Circula un vídeo por las redes sociales, a propósito de las revueltas en Francia, donde Hassan II (1929-1999) aseguraba que “nunca los marroquíes serán auténticos franceses, no podrán… serán malos franceses, nunca serán 100% franceses, se lo puedo asegurar”.
Para algunos, estas declaraciones justifican, a las claras, la separación radical entre inmigrantes de origen norteafricano y el resto de los europeos.
Como en las revueltas del 2005, la causa aparente de los disturbios en Francia ha sido el asesinato de Nahel M., un adolescente de familia de origen argelino, residente en Nanterre e hijo único. El joven se dio a la fuga tras saltarse un control de carretera. Fue disparado a quemarropa. El policía responsable está destrozado y ha pedido perdón a la familia. Tras la tragedia, comenzaron las protestas acompañadas de actos de violencia en varias ciudades del país, hasta que las autoridades anunciaron toques de queda en diversas urbes. El resultado: quema de coches y de establecimientos, miles de detenidos y terror. Se trata de un conflicto civil, uno más en la antigua Galia de hugonotes y católicos.
Vuelven los fantasmas del pasado y el presente, los de todos los tiempos: la amenaza del limes sobrepasado por la negritud y los mauros apostados en las fronteras, acusados de ser los destructores de una Europa de identidad difusa. ¿Cómo se define el continente? ¿extremadamente laico, protestante, católico, democrático e ilustrado a la vez?
Estos africanos se cobijan en barrios que son espacios pre-reservados, lugares del olvido donde desarrollan su integridad o integrismo, porque la segregación espacial viene con las capacidades económicas de cada familia, que de eso se trata. Son las clases sociales, las etnias, las naciones de procedencia y hasta la afinidad religiosa las que determinan la localización del sujeto emigrado. No inventamos nada nuevo. El resultado sobre el desarraigado es evidente: una especie de anomia, de desubicación y en ocasiones melancolía. Es la gurba, término que los magrebíes utilizan para expresar la añoranza por su tierra y familia.
Han pasado décadas desde estas declaraciones de Hassan II y se perpetúan las dudas sobre la lealtad nacional de los europeos de origen magrebí y africano. ¿Por qué no vuelven a su terruño, a sus naciones, países o Estados?
Construir los nuevos Estado-Nación norteafricanos surgidos a mediados del siglo pasado es una tarea difícil que precisa de paciencia, de pruebas, errores y aciertos. Para colmo, en sus génesis, fue un proceso tutelado por los colonos de la tierra y las ideas, generalmente europeos.
Pierre Bourdieu, en su Antropología de Argelia (ed. 2006), estudió la sociedad argelina en todas sus facetas, su desintegración, la alteración de los sistemas de vida y la modificación del régimen jurídico de la propiedad. Fue el contacto de una sociedad tradicional con la modernidad en su sentido más amplio lo que causó el desastre. “La guerra hace estallar a plena luz el verdadero fundamento del orden colonial, es decir, el equilibrio de poder en el que la casta dominante mantiene la tutela de la casta dominada” (Bordieu,1961). Desde esta perspectiva, se vive una intermitente guerra civil. Hay quienes creen en una radical separación entre franceses auténticos y los dudosos por sus filiaciones políticas o religiosas.
Algunos pretenden que los migrantes vuelvan al país de sus ancestros, aunque no lo conozcan. Sin embargo, hay una responsabilidad común: para deglutir el desarraigo es preciso tiempo y generaciones que se perderán en el más absoluto de los olvidos.
Argelia alcanza la independencia tras los acuerdos de Evian en 1962, mientras que en Marruecos el proceso de separación culmina en 1956. Son apenas siete décadas de formación Estatal en su sentido moderno y europeo. En consecuencia, es fácil entender la gran susceptibilidad entre vecinos. Pero ni tan siquiera con la independencia llegó la completa autonomía. En tiempos de la Argelia de Chadli Benjedid (1929-2012) se negoció para mantener los privilegios, a costa, eso sí, de pagar un sobrecoste por el gas Fueron años difíciles, de una inmigración masiva que culmina con la reconciliación franco-argelina en 1981-1982, recién estrenada la presidencia de Mitterrand.
Si la historia reciente de Francia en el Magreb (en especial con Marruecos, Argelia y Túnez) es ciertamente turbulenta, la experiencia española en Marruecos está mediatizada por el Protectorado en la franja norte de Marruecos (1912-1956). En realidad, fue una entrega franco-británica poco oportuna; se produce tras finalizar la guerra contra los EE. UU. y tras perder Cuba, Puerto Rico y Filipinas.
En efecto, el Reino Unido no quería a una Francia justo al otro lado del Estrecho, por lo que España no tuvo más remedio que aceptar la gestión del Rif, lo que causó un mayor endeudamiento y protestas después de la movilización de decenas de miles de hombres.
Sin embargo, el caso español es muy diferente al francés. La península es una gran frontera europea. Y la historia está llena de ejemplos. Cuentan las crónicas que cuando los ultramontanos francos llegan a la península tras la llamada de Alfonso VIII para combatir a los almohades, arrasaron tanto Malagón como la judería de Toledo, para disgusto del rey castellano. Fueron expulsados. Los ultramontanos no entendían esa extraña permisividad. La vieja Hispania estaba habituada al roce. Y esto es una constante histórica reproducida en todos los continentes donde la monarquía hispánica se asienta.
El contacto con otros pueblos y naciones define el carácter y la tradición española, por lo que es difícil encontrar un pueblo con menos recelos para el mestizaje ¿Se puede decir lo mismo de nuestros vecinos europeos? Esta fue una de las causas principales de la estabilidad de la América hispánica.
Sin embargo, durante la Edad Moderna, es Francia el país que soporta los grandes flujos migratorios procedentes de su convulso imperio. El resultado es que la nación de las luces, la sostenedora del progreso y la razón no guía a los bárbaros, sino que, de común acuerdo, se recluyen en las banlieue construidas en la década de los 60.
La guerra, los conflictos y el sufrimiento es un recuerdo todavía vivo, pero hay algún factor más para analizar lo sucedido en Francia.Muchos alumbran el islam como la primera causa disgregadora. Según el historiador Henri Pirenne (1862-1935): “…los árabes están exaltados por una fe nueva. Eso y solo eso los vuelve imposibles de asimilar”. Para el autor, estos “árabes” asimilan las ciencias griegas y persas al igual que los invasores germanos. Lo hicieron con gusto, pero con una importante salvedad: “quieren hacerles obedecer al dios único, Alá, y a su profeta Mahoma y, puesto que éste era árabe… a Arabia. Su religión universal es al mismo tiempo nacional…”.En definitivas cuentas, el germano que entra en la “Romanía” se romaniza y no se puede decir lo mismo del musulmán: está arabizado, una arabia mítica es su nación, por lo que son inasimilables. Las tesis de Pirenne han sido contestadas desde muchos ángulos. Tal y como afirma la historiadora Bonnie Effros (1965- ): “Es hora de que aceptemos la incertidumbre y el desorden que viene, del reconocimiento de la complejidad y variedad del mundo mediterráneo de la Antigüedad tardía y la alta Edad Media, en lugar de seguir adhiriéndonos a la belleza de la sencillez con las deficiencias de la gran narrativa cargada políticamente por Pirenne”.
Las declaraciones del padre de Mohamed VI están más en sintonía con Pirenne que con Effros. En Atenea (2022), la vibrante película de Romain Gavras, se expresa esa complejidad, la sensación de que no se puede definir, en una simple frase, qué sucede en Francia. Pueden ser varios los factores: rechazo a Macron, al globalismo, la colisión con identidades religiosas salafistas, la etnia, la nación, el odio al sistema, la delincuencia, la brutalidad policial o el radicalismo político amparado por una densa red de intereses grupales, nacionales e internacionales.
¿Por qué apuntar únicamente a camellos y musulmanes malencarados? En Atenea-donde se reproduce una revuelta social- se desarrolla una tragedia griega de héroes frágiles en medio del caos, el desorden, la ira y la violencia. Todo es susceptible de degradarse hasta el drama final; los fantasmas aparecen como un recordatorio de tiempos pasados. Un hombre surge del túnel de tiempo. Galopa, cubierto con la bandera argelina entre los antidisturbios y el fuego que consume el escenario, mientras los bárbaros invocan a la diosa del ingenio, la sabiduría y la guerra ¡Atenea, Atenea!
¿Exige el laicismo de Estado un apellido y un pedigrí determinado? ¿Un servicio permanente de harkis (combatientes al lado de Francia)a disposición del poder?; hay cierta hipocresía de Estado. Racismo es una palabra mágica donde todo cabe y se despacha todo análisis de una sola patada.
En Atenea, los rebeldes son niños épicos y tristes, iluminados por los cócteles molotov, personas que se desbordan por las costuras de la Francia de las libertades y un pasado colonial febril mientras desatan una furia desparramada desde las azoteas de enormes bloques.
Dicen de Macron que no ha sido lo suficientemente duro, sin embargo, Francia ha aprobado un proyecto de ley completamente distópico para acceder a las cámaras, micrófonos y GPS de los teléfonos inteligentes de personas investigadas. Gran Hermano no era una broma y está en las barriadas monitorizadas en tiempo real por la policía. De eso se trata.
La cuestión final es ¿son los bárbaros los que proponen su orden social o es que Europa duda de sus valores cívicos y universales de progreso?
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