«Nuestro enemigo principal no es el imperialismo, ni la burguesía ni la burocracia. Nuestro enemigo principal es el miedo, y lo llevamos adentro». Domitila Barrios, Bolivia Introducción Desde hace largos años, pero acrecentado a partir del 2015, asistimos a un proceso de reversión (roll back) de los gobiernos de centro-izquierda que venían desarrollándose en […]
Introducción
Desde hace largos años, pero acrecentado a partir del 2015, asistimos a un proceso de reversión (roll back) de los gobiernos de centro-izquierda que venían desarrollándose en Latinoamérica. La simultaneidad de esas caídas así como el elemento básico que los pone en jaque a todos por igual -la corrupción- permite deducir que allí se juega una agenda determinada. Esta confluencia de elementos especialmente similares no es tan casual. No deja de llamar poderosamente la atención una serie de procesos más o menos similares, lo que autoriza a sacar algunas conclusiones. Por lo pronto, el que el fenómeno se nombre en inglés –«roll back», pues así figura en manuales de política internacional de la academia estadounidense al igual que en muchos de sus tanques de pensamiento- deja entrever que allí se juegan políticas que no responden, como mínimo, a hispanohablantes. «El único país que realmente tiene un proyecto unificador coherente para todo el continente es Estados Unidos [que habla en inglés]. Aunque, claro está, no es el proyecto más conveniente para los pueblos latinoamericanos precisamente» expresó sarcástico, y con precisión, el Premio Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel.
¿Por qué caen o son puestos contra las sogas todos estos gobiernos? Como mínimo habría que apuntar dos grandes causas: 1) el capitalismo global, capitaneado por Estados Unidos, no tolera ningún experimento político-social que se pueda ir de sus manos; y 2) son procesos políticos muy débiles, populistas, con poco arraigo popular real más allá del «amor» amarrado al clientelismo en juego o a un líder carismático.
El capitalismo global, capitaneado por Estados Unidos, no tolera ningún experimento político-social que se pueda ir de sus manos
En estos momentos de la historia, caído el muro de Berlín y revertida dos de las más grandes experiencias socialistas del siglo pasado (la Revolución bolchevique en Rusia y la Revolución china), el capital entona su himno de gloria. El capitalismo salvaje imperante hoy día, que hizo retroceder importantes conquistas sociales históricas para el amplio campo de los trabajadores, se presenta triunfante, sin oponentes a la vista. El fin de la Guerra Fría -ganada por el campo capitalista- y la derechización más absoluta de la vida cotidiana, puso a los trabajadores del mundo en situación de enorme desventaja.
Elementos impensables algunas décadas atrás -que hacen sentirse más en situaciones pre-capitalistas, con trabajo semi-esclavo en algunos casos, que en un mundo marcado por las tecnologías de avanzada- son cotidianos, se han normalizado, no se toman como severas afrentas. Los grados de explotación han subido en forma alarmante, y las posibilidades reales de respuesta ante tantos atropellos parecen ser pocas. Si bien puede haber reacciones ante tal estado de cosas, más viscerales que con proyectos articulados de mediano y largo plazo, no hay propuestas organizadas de cambio. Este desconcierto, esta desmovilización político-ideológica que sufre el campo popular, no es casual ni fortuito. Hay planes para que así suceda. «Nuestra ignorancia fue planificada por una gran sabiduría» (Scalabrini Ortiz), podría resumir perfectamente la actual fragmentación reinante.
El deporte profesional elevado a la categoría de «nuevo dios» (sabemos qué comió hoy Messi, o el color de calcetines que lleva, y desconocemos el plan de gobierno de, por ejemplo, nuestro Ministro de Salud), los cultos evangélicos que recorren Latinoamérica de extremo a extremo (parafernalia bien orquestada que solo sirve para embrutecer a las poblaciones creando fanatismos irreductibles), o el proceso de cooptación de los cuadros de izquierda (los que quedan vivos, claro) por la cooperación internacional con su discurso «políticamente correcto» pero donde desaparecen los articuladores básicos de las reivindicaciones (como, por ejemplo, las luchas de clases), todo ese paquete, debidamente amalgamado, da como resultado una sociedad dócil, manejada, conducida con relativa facilidad.
Esto es lo que está sucediendo en nuestros países desde hace algunas décadas, montándose en los miedos aterrorizantes que dejaron las feroces dictaduras militares y sus miles de muertos, torturados y desaparecidos: la desmovilización, el freno a las protestas populares y la búsqueda de sobrevivencia individual como bien supremo son la tónica dominante. Pero eso no significa que las injusticias terminaron, ni remotamente. Ahí están, como casusas profundas de los pesares de todo el continente (considerado como la región más desigual del planeta, con la mayor diferencia entre quienes tienen todo y los desposeídos). Las injusticias no terminaron, aunque se maquillen y se traten de disfrazar con las ideas de «desarrollo» que nos invaden, algunas tecnologías de punta que se nos obligan a consumir (la telefonía móvil, por ejemplo, para convertirnos en «ciudadanos globalizados») o la posibilidad de la represión una vez más, que en realidad nunca terminó, sino que hoy adopta nuevas formas (auge desmedido de la delincuencia ciudadana, por ejemplo, que puede funcionar como coartada perfecta para seguir aterrorizando y, llegado el caso, «sacarse de encima» a cualquier «obstáculo molesto» para el sistema).
En ese marco de contención de toda protesta popular, el hecho que aparezcan gobiernos no completamente alineados con la lógica del capital dominante, gobiernos que «osen» levantar (un poco) la voz contra el amo imperial, ya es un peligro en este cuadro de situación. Ninguno de los gobiernos que recorrieron Latinoamérica en estas últimas décadas con talantes más o menos «progresistas» (palabra confusa que da para todo, aunque nunca se especifique qué es), se propusieron cambios estructurales profundos. No se lo propusieron porque las condiciones no dan para ello, como sí pudo haber ocurrido, por ejemplo, en la década de los 60 del pasado siglo, en plena Guerra Fría y con la posibilidad de un reaseguro en la Unión Soviética.
Hoy el escenario es muy otro. Los gobiernos de centro-izquierda que se vienen dando en Latinoamérica (Bachelet en Chile, Mujica en Uruguay, el PT en Brasil, los Kirchner en Argentina, Lugo en Paraguay, Correa en Ecuador, Evo Morales en Bolivia, Chávez o Maduro en Venezuela), si bien no se plantearon en ningún momento medidas radicales (expropiaciones, poder popular con milicias armadas, un Estado realmente socialista con proyectos de transformación a largo plazo, etc.), son una molestia para el proyecto neoliberal en curso.
Estados Unidos, capitaneando esa globalización, impide por todos los medios cualquier iniciativa que pueda cuestionar su hegemonía. Ello, por la sencilla razón de ser potencia dominante que pretende continuar su supremacía durante el presente ello, por lo que necesita de Latinoamérica como un territorio vital (fuente de materias primas indispensables, de petróleo, de agua dulce, de mano de obra barata para llevar allí mucha industria de ensamblaje, como mercado para sus productos, entre otros beneficios). Las oligarquías vernáculas, articuladas a ese proyecto capitalista, hacen las veces de aliados tácticos en esa dominación; de ahí que todas reaccionan por igual ante estos gobiernos «molestos», con perfil populista.
La actual sucesión de caídas de gobiernos con propuestas reformistas (en Argentina ya «se fue» la «guerrillera montonera» Cristina Fernández viuda de Kirchner, en Brasil no sería nada improbable que pronto termine defenestrada y enjuiciada Dilma Roussef, en Ecuador la posibilidad de golpe palaciego contra Correa es siempre inminente, en Venezuela la Revolución Bolivariana pende de un delgado hilo) muestra una regularidad sorprendente. En todos los casos el «caballito de batalla» de la derecha (nacional o internacional) es la lucha contra la corrupción.
Curioso: un continente marcado por la más absoluta corrupción desde la época de la colonia (española o portuguesa) hasta nuestros días, donde siempre la política ha sido campo de acción de las más deshonestas e indecorosas conductas, levanta ahora esta pretendida cruzada contra lo que se dibuja como una nueva plaga bíblica, el peor de todos los males: la corrupción. El proyecto en ciernes parece bien concebido. Guatemala -como tantas veces en la historia: diversas pruebas biomédicas, desaparición forzada de personas, ahora este nuevo experimento social- es un laboratorio de Estados Unidos para ensayar nuevas técnicas, aplicables luego en otros contextos. La detención de ex presidente y ex vice-presidenta de ese país por actos de corrupción durante el año 2015 con la consiguiente «revolución democrático-ciudadana» que enmarcó los hechos, fue una prueba de fuego para esta nueva táctica. Ahora pareciera que esa monumental lucha contra el flagelo de la corrupción entra en escena con una fuerza descomunal. Ahí tenemos los Panama papers como una demostración de ese nuevo «espíritu de transparencia» que ahora pareciera derramarse sobre el continente, con Washington liderando esa «lucha titánica», ayudando a nuestras «atribuladas» sociedades a salir de ese cáncer putrefacto. (Valga aclarar que en este «descubrimiento» no hay ninguna empresa estadounidense, maniobra que se podría interpretar como una jugada para intentar capturar los cuantiosos fondos depositados actualmente en paraísos fiscales tendiendo a trasladarlos a la potencia del Norte, ¡que también tiene bancas offshore!!).
Con ese caballito de batalla de la corrupción, los gobiernos «díscolos» de la región comienzan a ser bombardeados, perseguidos, hasta que la política de acorralamiento da sus resultados. ¿Alguien se podrá creer todo este montaje? No importa si el hecho en sí mismo es real o no. En la guerra (y esto es una guerra, absolutamente, sin miramientos: ¿quién dijo que terminaron las luchas de clases?) la primera víctima es la verdad. La corrupción es, al menos hoy día, algo absolutamente «normal» en las prácticas humanas, tanto entre los «fallidos» Estados del Sur como en los ¿bien organizados y respetuosos? países del Norte. Lo cierto es que, tocando fibras profundas de nuestra ética moralista y apelando a una nunca declarada morbosidad -que aunque no se declare, la tenemos-, azuzar estos fantasmas da resultados. Lo dio en Guatemala, lo que le costó el puesto a Otto Pérez Molina y Roxana Baldetti; y a partir de esa exitosa prueba, puede verse que da resultados también en los países «molestos» para la lógica capitalista. ¿Cómo entender si no que la población boliviana, por ejemplo, beneficiada largamente en estos últimos años con el gobierno del MAS dirigido por Evo Morales con un claro talante popular, vote en contra de su reelección por una simple cuestión de su vida personal que a nadie le debería interesar? El trabajo de desprestigio, sin dudas, está muy bien hecho.
El capitalismo como sistema, y su principal exponente: Estados Unidos, no descansan un segundo en su lucha frontal contra cualquier elemento que pudiera cuestionarles. De ahí que, variando estilos -ya no se necesitan golpes militares sangrientos- sigue manejando los destinos de los países con mano de acero, impidiendo a toda costa la organización del pobrerío y las propuestas de cambio. La Revolución Bolivariana no es una revolución marxista; pero es un serio peligro para la dinámica capitalista, porque puede abrir caminos sin retorno (si se radicalizara, por ejemplo), y porque toca intereses estratégicos de Washington, tal como el detentar las reservas petrolíferas más grandes hoy conocidas. Ninguna de las experiencias de centro-izquierda mencionadas son revoluciones socialistas radicales, pero el solo hecho que hagan sombra ya es un peligro para los capitales. De allí esta encarnizada lucha contra la corrupción, que no es más que una lucha contra cualquier posibilidad de distribución un poco (¡apenas un poco!) más justa de la riqueza nacional.
Esta es una de las razones por las que ahora, casi como efecto dominó, vemos caer estos gobiernos. Pero hay más, y quizá más preocupante.
Procesos políticos muy débiles, populistas, con poco arraigo popular real más allá del «amor» amarrado al clientelismo en juego o a un líder carismático
Este es el otro elemento que, quizá de un modo indirecto, contribuye a la caída en serie de estos procesos. Más allá del espejismo de una revolución socialista triunfante que puede haberse tenido del proceso venezolano en estos últimos años, con Chávez vivo o incluso luego de su muerte, similar en algún sentido con lo que pasó en estos países con procesos populares, la realidad muestra que nunca se salió de esquemas capitalistas.
Todos estos países (Argentina, Brasil, Chile, Uruguay, Paraguay, Venezuela, Ecuador, quizá en menor medida Bolivia) siguieron rigiéndose por modelos de mercado capitalista, con oligarquías nacionales dueñas de buena parte de la riqueza, con inversiones privadas multinacionales, y con Estados que siguieron defendiendo la propiedad privada de los grandes medios de producción (capital financiero, agrario, industrial, comercial). En todo caso, lo que pudo apreciarse en estos años pasados, son procesos de redistribución con algo más de sentido social (como puede haberlo sido, extremando las cosas, el gobierno de Manuel Zelaya en Honduras, o el de Álvaro Colom en Guatemala), pero no más. Es decir: administraciones que tuvieron algo más de «conciencia social», pero que no pasaron de un capitalismo de rostro humano, capitalismo keynesiano si se quiere, con las características propias de la región (donde la corrupción es un hecho cultural enraizado, histórico).
En todos los casos, con diferencias de detalles pero con denominadores comunes, no fueron procesos de revolución popular; todos estos gobiernos llegaron a la casa presidencial a través de elecciones dentro de los cánones capitalistas, respetando su institucionalidad. Esto abre la pregunta sobre cómo construir formas alternativas reales a los marcos capitalistas: está claro -la experiencia de todos estos procesos lo demuestra, incluida la Revolución Bolivariana, supuestamente el más radical de estos estos emprendimientos- que en esos moldes es imposible cambiar algo en la estructura, en lo profundo.
Eso fueron estos gobiernos (o lo son, porque muchos aún se mantienen en el poder): procesos bienintencionados, con reformas superficiales que mejoran en algo las condiciones de vida de las grandes mayorías, pero que no tocan lo esencial en juego: la propiedad privada de los medios de producción. Si se quiere ver desde una perspectiva crítica, ninguno de estos procesos, si no se radicaliza, puede sobrevivir al embate de las fuerzas conservadoras del capital.
Experiencias al respecto hubo muchas a lo largo del siglo XX en diversos puntos del sub-continente latinoamericano. Podría comenzarse con la revolución agraria en México, entre 1910 y 1920, o el peronismo en Argentina, la presidencia de Getúlio Vargas en Brasil, distintas expresiones modernizadoras y progresistas como la de Velasco Alvarado en Perú o la de Omar Torrijos en Panamá. En esa línea, con diferencias si se quiere, pero siempre en el ánimo de un capitalismo con rostro humano y tintes nacionalistas, todos estos actuales presidentes se enmarcan en similares proyectos. El clientelismo político, con bastante de populismo, no falta. ¿Regalar cosas tiene que ver con el socialismo y la construcción de una sociedad nueva?
Ahora bien: ¿es posible construir alternativas reales de cambio con estas propuestas? ¿Se puede cuestionar el sistema desde dentro de él mismo navegando en su institucionalidad? Pareciera que no, porque cuando se intenta ir más allá de lo permitido, la represión aparece. El caso de Salvador Allende en Chile nos lo recuerda patéticamente. Pero ejemplos hay numerosos: Jean-Bertrand Aristide en Haití, o Maurice Bishop en Grenada, el mismo Mel Zelaya en Honduras. Si se pretende ir un poco más allá de lo que el sistema tolera, el sistema se encarga de recordar que no es posible.
Ninguno de los gobiernos ahora mencionados -nos atrevemos a incluir también a la Revolución Bolivariana, más allá de toda la parafernalia mediática levantada y las esperanzas de renovación con su preconizado (y nunca definido) socialismo del Siglo XXI- produjo un rompimiento real con las estructuras del capital. Obviamente ninguno de estos gobiernos pretendió sentirse revolucionario en sentido estricto. Todos llegaron a través de los canales de la democracia burguesa, sin promesas de cambio revolucionario. ¿Por qué exigírsele algo por el estilo entonces?
Está claro que ninguno de estos procesos cuestionó de raíz a las oligarquías de sus países, o a la cabeza imperial. Por el contrario, en el marco de la actual avanzada financiera que predomina en el mundo globalizado, los grandes capitales bancarios son los que más se han beneficiado, incluidos los de todos los países reformistas (los bancos del sistema nunca ganaron tanto como con estos planteos neoliberales, defendidos finalmente también por los gobiernos de centro-izquierda). Si alguien salió corriendo hacia Miami espantado por el «comunismo que se viene», fue una timorata clase media, siempre manipulada y mal informada. Ninguno de los grandes grupos económicos de alguno de estos países en estos últimos años (multinacionales en muchos casos, expandidos por toda Latinoamérica y resto del mundo: Telmex o Televisa de México, Odebrecht o AmBev de Brasil, Techint o Arcor de Argentina, Falabella o CMPC de Chile, Grupo Polar en Venezuela, etc.) se vio perjudicado, amenazado de expropiación o enfrentando reclamos de sus trabajadores que hicieran pensar en un próximo paso al socialismo.
¿Por qué ahora van cayendo o pueden estar próximos a caer los planteos redistributivos? Porque se agotó la bonanza económica de algunos años atrás (la crisis capitalista mundial no perdona), y ahora hay menos para repartir. En el caso venezolano específicamente, porque hay proyectos globales para bajar los precios del petróleo, reduciendo de ese modo sus divisas, imponiendo climas de agobio económico. Van cayendo porque desde que nacen, estas iniciativas reformistas tienen sus días contados, más allá de la pasión que puedan mover, las esperanzas que puedan abrir. O se radicalizan, o caen. La experiencia lo demuestra. El único experimento socialista que se mantuvo y se amplió en Latinoamérica, porque realmente se radicalizó, fue Cuba. La Revolución Sandinista de Nicaragua, incluso, en su intento de convivencia pacífica con el imperio fue cediendo cada vez más. Ver dónde está Nicaragua en este momento es indicativo de lo que eso significó (con uno de los índices de pobreza más altos en el continente, aún con un ex comandante guerrillero de presidente).
Hugo Chávez movió pasiones (y las sigue moviendo, en tanto «Comandante eterno»… ¿Comandante eterno dentro de un modelo socialista?, no cuadra, ¿verdad?). Pero no se trata de mover pasiones, de clientelismo político, de campañas asistencialistas. Con eso se puede mantener durante un cierto período la ilusión de cambio, de «preocupación» por los humildes y excluidos…, pero eso tiene sus límites. Incluso, los tiene muy cercanos. De ahí que todos estos procesos, sabiendo que se desenvuelven en el medio de una fabulosa, sangrienta, tremenda guerra llamada «lucha de clases», no pueden remontar vuelo y proponerse cambios sustanciales si no es tomando distancia de sus raíces, de su pasado histórico.
Hoy pareciera que estamos tan ganados por el omnímodo discurso neoliberal privatista que nos cuesta creer en nuestras propias fuerzas como campo popular. La fuerza de la cooptación, indudablemente, no es poca: nos ha torcido el brazo en muy buena medida, y para algunos tener un gobierno «decente» es ya un avance. Quizá…, pero seguramente podemos ir más allá.
Hacer la consideración de «posibilismo», de ubicación con «los pies sobre la tierra», pareciera una forma de justificar el reformismo en ciernes, negador de cambios más profundos. Si seguimos pensando que un cambio real es algo más que lo cosmético, algo más que repartir con alguna equidad las migajas que no consumen los sectores acomodados; si seguimos pensando que, como dijera Marx: «no se trata de reformar la propiedad privada, sino de abolirla; no se trata de paliar los antagonismos de clase, sino de abolir las clases; no se trata de mejorar la sociedad existente, sino de establecer una nueva», estos pasos tibios son apenas una puerta de entrada. Si pensamos que la dignificación del ser humano es algo más que cobrar un salario «decente», hagamos nuestra aquella máxima del Mayo Francés de 1968 que reclamaba: «Seamos realistas: pidamos lo imposible».
Estos gobiernos de centro-izquierda caen, en definitiva, porque no tienen la más mínima posibilidad de imponerse, y más temprano que tarde el sistema tiene cómo sacudírselos. Antes, con golpes militares; ahora, con este nuevo ardid de la lucha contra la corrupción. En Latinoamérica la corrupción nos envuelve culturalmente, por eso es tan fácil señalarla siempre. Por eso, para un cambio genuino, el auténtico enemigo a vencer no es la corrupción, sin la injusticia. Para la construcción de alternativas es bastante evidente que tenemos que ir más allá de la institucionalidad fijada: dentro de estos estrechos márgenes parece que no es posible más que un «capitalismo mejorado, abuenado». Y eso no lleva muy lejos parece. Una vez más: «Seamos realistas: pidamos lo imposible».
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