobertura de los medios está conformada por intereses geopolíticos y financieros, y los términos utilizados en los eventos son definidos por los poderosos. Por eso, por ejemplo, el terrorismo perpetrado por EE.UU. e Israel se convierte en «contraterrorismo», «autodefensa» y «promoción de la democracia» en los medios dominantes de Occidente.
Sprague documenta que en el caso de Haití la prensa de EE.UU., Francia, Canadá y otros sitios se dedicó a satanizar a Aristide y a caracterizar el violento e impopular levantamiento contra él como no-violento y popular. Como señaló el comandante del FLRN, entrenado en EE.UU., Guy Philippe, a la periodista Isabel McDonald después del golpe: «[Los] medios internacionales, los líderes de los medios, nos ayudaron mucho. Y gracias a ellos pudimos derrocar al dictador. Y sin ellos pienso que no podríamos haberlo hecho».
En un ensayo en London Review of Books, Paul Farmer describe cómo convirtieron a Aristide en chivo expiatorio de crímenes cometidos por la mismísima gente que lo derrocó. Resumiendo la historia anterior al golpe de Philippe, que involucró su reencarnación como jefe de policía después de la desmovilización de los militares, Farmer escribe:
Durante su período, la Misión Civil Internacional de las Naciones Unidos averiguó que docenas de presuntos pandilleros fueron ejecutados sumariamente, en su mayoría por policías bajo el comando del adjunto de Philippe. La embajada de EE.UU. también ha implicado a Philippe en el contrabando de drogas durante su carrera policial. Frecuentemente se acusa a Aristide de crímenes cometidos en gran parte por policías exmilitares, aunque trató de impedir que abusadores golpistas de los derechos humanas terminaran por lograr esos puestos».
Farmer también señaló que «se ha citado a Philippe diciendo que el hombre al que más admira es Pinochet». El sangriento legado del dictador chileno ofrece un recuerdo de cuán útiles se pueden volver los golpes y la violencia respaldados por EE.UU. cuando se trata de introducir reformas neoliberales.
Después del segundo derrocamiento de Aristide, escribe Sprague, el régimen temporario se dedicó a «asegurar [Haití] como una plataforma a través de la cual el capital global pueda fluir libremente», de acuerdo con instrucciones del FMI y de otras partes interesadas:
«El gobierno interino despidió entre 8.000 y 10.000 trabajadores del sector civil, muchos de los barrios bajos más pobres de Puerto Príncipe. Otros programas del gobierno de Aristide, como el de arroz subvencionado para los pobres, centros de alfabetización y proyectos de suministro de agua, fueron detenidos después del golpe de Estado».
Sin embargo, pareció que la tan soñada privatización masiva de los activos estatales de Haití era más difícil de realizar, es decir, hasta que el país fue destrozado por el terremoto de 2010 y el control sobre la energía, el agua y otros sectores fue dividido entre actores internacionales como el Banco Mundial y USAID. El debut en 2011 del cantante convertido en jefe de Estado, Michel Martelly, elegido solo con el apoyo de un 16,7% del electorado y descrito por el experiodista del Financial Times, Matt Kennard, como un «presidente de choque» dispuesto a imponer una terapia económica de choque, parece haber preparado la escena para la conversión de Haití en un reino de cuento de hadas neoliberal.
Es lógico que Martelly, cuyos objetivos presidenciales incluyen una resurrección de las fuerzas armadas haitianas, en lugar de dedicarse a proyectos que beneficien a la mayoría de los ciudadanos de la nación, sea desde hace mucho tiempo un cercano asociado de los paramilitares de Duvalier, los Tonton Macoutes.
Belén Fernández es autora de The Imperial Messenger: Thomas Friedman at Work, publicado por Verso en 2011. Es miembro del consejo editorial de Jacobin Magazine y sus artículos se han publicado en London Review of Books, AlterNet y muchas otras publicaciones.
Fuente: http://www.aljazeera.com/indepth/opinion/2012/09/201293072613719320.html
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