Reconciliación: un concepto problemático Utilizado en el ámbito social, pocos términos están tan cargados como el de «reconciliación». Cargado en todo sentido: política, emotiva, incluso filosóficamente. Por tanto, «reconciliación» no es una palabra inocente, neutra, aséptica. Mucho menos neutros son, por tanto, los complejos escenarios en que aparece ni los procesos político-sociales en que se […]
Reconciliación: un concepto problemático
Utilizado en el ámbito social, pocos términos están tan cargados como el de «reconciliación». Cargado en todo sentido: política, emotiva, incluso filosóficamente. Por tanto, «reconciliación» no es una palabra inocente, neutra, aséptica. Mucho menos neutros son, por tanto, los complejos escenarios en que aparece ni los procesos político-sociales en que se desenvuelve, en que intenta cobrar cuerpo.
Un exhaustivo recorrido semántico en torno a su significado muestra que la nota distintiva que lo caracteriza, en cualquier definición que se presente, está en el hecho de retornar a un estado previo: el prefijo «re» implica retorno, regreso, hacer por segunda vez. «Re – conciliar», de esta forma, sería «volver a un estado previo de conciliación». Es decir: allí donde había armonía y equilibrio, y por algún motivo se rompió, volver a ese estado primero sería justamente la reconciliación. Según el Diccionario de la Real Academia Española, por tanto, reconciliar es «volver a las amistades, atraer y acordar los ánimos desunidos». [1]
En general cualquier definición de la palabra que podamos buscar resalta siempre esa misma esencia. Sin ánimo de abundar innecesariamente en una exégesis etimológica, citemos -sólo a título ilustrativo- otra posible conceptualización (del Diccionario Enciclopédico de Derecho Usual de Guillermo Cabanellas): «restablecimiento de la amistad, el trato o la paz, después de desavenencia, ruptura o lucha». En definitiva, y casi a modo de síntesis de un recorrido filológico que no viene a cuenta presentar aquí, queda claro que lo que prima en esta noción es el «restablecimiento de vínculos que se rompieron a causa de un conflicto». [2]
En el ámbito interpersonal, en el espacio micro, doméstico, esto funciona con facilidad. Numerosos, casi cotidianos podría decirse, son los ejemplos que atestiguan estos procesos: desavenencias conyugales, entre amigos, entre compañeros de trabajo, entre vecinos, etc., terminan amistosamente superándose el problema puntual con un retorno a la situación primera de equilibrio, de armonía. La cuestión se complica -se complica exponencialmente, diríamos, se torna casi un dilema, a veces insoluble- cuando se trata de la reconciliación en términos macros, en términos de un colectivo social, de un país.
¿Qué significa «reconciliar» cuando se trata de una sociedad? ¿Quién debe reconciliarse con quién? ¿Para qué reconciliarse?
Estas no son meras preguntas retóricas. Por el contrario, son los cimientos principales que deben considerarse en toda acción que involucra poblaciones golpeadas por conflictos armados, por guerras internas; poblaciones que, pese a la crueldad de lo vivido, necesitan seguir compartiendo un mismo espacio común en su existencia diaria.
Que dos amigos o dos cónyuges enemistados por alguna desavenencia de la vida cotidiana puedan reconciliarse, es algo frecuente, en modo alguno problemático. No surgen allí dudas filosóficas ni políticas sobre quiénes son los sujetos en juego en el proceso, ni por qué o para qué se reconcilian. Es esto casi un imperativo de la cotidianeidad: en el ámbito micro no se puede vivir en perpetuo estado de conflicto con los rodeantes. Una sana y racional «negociación con la realidad» impone deponer o moderar puntos de vista personales en pro de una convivencia tolerable, donde todos pueden perder algo para ganar la posibilidad de convivir con relativa armonía en el grupo. Vale aquí aquella máxima de «nadie está obligado a amar al otro, pero sí a respetarlo», en el sentido de tolerar diferencias para asegurar un clima que permita seguir viviendo a todos en el día a día.
Luego de procesos bélicos, y más aún cuando se trata de guerras internas, es ya canónico hablar de reconciliación. Depuestas las armas -al menos es lo que suele decirse- hay que «pacificar los corazones». Ello es cierto relativamente: sin dudas, terminadas las operaciones militares, hay que buscar los mecanismos que permitan bajar la agresividad desatada. Las guerras producen complejas modificaciones subjetivas (en lo individual) y éticas (en lo social): todo ser humano, puesto en esa circunstancia, puede matar a otro semejante en nombre del ideal que sea, al despersonificarlo y convertirlo en «el enemigo» a secas, lo cual justifica todo. Y cualquier sociedad puede avalar esas modificaciones, incluso premiándolas. De hecho, es un héroe quien más enemigos elimina; en vez de declararlo «asesino», se le condecora. Los valores en juego en estos períodos se transforman dando lugar a complejas -y a veces enfermizas- culturas militarizadas. En el contexto de los post conflictos, «pacificados los corazones», no es infrecuente que sujetos que hicieron parte de las fuerzas enfrentadas y fueron «enemigos», una vez alcanzada la paz continúen con su vida cotidiana normal produciéndose entonces espontáneos procesos de reconciliación, de acercamiento. Pero ese es un nivel personal, subjetivo. Ello no alcanza para plantear un proceso social, infinitamente más complejo por cierto.
El entendimiento armónico entre dos sujetos no constituye la célula de las relaciones sociales; por el contrario, lo que define las relaciones sociales tiene que ver con el conflicto (diversos conflictos: económicos, interestatales, étnicos, de géneros, etc.) en tanto motor de los procesos históricos. Las guerras no son peleas entre dos individualidades llevadas a una expresión colectiva. Las dinámicas que ponen en marcha conflictos armados son entrecruzamientos de elementos mucho más complicados, de más alambicada textura que una desavenencia entre dos personas. Los enfrentamientos armados, justamente -más aún las guerras internas como la sufrida en Guatemala- rompen los tejidos sociales. [3] Y una guerra como la que aquí se padeció (laboratorio de lo que posteriormente se conocería como «guerra de cuarta generación», según la moderna doctrina militar estadounidense) [4] busca, entre otras cosas, el enfrentamiento en el seno de la sociedad civil, el involucramiento de la población no-militar, la conmoción psicológica con secuelas ideológicas y políticas de largo plazo.
Estas facetas de la guerra que buscan desgarrar culturalmente a una población, tuvieron en Guatemala -al igual que en otros países latinoamericanos: Nicaragua, El Salvador, Colombia- un terreno expedito para desarrollarse. «Involucrar a la población civil en las tácticas contrainsurgentes, crear las patrullas de autodefensa civil, establecer diversos mecanismos de control social además de darles entrenamiento militar y cívico a la población», son los principios que nos orientan por dónde anduvieron las estrategias desplegadas aquí, según un Manual del Ejército citado por Jennifer Schimmer. [5] Si se trataba de destruir los tejidos sociales, sin ningún lugar a dudas ello se consiguió a la perfección.
La magnitud de la tragedia humana en juego en estas estrategias es inconmensurable. Ello no es azaroso; responde a un maquiavélico plan fríamente trazado que buscó esa descomposición social y ante la cual los mecanismos de afrontamiento que disponen los seres que la sufren nunca son suficientes. Todas las sociedades cuentan con alternativas para hacer frente al sufrimiento psicológico y para sobrellevar medianamente bien situaciones duras: diferentes y variadísimos rituales ante el dolor de las tragedias, ante la muerte, ante conmociones que rompen la cotidianeidad; de ahí las religiones, los psicofármacos que reducen la ansiedad, evasivos varios como las bebidas alcohólicas o ciertos narcóticos. De todos modos, lo que se buscó -y se logró- con las estrategias de guerra sucia contrainsurgente supera todo tipo de respuesta: ni los rituales mayas tradicionales ni los abordajes psicológicos para atención en casos de desastres pueden extinguir el miedo que dejaron todas aquellas intervenciones. Sin dudas, las estrategias de descomposición del tejido social tuvieron, y siguen teniendo, el valor de una catástrofe no-natural imperecedera, tanto por lo sufrido propiamente dicho (la masacre, la violación, la tortura) como por las condiciones en que se hizo. ¿Qué sujeto individual o qué sociedad pueden salir indemnes, perdonar fácilmente, olvidar, creer en las instituciones del Estado o seguir una vida «normal» después de la catástrofe padecida? Y más aún si consideramos que en buena medida un alto porcentaje de esa catástrofe se sufrió a manos de los iguales, de los propios vecinos, de miembros de la propia familia. ¿Cómo un campesino maya pobre e históricamente excluido puede lograr perdonar y reconciliarse con un igual, con otro campesino tan maya, tan pobre y tan históricamente excluido que le perpetró atrocidades inimaginables? Vale citar al respecto lo dicho en una charla privada por un general de ejército -cuyo nombre preferimos reservarnos-, más que elocuente por cierto: «los mismos indios nos hicieron el trabajo».
Los traumas psíquicos dejan marcas, y aunque se atiendan, muchas veces esas secuelas persisten de por vida. En términos individuales, pensemos en la pesadillas repetitivas de aquellos que estuvieron al borde de la muerte (en la guerra, en accidentes, en naufragios, mujeres violadas sexualmente); la magnitud resultante del ataque externo fue tan grande que nunca terminan de procesarlo. Lo mismo puede verse en términos colectivos: ¿acaso los judíos masacrados por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial pudieron reconciliarse con sus verdugos, o fue necesario ahí un tremendo trabajo post guerra -incluyendo los famosos juicios de Nüremberg, juicios que en Guatemala tímidamente se comenzaron a hacer ahora con el general Ríos Montt, y cuya sentencia condenatoria fue rápidamente anulada por los «poderes fácticos»- para, no digamos reconciliarse, sino haber obtenido una mínima armonía social que permite seguir existiendo al tejido social alemán, con un continuado, constante, diario trabajo de recuperación de su memoria histórica? «La culpa no se hereda», pudo decir en ese contexto el canciller Willy Brandt, «pero se heredan responsabilidades, misiones». [6] «Olvidar es repetir», reza un cartel en la entrada del museo del horror de Auschwitz, y pese a que hoy por hoy no pareciera posible repetirse un holocausto con similares características, no dejan de surgir grupos neonazis. Más que reconciliación, allí hubo justicia, lo cual no es lo mismo. Atender las heridas de estos desgarradores conflictos no es buscar simplemente el perdón: es buscar inexorablemente la justicia y la reparación de lo sufrido. Si algo significa reconciliación es eso. Si no, no pasamos de la declaración pomposa sin efectos reales.
Algo similar podemos ver en España: más allá del «destape» post franquista con la masiva incorporación de esa sociedad a la modernidad europea, socialdemocrática y favorecida en términos económicos, los fantasmas no reconciliados de la Guerra Civil aún perduran cinco décadas después del holocausto vivido (allí no hubo un Nüremberg, y recién quizá ahora se plantea la posibilidad de hacer algo al respecto. Y se logrará algo efectivo si algún juicio que se lleve adelante no es luego anulado por una decisión política, tal como sucedió en Guatemala).
Una vez más la pregunta entonces: ¿qué reconciliar en los procesos de post conflicto? «Ahora está por salir la Ley de Verdad y Reconciliación», decía una víctima en Sudáfrica. «Eso está muy bien, pero de todos modos yo no me reconcilio. A mí me llevaron catorce horas en tren de Ciudad del Cabo a Johannesburgo, a un tribunal. Pero me llevaron en un vagón de ganado y con cabras, y por esa humillación no hay ley que haga que me reconcilie». [7] ¿Es acaso un «provocador» antidemocrático quien declaraba esto, un «enfermo» mental desadaptado? En Chile, sistemáticamente cada 11 de septiembre, una parte de la población manifiesta contra la dictadura del ahora ya fallecido general Augusto Pinochet, no faltando las pancartas que rezan: «¡Ni olvido ni perdón. No a la reconciliación!» ¿Son unos boicoteadores del estado de derecho chileno quienes así se expresan? En cualquiera de los casos citados la respuesta es «no». La reconciliación de una sociedad que sale de un profundo conflicto interno plantea estos interrogantes, al igual que los plantea en Guatemala: ¿puede haber reconciliación a partir de una ley?
La reconciliación entre los miembros otrora enfrentados de una sociedad puede darse, por supuesto que sí. En las comunidades mayas, los lugares más golpeados por la guerra interna (82% de las víctimas son mayas, según datos de Naciones Unidas), la dinámica cotidiana puede llevar a eso quizá en forma espontánea. «Pisamos la misma tierra, compartimos el aire», [8] decía una víctima del conflicto armado. Los hijos de víctimas y victimarios del área rural juegan juntos, ajenos en cierta forma a las historias de sus padres. Sus vidas cotidianas no los enfrentan; por el contrario, la convivencia pacífica es la matriz en la que crecen, más allá del pasado. Y sus progenitores, enfrentados algunos años antes, ahora continúan con sus labores normales, con su cotidianeidad no marcada por un escenario bélico. En cierta forma, entonces, la vida de todos los días impone una forma de coexistencia sin enfrentamientos, sin hostilidades a muerte. Pero no son las leyes quienes logran la reconciliación; los instrumentos jurídicos crean las condiciones para poder procesar las pesadas cargas de dolor que dejan los conflictos. La reconciliación es otra cosa.
Un genuino proceso de reconciliación, de acercamiento con el otro que fue mi enemigo en el pasado, puede darse. Los tejidos que desgarraron estas guerras asimétricas -guerras marcadas por las estrategias psicológicas que toman como objetivo militar la población no combatiente para crear la desorganización y la desestructuración social-, sin dudas de modo disfuncional, inconveniente, no pertinente, ya comenzaron a recomponerse. No de la manera más adecuada, por cierto, pero -utilizando una metáfora que puede ser elocuente-, al igual que la piel que es rasgada por un cuchillo, desde el momento mismo en que comienza a ser herida por la hoja del arma, de esa misma manera, los mecanismos de cicatrización comienzan a trabajar para recomponer el tejido roto. Si la herida provocada por el puñal sobre la piel, al igual que la herida provocada sobre el tejido social por el conflicto interno, no es adecuadamente atendida, presentará problemas. Tiende a cicatrizar, a recomponerse, de ese no hay dudas. Pero mal. Las marcas quedan, y se pueden tornar horribles.
Una cicatriz mal tratada -la de la piel o la de las relaciones que hacen el todo social- es siempre fea, impresentable, vergonzante. Las heridas de la guerra, con el paso del tiempo, van cerrando. Pero la reconciliación implica mucho más que un manto de olvido y un dar vuelta la página confiando en que «el tiempo y la perentoria necesidad de seguir viviendo juntos en una comunidad» logrará el acercamiento entre las partes antes enfrentadas. Implica un proceso que redefine las relaciones sociales en una sociedad fragmentada de tal forma que los antiguos enemigos puedan coexistir aceptablemente uno a la par del otro. Ese proceso, entendido como un fenómeno social que trasciende historias puntuales de un determinado victimario junto a una determinada víctima, necesita de mecanismos legales que creen las condiciones a partir de decisiones políticas consensuadas y de instrumentos específicos que posibilitan la vida con dignidad de todos y todas por igual, superando las heridas dejadas por el pasado enfrentamiento. Pero hay que insistir: los mecanismos legales no reconcilian. Ayudan a crear condiciones políticas en todo caso; el proceso mismo de la reconciliación tiene mucho más de psicológico, de complejo encadenamiento de reacciones subjetivas. Y esto, lo sabemos, no se decreta. Los procesos subjetivos, en definitiva (la alegría, el enamoramiento, el miedo, el odio, la esperanza…) no funcionan por decreto.
La reconciliación lleva dos elementos implícitos como mecanismos fundamentales que la definen: por una lado, el reconocimiento de lo que pasó, la recuperación de la verdad, y por otro, el mecanismo en virtud del cual las partes encontradas deben: a) arrepentirse (una de las partes), y b) perdonar (la otra parte). Es decir: verdad, arrepentimiento y perdón. Retomando la idea ya expuesta: en un nivel micro es posible -sucede a diario- que se cumpla ese ciclo. La reconciliación implica la voluntad de ambas partes a querer seguir una relación empática, arrepintiéndose y perdonando, sobre la base de no negar lo que pasó, de lo que las enfrentó. El problema se plantea cuando ese esquema se traslada a la sociedad como un todo. Como lo que define un todo social no son las buenas intenciones individuales sino las relaciones de poder, en ese complejo tejido y a nivel macro, es mucho más difícil encontrar arrepentimiento y la voluntad de pedir perdón. Es más confuso ver ahí el mecanismo, y más difícil que pueda realizarse: si es un grupo de poder, en nombre de sus intereses, el que victimizó a otro grupo, ¿podemos creer que honestamente estará dispuesto a pedir perdón? Es por eso que, en términos sociales, la historia siempre está contada a medias, desde la lógica del grupo dominante (la historia la escriben los que ganan).
En términos de una sociedad, reconciliación no es olvido, no es borrón y cuenta nueva con un llamado a deponer odios del pasado. La basura escondida debajo de la alfombra no se ve; pero ahí está, y siempre es posible que pueda reaparecer. Hay un axioma de la ciencia psicológica que dice «lo reprimido siempre retorna, de manera deformada, como síntoma, pero no desaparece: se reactualiza». Si lo reprimido es una historia no contada, una historia de abusos y violaciones, eso sigue estando presente en los imaginarios sociales, en la memoria colectiva de los pueblos que los sufrieron, reapareciendo de distintas maneras como síntomas; o para decirlo con terminología clínica: con malestares diversos, con nuevas manifestaciones de violencia, con gran dolor. E incluso se transpasa a las nuevas generaciones.
No sólo en Guatemala, sino en cualquier sociedad que sale de una guerra interna, la palabra reconciliación es equívoca, llama a ambigüedades, produce contradicciones. En muchos casos hace alusión velada al olvido de lo ocurrido, a la amnistía de los victimarios; es decir: fomenta la impunidad. Ello va de la mano de un llamado al entendimiento, a la buena voluntad, al amor y la concordia. Pero en términos de grupos sociales -la experiencia de numerosos casos en distintas sociedades de post guerra lo enseña con patetismo-, ese «estallido de paz y armonía» no surge nunca espontáneamente. Esas cosas tan loables por sí mismas pero siempre tan lejos de las buenas voluntades -la historia no se hace con buenas voluntades sino, lamentablemente, con violencias-, y la reconciliación en especial, más allá que puedan circunscribirse a un papel firmado que las legaliza, no se decretan. Pueden ser legales, pero no legítimas. En todo caso, gracias a lineamientos que se fijan en legislaciones pero que se edifican en las relaciones concretas entre los miembros del colectivo, son construcciones que tienen que ver con los juegos de poder que se dan en la sociedad.
Que el concepto de reconciliación es equívoco, que está muy cargado y no es nada inocente nos lo puede mostrar, entre otras cosas, el hecho que la derecha política en la actual República Bolivariana de Venezuela llamara a «reconciliarse» al ahora extinto presidente Hugo Chávez, líder de una revolución con tintes socialistas. ¿Por qué ese llamado? ¿Qué significa en ese contexto «reconciliación»: un pedido de no seguir profundizando medidas populares que podrían desbancar a los tradicionales sectores de poder? Si podemos tener cierto recelo en el uso de esta palabra, todo lo dicho hasta aquí es suficiente prueba para ver que constituye uno de los términos menos ingenuos del vocabulario político. Si la vida política es, inexorablemente, la expresión de conflictos, la cara visible de la relación de poderes asimétricos con que se constituyen las sociedades, los llamados a la reconciliación pueden ser la forma velada de pedir no cambiar nada, no revisar ni pretender remover las estructuras establecidas.
En otros términos, y en el contexto de los procesos post bélicos: si es posible acercar partes enfrentadas buscando una aceptable forma de relacionamiento en que se procesen sanamente historias desgarradoras, ello necesita no sólo las declaraciones políticas sino, antes que nada, cambios reales en la distribución de los poderes, acciones concretas que dignifiquen a las víctimas y castiguen a los victimarios, hechos constatables que permitan superar las secuelas y posibiliten seguir viviendo con mayor calidad de vida. Para todo ello son precisos elementos mínimos: 1) conocer y apropiarse la verdad histórica y 2) reparar las injusticias. Pero queda claro que para ello son imprescindibles modificaciones a las estructuras de poder que llevaron a la guerra. Sin esos reacomodos concretos, tanto la paz como la reconciliación no pueden pasar de buenas intenciones sin efectos tangibles en la realidad.
La reconciliación en Guatemala
«La historia la escriben los ganadores», suele decirse. ¿Quién ganó la guerra en Guatemala?
Formalmente el conflicto armado interno finalizó hace ya casi 18 años, cuando se firmó la Paz Firme y Duradera en aquel ya lejano domingo 29 de diciembre del 2006. En la dinámica del post conflicto viene usándose con regularidad el término reconciliación, aunque no haya unanimidad en su significado. Comienza a aparecer en el contexto del Acuerdo de Paz de Esquipulas II, en el año 1987, con la Comisión Nacional de Reconciliación presidida por Monseñor Rodolfo Quezada Toruño, con lo que se buscaba crear un ambiente de diálogo entre el gobierno y el movimiento revolucionario armado. En ese entonces, y en ese contexto determinado, hablar de «reconciliación» era un guiño político destinado a buscar el fin de los enfrentamientos armados que desgarraban Centroamérica; es decir: no había tanto un llamado a la contrición cristiana y a la promesa de no volver a pecar -tal como incluye la idea religiosa de reconciliación- sino una perspectiva política de buscar salida a las guerras en curso (lo cual muestra que la Iglesia, además de un poder moral, es un poder con definidos intereses políticos). Desde ese entonces ha estado siempre presente en la agenda nacional, si bien no hay consenso sobre qué se quiere decir exactamente con ello. En 1996, dos meses antes de la firma definitiva de la paz, se aprueba la Ley de Reconciliación Nacional preparando las condiciones para la incorporación de desmovilizados de ambos bandos enfrentados en la estructura social. Pero si bien hace ya años que se utiliza la palabra con mucha naturalidad, no hay una elaboración profunda sobre el asunto. Y menos aún, una política orgánica de Estado, sostenible más allá de cada administración. En todo caso, mucho de lo que se ha venido haciendo al respecto tiene una buena dosis de reactivo, de coyuntural.
Retorna la pregunta que se hacía más arriba. ¿Qué reconciliar en Guatemala?: ¿ejército y movimiento guerrillero?, ¿ex patrulleros de autodefensa civil y sobrevivientes de las violaciones de derechos humanos en las comunidades mayas del área rural?, ¿finqueros y mozos de finca?, ¿militares y civiles?, ¿indígenas y ladinos?
Si puede ser equívoco decidir con claridad los actores del proceso, más equívoco aún puede resultar cómo llevar adelante ese proceso. El país cuenta con una Ley Nacional de Reconciliación, y en cumplimiento de los Acuerdos de Paz ambas fuerzas otrora beligerantes cesaron las hostilidades, desarmándose la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca -URNG- y reduciéndose ostensiblemente el ejército. Algo importante en el proceso de paz guatemalteco, y que lo diferencia de otras experiencias similares en otras latitudes, es que luego de producido el acto formal de la firma nunca más volvió a haber combates entre las partes que suscribieron los acuerdos. En términos estrictos, el conflicto armado concluyó el día 29 de diciembre del 1996 y desde entonces nunca fue violado el cese al fuego. Si bien eso podría implicar que el país ya no sufre la violencia armada de la guerra, que ya se vive «en paz», la realidad cotidiana enseña otra cosa: la sociedad guatemalteca sufre hoy una epidemia de violencia(s) fenomenal, con índices que igualan los registrados durante la época del pasado conflicto armado. Hoy, mediados del 2013, hay 13 muertes violentas diarias promedio, (y 18 muertos por inanición, ¡no olvidar!, segundo país en desnutrición en Latinoamérica y sexto en el mundo, según datos de UNICEF). D e mantenerse esta tendencia, en los primeros 25 años luego de la firma de los Acuerdos de Paz en 1996, el número de muertos superaría al registrado en esas casi cuatro décadas de enfrentamiento armado, período en el que el promedio de muertes diarias era de 10. Por otro lado hay, en términos absolutos y relativos, más armas de fuego portátiles y más población armada hoy día que durante los años de la guerra interna. Si la reconciliación la entendemos como llave para la pacificación, evidentemente algo ahí no está funcionando bien. O, si profundizamos el análisis, esa situación nos da una pista para seguir indagando: con la firma de la paz, ¿cambiaron efectivamente las relaciones de poder de la sociedad guatemalteca?
Esto nos permite ver que aún queda por definirse con precisión cómo entender la reconciliación. Lo primero que salta a la vista es que se trata de algo equívoco; si la tomamos como sinónimo de entendimiento y armonía, eso no parece marcar la situación actual de la sociedad guatemalteca.
Para ver cómo se teje ese concepto, podemos recorrer algunos ejercicios de investigación realizados en el país algunos años atrás con distintos grupos poblacionales. Al menos dos de estas investigaciones pueden sernos de utilidad: una realizada por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo -PNUD- entre el 2000 y el 2001 con la participación de más de 50 instituciones de sociedad civil y del Estado, [9] y otra realizada en el ámbito académico por las investigadoras Amanda Rodas, Mariel Aguilar y Rosa Wantland en el año 2002, donde confluyeron los más diversos sectores que conforman la sociedad guatemalteca. [10] En ambas experiencias quedó claro que hay visiones antagónicas sobre la reconciliación, pudiendo presentarse argumentos exactamente opuestos entre sí refiriéndose a lo mismo. Para algunos sectores sociales (los identificados con los poderes tradicionales: la cúpula económica y el ejército, los mismos que lograron revertir ahora la sentencia en el caso Ríos Montt), el conocimiento de la verdad histórica del conflicto armado a través de los informes de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico de Naciones Unidas o del Proyecto REMHI de la Iglesia Católica son los verdaderos obstáculos para la reconciliación, en tanto que para todos los otros sectores entrevistados -desde víctimas directas de la guerra a grupos de derechos humanos, desde movimiento campesino a intelectuales- lo que impide un genuino proceso de reconciliación es, justamente, el escamotear esa verdad histórica. En otros términos: la impunidad. Puede verse entonces que el término sigue siendo controvertido.
Pero la controversia no se plantea sólo en el campo discursivo, académico; no se trata de una diferencia doctrinaria producto de un ejercicio intelectual. Es una diferencia política derivada de proyectos antitéticos, es la expresión de poderes que se relacionan asimétricamente y que tienen una larga data. El conflicto armado interno que duró 36 años y ocasionó 200.000 muertos y alrededor de 45.000 desaparecidos, con un millón de desplazados internos, con más de 600 aldeas masacradas y estrategias terroríficas de militarización de toda la sociedad, fue expresión de un proceso histórico que ya lleva siglos. El ejecutor de esas enormes violaciones a los derechos humanos fue básicamente el ejército, y en buena medida esa virtual fuerza de ocupación interna que constituyeron las patrullas de autodefensa civil (campesinos mayas pobres que se vieron obligados a controlar, y en muchos casos masacrar, a otros campesinos mayas pobres). Pero lo que estalló con la guerra que comienza en 1960 (con unos jóvenes militares díscolos, nacionalistas, que se levantaron contra las injusticias históricas sin ser un planteo marxista en sentido estricto) no es sino la expresión de algo que hoy sigue presente, y que hace a la estructura más profunda de esta sociedad. La situación actual de Guatemala, 2013, con su imparable epidemia de violencia y esa historia de 245.000 muertos en la guerra interna en estos últimos años más todo el dolor que eso trae como secuela, va más allá de ese conflicto puntual que tuvo como protagonistas al ejército y al movimiento insurgente, y que golpeó especialmente al campesinado maya, base social de la guerrilla según la lógica contrainsurgente. « La historia inmediata no es suficiente para explicar el enfrentamiento armado» , concluye la Comisión para el Esclarecimiento Histórico. «La concentración del poder económico y político, el carácter racista y discriminatorio de la sociedad frente a la mayoría de la población que es indígena, y la exclusión económica y social de grandes sectores empobrecidos -mayas y ladinos- se han expresado en el analfabetismo y la consolidación de comunidades locales aisladas y excluidas de la nación». [11]
En ese contexto se torna difícil, cuando no imposible, reconciliar las partes. Porque -insistimos una vez más con lo mismo- ni siquiera está claro quiénes deben ser los actores de esa reconciliación. Si la pobreza crónica, si la exclusión sistemática de las grandes mayorías y su marginación en el edificio social, si el racismo y la cultura de la impunidad han sido la constante de una historia que ya lleva varios siglos, todo lo cual pudo expresarse monstruosamente en el recién pasado conflicto interno, si todo ese entrecruzamiento de causas posibilitó que en un momento dado, al encontrarse todas las puertas cerradas para los cambios políticos que esas mayorías reclamaban se generara una guerra interna con las características ya conocidas, es casi imposible pensar que ahora, firmada la paz entre los insurgentes y el Estado al que se quería transformar, se pueda caminar hacia el entendimiento. En ese sentido es problemático hablar de reconciliación, porque la misma muy difícilmente será posible si la entendemos como el haber llegado a una concordia social. Las causas históricas y estructurales que pudieron posibilitar la pasada guerra interna no han desaparecido, por lo que no termina de quedar claro qué reconciliar entonces. Y la reciente movida política de anular la sentencia a quien es un símbolo de esa guerra, el general José Efraín Ríos Montt (pues durante su presidencia de facto tuvo lugar la mayor cantidad de masacres), en modo alguno puede ayudar a la reconciliación. Por el contrario, prácticamente la sepulta.
Ahora bien: si reconciliación intenta significar -como lo quieren algunos sectores- olvidar el pasado reciente, olvidar la guerra sucia, olvidar la violación sistemática de derechos humanos en que vivió el país por largos años, eso significa también, en forma indirecta, olvidar las causas estructurales que encendieron esa guerra. La posición contraria, aquella que intenta recuperar la memoria histórica para no olvidar lo ocurrido en el conflicto armado buscando justicia y reparación de los daños sufridos, aproxima más a la idea de reconciliación. Pero quizá, extremando las cosas, podría preguntarse si es posible realmente alcanzar una sociedad reconciliada, o el objetivo deseable -quizá el único posible- no es sino seguir trabajando por una sociedad con más cuotas de justicia. Reconciliación, como en alguna medida se plantea con estas iniciativas que se están llevando a cabo hoy día aunque sin decirlo así expresamente, sería en todo caso búsqueda de mayor justicia. Pero no solo para castigar a los culpables del genocidio vivido (algún militar como símbolo, para el caso el general Ríos Montt) y para reparar las secuelas que el mismo dejó, sino como transformación de las matrices sociales con que el país ha venido desarrollándose, con un Estado que no está al servicio del colectivo sino que funcionó sólo como instrumento de los poderes intocables que marcan la historia nacional.
Ello lleva a plantearse entonces cómo entender una «sociedad reconciliada»: ¿una sociedad donde se terminaron los conflictos?, ¿una sociedad guiada por el amor fraterno?, ¿una sociedad donde no hay diferencias? Eso, simplemente, no existe, por lo que ni siquiera es realista planteárnoslo. En todo caso, si a algo podemos aspirar, es a profundizar la búsqueda de mayor justicia social. La reparación de los daños del conflicto armado interno puede ser una importante llave en esa tarea. Un proceso de reconciliación que no toca esto, que no busca mayores cuotas de justicia social, para decirlo con una expresión de un ex funcionario del Programa Nacional de Resarcimiento, «es una casa con techo de vidrio». [12]
El rol del Estado en el proceso de reconciliación de Guatemala
Las experiencias de procesos post bélicos en distintas partes del mundo así como lo manifestado por todos los sectores consultados en las investigaciones sobre reconciliación antes citados realizadas en Guatemala, encuentran que el Estado debe ser el eje en torno al cual construir la consolidación de la paz y todas las tareas que impone el fin de una guerra interna. La reconciliación, por tanto, es un proceso que trasciende a las víctimas y a los victimarios por lo que, en consecuencia, debe ser impulsada por la sociedad en su conjunto, necesitando el concurso de una instancia superior que hace de garantía. Esa instancia es el Estado, en tanto ente que garantiza el buen funcionamiento, armónico y justo, de las distintas partes que componen el tejido social. Pero justamente ahí se plantea el problema en la realidad guatemalteca: ¿de qué Estado se habla?
La historia del país nos confronta con un Estado que ha jugado siempre desequilibradamente a favor de grupos de poder económico y no como ente armonizador entre los distintos sectores que componen la sociedad. El hecho de que en muchos aspectos fundamentales de la vida nacional el Estado haya sido históricamente muy débil, o incluso ausente, es una forma de evidenciar la política que los grandes grupos económicos han mantenido: diferencias enormes con los sectores más oprimidos, que constituyen la mano de obra no calificada, barata y sin mayor organización sindical que les permitió acumular grandes fortunas a partir de economías de exportación (el añil en su momento, luego el café, el banano o la caña de azúcar, hoy la palma africana). Como se ha dicho en más de una ocasión: un Estado-finquero, es decir, un aparato estatal puesto al servicio de la agroexportación manejado por unas pocas familias. Estado, por tanto, que se edificó sobre la base de una exclusión estructural y con una posición siempre racista, discriminatoria. La mala calidad o inexistencia de ámbitos básicos (salud, educación, política habitacional, seguridad) evidencia la historia misma del país. La recaudación tributaria con que se alimenta el presupuesto nacional (que al día de hoy no supera el 12% del Producto Bruto Interno) muestra fehacientemente esta historia. Dicho en otros términos: el Estado no ha resuelto los grandes problemas básicos de la sociedad guatemalteca, y como van las cosas, al menos con esa recaudación impositiva, no pareciera muy posible lograrlo. La situación de debilidad estructural del Estado se acentúa dramáticamente en las áreas rurales, dado el racismo imperante que segrega desde hace siglos a las grandes poblaciones mayas. No es exagerado decir que, viendo la diferencia entre la capital y el interior del país donde habitan los pueblos mayas, se está ante dos mundos distintos, incomunicados muchas veces.
Para muchos sectores en el interior del territorio nacional, fundamentalmente en el área de Occidente donde asientan las poblaciones mayas, el Estado se hizo evidente con fuerza recién para la década de los 70 del siglo pasado; pero no de modo constructivo, sino a través de un conflicto armado. El Estado por primera vez tuvo una presencia fuerte, contundente -y por cierto muy eficiente en la tarea planteada- a través de la guerra interna. Con la estrategia contrainsurgente que marcó la totalidad de la vida nacional, la militarización barrió el interior. Allí donde nunca había habido ni caminos de penetración, escuelas públicas ni puestos de salud, allí donde nunca llegaba una campaña de vacunación o la luz eléctrica, proyectos de agua entubada o créditos para la producción agropecuaria, allí llegó el Estado por medio del ejército. Y no para vacunar o para promover proyectos productivos precisamente.
Es importante recalcar el papel del ejército en toda esta dinámica. Hoy día, luego de la firma de la paz, existe la tendencia a verlo como el responsable del genocidio vivido en las pasadas décadas. En cierta forma, lo es; aunque hay que entender eso en la dinámica político-social que lo posibilitó en un contexto histórico determinado. «Dicen que el ejército tiene que pedir perdón. ¿Perdón de qué? todo lo que el ejército hizo fue cumplir órdenes, de acuerdo al mandato constitucional. Ahora los que hicieron muchas cosas se hacen las blancas palomas. ¿Acaso uno no sabe de las responsabilidades de varias personas, instituciones y sectores?», se preguntaba una de las personas entrevistadas en el citado estudio del PNUD. [13]
El país se vio envuelto en un brutal conflicto interno en el marco de la Guerra Fría que marcó largas décadas del siglo XX, enfrentamiento entre dos bloques de poder, entre dos ideologías y proyectos de sociedad irreconciliables que nunca llevó a disparar un misil nuclear entre Washington y Moscú pero que se trasuntó en mortíferas guerras internas a lo largo de buena parte de la geografía del mundo. En la región centroamericana, las guerras de Nicaragua, El Salvador y Guatemala lo patentizaron de modo elocuente. Y en Guatemala en particular, luego del triunfo sandinista en 1979 en la vecina Nicaragua y ante el auge del movimiento armado y la organización de base que se venía dando en el país, la respuesta anticomunista -ya presente desde 1954 luego de la decapitación de la «primavera democrática»- fue contundente. Los grupos de poder, aquellos en cuyo beneficio el Estado-finquero tenía el perfil que lo caracterizó por largos años con su carácter racista y excluyente, en el medio de esa hiper caliente Guerra Fría que marcaba la dinámica internacional, reaccionaron. El ejército, tal como lo dice el testimonio citado, no hizo sino cumplir su mandato. Las tácticas contrainsurgentes fueron la respuesta orgánica de un modelo de sociedad -la que representa ese Estado-finquero justamente- ante la posibilidad real de un cambio, de una transformación en las estructuras que comenzaba a tomar cuerpo. La respuesta del ejército -sin dudas enorme, enérgica, sin miramientos- fue, en definitiva, aquello para lo que todas las fuerzas armadas del continente habían sido preparadas por años en la doctrina de Seguridad Nacional impulsada por la geopolítica estadounidense. Por cierto que como institución no está exento de responsabilidad en las masacres, torturas, desaparición de personas y toda técnica de guerra sucia que utilizó (¿acaso los niños masacrados a patadas o golpeados contra las rocas eran combatientes?, ¿eran guerrilleros los fetos arrancados de los vientres maternos?, ¿lo eran los ancianos muertos a machetazos?, ¿era necesario incendiar casas y sembradíos de los campesinos indígenas para combatir a la guerrilla?), pero ello no es sino la puesta en práctica de lo aprendido. ¿Para qué, si no, la escuela de las Américas, la Academia de West Point y los cursos de contrainsurgencia diseñados por Washington? ¿Para qué, si no, el anticomunismo visceral en que se formaron los oficiales latinoamericanos por largos años? Ríos Montt no es sino la expresión de todo ello, como lo fueron Pinochet en Chile, Videla en Argentina o cuanto militar latinoamericano participó en alguna de estas guerras sucias.
Aunque sin dudas tiene un grado de responsabilidad en el conflicto vivido (por cierto lo tiene, y grande), el ejército no debe quedar como «el malo de la película», porque ello sería escamotear la verdad histórica. Fue el Estado en su conjunto quien reaccionó, el tradicional Estado-finquero, siendo el ejército su brazo ejecutor. Eso no hay que perderlo de vista. En esa estrategia surgieron, como mecanismo paraestatal, las patrullas de autodefensa civil. Todos esos mecanismos de control social no fueron «excesos», «errores» o «desviaciones psicopatológicas en la aplicación de órdenes recibidas»; fueron parte de una estrategia de dominación fríamente pensada.
«Si bien en el enfrentamiento armado aparecen como actores visibles el ejército y la insurgencia, la investigación realizada por la CEH ha puesto en evidencia la responsabilidad y participación de los grupos de poder económico, los partidos políticos y los diversos sectores de la sociedad civil. El Estado entero con todos sus recursos ha estado involucrado. Reducir el enfrentamiento a una lógica de dos actores no explicaría la génesis, desarrollo y perpetuación de la violencia, ni la constante movilización y diversa participación sociales que buscaban reivindicaciones sociales, económicas y políticas», pudo concluir la Comisión para el Esclarecimiento Histórico. [14]
Durante la guerra interna fue ese Estado el que reprimió fenomenalmente a la población, militarizando todos los espacios de la vida nacional, promoviendo el terrorismo y la violación sistemática de los derechos humanos como práctica cotidiana en su actuar, sin ninguna instancia superior que pudiera fiscalizarlo. Habiéndose llegado a la firma de la paz -más por una coyuntura internacional desfavorable al movimiento insurgente que llevó a esa salida concertada (caída del campo socialista) que por un proceso de negociación en igualdad de condiciones con el gobierno de turno-, es ese mismo Estado que por décadas se había constituido en violador a los derechos de la población quien debe encargarse de impulsar las correspondientes políticas de pacificación y reconciliación.
Finalizada la guerra interna desde el Estado -y al mismo tiempo también desde la sociedad civil- se emprendieron numerosas iniciativas para reparar y transformar las secuelas del enfrentamiento y la cultura violenta que dejaron 36 años de militarización. Se habló insistentemente de reconciliación. Pero luego de más de una década y media de firmados los Acuerdos de Paz, la violencia en términos generales no decrece y las heridas del conflicto armado interno no terminan de cerrar. La demostración de impunidad recientemente sufrida con la anulación de la sentencia contra el general Ríos Montt prácticamente alejan esa posibilidad para siempre. Olvidar las secuelas, obviamente, no es cerrarlas. Incluso la violencia ha tomado otras formas con la aparición de nuevas expresiones; ahí están la «epidemia» de criminalidad inundando todo, el crecimiento imparable de pandillas juveniles (las maras), los linchamientos, la mal llamada limpieza social, el feminicidio en curso con cantidad de mujeres asesinadas diariamente y en algunos casos desmembradas, expresiones todas que sirven para recordar que la guerra terminó…, pero no tanto. Como se mostraba anteriormente, en términos epidemiológicos de salud pública la situación en relación a la violencia no solo no mejora sino que empeora. ¿Por qué? ¿Algo se está haciendo mal en los programas que intentan sembrar la reconciliación en la sociedad y una nueva cultura de paz? ¿Es más difícil de lo que se pensaba transformar pautas de comportamiento social? ¿Acaso la sociedad guatemalteca está fatalmente condenada a vivir en un clima de violencia aceptado como la cruda normalidad? ¿O existen sectores que favorecen la perpetuación de este clima de violencia? ¿Qué se busca desde el Estado cuando se habla de «reconciliación»?
Si bien se han dado pasos formales desde el aparato de Estado para desmontar los mecanismos de la guerra interna y se cumplieron cabalmente algunos de los acuerdos establecidos (por ejemplo los de desmovilización del movimiento guerrillero y reducción del ejército), la experiencia de estos años muestra que todo ese proceso ha ido muy lento, mucho más de lo necesario para lograr efectos importantes. Al día de hoy hay un atraso muy grande en la implementación de esos acuerdos y la institucionalidad de la paz luce bastante débil. Buena parte de lo hecho en el campo de la post guerra en relación a la búsqueda de justicia y reparación de las víctimas -elementos que hacen al corazón de una política de reconciliación- han sido impulsado por el movimiento social, por ONG’s de derechos humanos, por organizaciones mayas. Ante una presión constante y en ocasiones decisivas de esos sectores, el Estado se limitó a ignorar u obstruir muchos de esos procesos, o en todo caso, a tener políticas reactivas, pero rara vez tomó la iniciativa. Eso se repitió en las distintas administraciones que vinieron ocupando el aparato estatal desde la firma de la paz en adelante, no siendo patrimonio del actual gobierno, encabezado justamente por un ex militar.
Es muy importante destacar al respecto que buena parte de esas acciones han venido siendo financiadas por la cooperación internacional, lo cual muestra, por un lado, la escasa voluntad del Estado para estar a la altura de las circunstancias requeridas, y por otro, la poca sostenibilidad en el tiempo de las mismas.
Pasadas cinco administraciones desde la firma de la paz (Álvaro Arzú, Alfonso Portillo, Oscar Berger, Álvaro Colom y la actual de Otto Pérez Molina), el Estado no ha jugado hasta ahora un papel decisivo en la implementación de soluciones a los problemas derivados de la post guerra. La reconciliación, en términos generales, sigue siendo una asignatura pendiente. En el momento de su presentación en 1998, el informe de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico sorprendió incluso a los grupos defensores de derechos humanos abriendo grandes expectativas. Por el contrario, el gobierno de Álvaro Arzú, el mismo que puso la firma al acuerdo de paz firme y duradera en 1996, rechazó públicamente gran parte de las recomendaciones allí indicadas considerándolas ya cumplidas o fuera de la competencia de la comisión de Naciones Unidas. [15]
Hace años que se viene diciendo insistentemente que sólo conociendo la verdad de lo ocurrido se puede enfrentar, procesar y superar un pasado luctuoso, evitando que se repita, pero al día de hoy la historia recuperada por el Informe «Guatemala. Memoria del silencio» de la CEH (así como el esfuerzo similar de la Iglesia Católica a través del estudio «Guatemala: nunca más») sigue siendo muy poco difundida. A nivel oficial el Estado no tiene una clara política de enseñar sobre el tema (por ejemplo a través de su inclusión en los programas de estudio del Ministerio de Educación) ni de apoyar procesos de búsqueda de la verdad o del paradero de los desaparecidos durante el reciente enfrentamiento. De alrededor de 1,000 procesos de exhumaciones de cementerios clandestinos desarrollados a la fecha, no hay prácticamente ningún caso llevado a los tribunales de justicia. Está claro que la mayor parte, por no decir prácticamente todo el esfuerzo de recuperación de la memoria histórica de lo vivido en el conflicto armado interno lo ha venido impulsando la sociedad civil organizada. En ese sentido cabe la pregunta: ¿de qué sirve conocer la verdad si va acompañada del silencio? Y si el Estado llega a un juicio histórico como el recientemente celebrado contra Ríos Montt y su jefe de inteligencia, el general José Mauricio Rodríguez Sánchez, los poderes tradicionales se encargan de silenciarlos. ¿De qué reconciliación puede hablarse entonces?
El papel jugado por el Estado en estos años de post guerra en cuanto al afianzamiento de la paz es débil, como débil es su perfil histórico en toda la historia nacional. Ello puede apreciarse en los presupuestos destinados a los entes encargados de viabilizar los Acuerdos de Paz, siempre exiguos. Por varios años la Secretaría de la Paz, con pequeños presupuestos, se dedicó a resarcir a víctimas del conflicto armando interno por medio de proyectos que son, de suyo, tarea natural de los distintos órganos del Estado: proyectos de agua potable, planes habitacionales, construcción de caminos. Eso muestra una filosofía de base, y más aún: una correlación de fuerzas políticas. El Estado-finquero tradicional, si bien no es ahora el mismo de comienzos del siglo XX o el del período de la dictadura de Jorge Ubico, no ha cambiado en lo sustancial, porque no han cambiado las relaciones de poder en el seno de la sociedad ni la cosmovisión en juego, es decir: una concepción racista, excluyente y patriarcal. Sólo para ilustrarlo con algún ejemplo: al día de hoy los cargos gubernamentales con poder de decisión o la composición del poder legislativo muestran una bajísima presencia de población maya en un país donde los pueblos originarios son mayoría. O, por otro lado, recién en el año 2006, 10 años después de firmada la paz firme y duradera, fue derogada la normativa legal que exoneraba de responsabilidad penal a los violadores que se casaran con su víctima, siempre y cuando ésta fuera mayor de 12 años. Es decir: el racismo y el patriarcado presentes como virtuales políticas públicas.
La Ley de Reconciliación Nacional aprobada en 1996 no ha servido mucho para reconciliar la sociedad; [16] allí queda expresamente abierto el camino para llevar a la justicia a los perpetradores de violaciones de derechos humanos a partir de hechos como tortura, masacre o desaparición forzada de personas. Pero ese camino nunca logra recorrerse. La Misión de Verificación para Guatemala de Naciones Unidas que acompañó por varios años el proceso de paz -MINUGUA- criticó en varias ocasiones la obstrucción de este camino por parte del Estado. El Ministerio Público nunca inició investigaciones por cuenta propia y tampoco investiga las denuncias que se presentan, incluso resistiéndose o negándose muchas veces a recibirlas. Solo en contadas ocasiones se logró iniciar un proceso judicial contra responsables de graves violaciones ocurridas durante la guerra interna. Estos procesos, en general, fueron acompañados por intimidaciones o amenazas para quienes denuncian, aún siendo jueces o fiscales. En algunos contados casos se logra una sentencia, aunque esto ocurre cuando los acusados son ex patrulleros de autodefensa civil, nunca miembros del ejército. Por este motivo los denunciantes han debido recurrir al sistema interamericano de justicia, que no identifica responsables individuales. Es de destacar que la actitud de las administraciones en este ámbito internacional es muy diferente. En varios casos se reconoció la responsabilidad del Estado llegándose a pagar indemnizaciones, pero eso evidencia que la política dirigida a superar el pasado pareciera tener una cara interna y otra internacional. De todos modos, hecho el balance de lo actuado hasta ahora en el ámbito de la justicia, puede verse que hay mucho que recorrer aún. Y, una vez, la oportunidad histórica que se abrió con el proceso contra estos dos militares recientemente (Rodríguez Sánchez y Ríos Montt) rápidamente quedó clausurada. El mensaje en juego es más que inequívoco.
No hay dudas que desde el Estado, en las diversas administraciones habidas desde la firma de la paz en 1996, ya sea por presiones del movimiento social guatemalteco o por necesarios reacomodos ante la coyuntura política internacional, ha habido al menos la intención de tomar la reconciliación post conflicto como un tema importante; al menos, eso se declamaba. Aunque no con toda la fuerza que se esperaba, se han venido cumpliendo algunas recomendaciones dadas por la CEH. De hecho en estos momentos existe un día de conmemoración a las víctimas, se ha reconocido la responsabilidad del Estado en muchos casos ante la jurisdicción internacional, existe un programa específico de reparación, se están realizando exhumaciones. Pero queda la pregunta: del modo que todo esto se está desarrollando, ¿alcanza efectivamente para reconciliar? Si se quiere preguntar de otro modo: ¿el país está en paz? La sola pregunta hace reír…¡o llorar!
La dinámica social y política ha ido llevando a concebir la idea de reconciliación, básicamente, en relación a resarcir los daños de los más afectados, que son las poblaciones mayas del interior del país. Pero en este punto no debe olvidarse que buena parte de esa población maya formó parte (obligada sin dudas, pero ahí está la complicación en juego) de las patrullas de autodefensa civil, las que justamente aparecen en infinidad de casos como victimarios, como perpetradores de los abusos cometidos durante la guerra. Es esto lo que complejiza mucho las cosas, en tanto deja siempre abierta la cuestión de cómo y a quién reconciliar. Está claro que reconciliar no puede consistir en decir una vez la verdad y después callarla, no puede ser decir que se permite hacer justicia y después, en los hechos concretos, evadirla. Y menos aún, reconciliación no puede ser crear un programa nacional para resarcir a los más afectados sólo con la entrega de una determinada cantidad de dinero, en tanto la verdad y la justicia siguen ausentes.
¿Reconciliación o reparación?
La modalidad con se desenvolvió la guerra interna en Guatemala no fue azarosa; la idea del alto mando militar -y de los estrategas del Pentágono, que son en definitiva quienes pusieron en marcha estas estrategias de «guerras de baja intensidad» [17] que se repiten en diversos puntos de Latinoamérica- fue crear condiciones para desmovilizar al movimiento insurgente, pero más aún a toda su base social sentando condiciones para que eso se perpetúe por varias generaciones. Las estrategias contrainsurgentes consistieron no tanto en golpear militarmente a las guerrillas sino en ahogarlas («quitarle el agua al pez»), desarrollando técnicas de control social y terror con los civiles a quienes ese movimiento revolucionario se dirigía. La aparente división infranqueable entre «víctimas» (guerrilleros subversivos y su base comunitaria) y «victimarios» (ex patrulleros de autodefensa civil) a que hoy asistimos en las regiones más castigadas por la guerra es producto de una tan genial como perversa estrategia político-militar. El «divide y reinarás» de Maquiavelo se muestra más vivo que nunca ahí.
«Pero como nosotros conocemos, la guerrilla es la misma familia; todos vecinos, y el ejército también la misma familia. Algunos vecinos están con el ejército. Eso duele, porque los mismos hijos de algunos vecinos vinieron a masacrarnos», expresaba un ex patrullero de la localidad de Chupol, en el departamento de Quiché. [18]
Dividir es la mejor manera de impedir la organización social. Romper la cohesión de la comunidad descomponiendo sus tejidos naturales posibilita mantener desintegrada a una población, y por tanto, quitarle su energía para impulsar luchas reivindicativas. Es en esa lógica maquiavélica que debe entenderse entonces la forma que tomó la respuesta contrainsurgente, fundamentalmente en las áreas mayas del Occidente del país donde actuó el movimiento insurgente desde los años 70, luego de su retiro de Oriente, donde surgió y fue quebrado en términos militares en la década del 60. Dividir, enfrentar entre sí a los mismos pobladores de la misma familia, crear condiciones «enloquecedoras» que favorezcan la fragmentación -vale releer la cita del ex patrullero recién citada- fue el corazón de la estrategia estatal en juego. Y es el «divisionismo» religioso (utilizando la palabra que los mismos pobladores emplean en la actualidad para describir el estado de sus comunidades) una de los elementos presentes más fuertes en la actual dinámica del área maya. Luego de la forzada catequización llevada a cabo durante siglos de colonia que dio como resultado una población totalmente católica -al menos en su expresión oficial: las tradiciones mayas nunca se perdieron-, hoy asistimos a una masiva conversión de esas mismas poblaciones hacia los nuevos cultos evangélicos. Se estima que alrededor del 60% de las poblaciones mayas, las mismas que quedaron divididas entre «víctimas» y «victimarios» después de la guerra, actualmente hace parte de alguna iglesia neopentecostal, cultos que apuntan de un modo virulento -y por cierto efectivo- a despreocuparse de lo terrenal poniendo todo el énfasis en lo divino, en lo religioso. [19] Y las divisiones se siguen perpetuando. Por lo que, si de control social se trata, está claro que la guerra terminó… pero no tanto. Curiosa y «coincidentemente», la aparición de todas estas nuevas iglesias evangélicas se da -tanto en Guatemala como en otros países de Latinoamérica- en el marco de las guerras sucias de estas últimas décadas. No hay dudas que existen planes maestros diseñados para el continente. El Documento de Santa Fe II, [20] pieza maestra del pensamiento conservador estadounidense de estas últimas décadas, hace expresa mención de la necesidad de pelear contra la Teología de la Liberación como un peligro para sus intereses (en ese contexto aparecieron las iglesias neopentecostales).
Es absolutamente indiscutible que el Estado debe actuar después de terminado el enfrentamiento bélico, quizá no tanto para reconciliar lo irreconciliable, sino para permitir que, por medio de la justicia, el todo social pueda mantener un cierto equilibrio que le permita continuar existiendo. El Estado, como instancia rectora de la vida nacional, debe entonces jugar el papel de agente «equilibrador» entre las distintas partes. El punto de llegada de esas acciones no será un paraíso de «hermanos en el amor fraterno reconciliados para siempre» (eso no existe y ni puede existir), pero sí, al menos, una sociedad donde haya cuotas de justicia mínima, donde las instituciones estatales están al servicio del bien común.
Para lograr esos objetivos, para acercarse a la idea de reconciliación (sabiendo de las limitaciones reales de ese proceso) un paso fundamental, junto al conocimiento de lo que pasó, es reparar los daños que quedaron. De ahí que las acciones de resarcimiento han tenido -y seguramente seguirán teniendo- mayor dinamismo que otras, que la recuperación de la memoria histórica o que la promoción de justicia. Pero ello no significa que debe olvidarse la búsqueda de la verdad ni, una vez conocida ésta, no hacerse la justicia. El trabajo post conflicto debe plantearse siempre como una iniciativa integral, donde recuperar la verdad histórica y hacer justicia a partir de la misma deben tener tanta importancia como resarcir los daños ocasionados por las violaciones acaecidas. Sin embargo el reparar esas heridas dejadas por el conflicto tiene el efecto de dar respuestas concretas, tangibles, que para las víctimas revisten un valor inmediato. Ahora bien: la dificultad se plantea en cómo lograr esa reparación.
En este ámbito se han venido dando algunos pasos en estos años de post guerra, siempre a partir de las recomendaciones dejadas por la CEH, pero los progresos obtenidos a la fecha han sido relativamente limitados. Desde un primer momento luego de la firma de la paz se había acordado reparar a las víctimas del conflicto, aunque durante varios años las distintas administraciones solo dieron pasos simbólicos, aplazando un programa efectivo de reparación. Siete años después de la firma cambió el panorama. En el año 2003, en el marco de las elecciones presidenciales que se avecinaban, el FRG lanzó una oferta a los ex patrulleros de autodefensa civil de pagar una indemnización individual por los servicios prestados en «defensa de la patria». Contra toda crítica de la sociedad civil ante esta propuesta demagógica de resarcimiento a quienes aparecen como los victimarios, en ese contexto el por ese entonces presidente Portillo inició las negociaciones del caso creándose así el Programa Nacional de Resarcimiento, el PNR, luego de haber gastado ya 900 millones de quetzales en los ex PAC. Durante su período presidencial y pese a la existencia del PNR, las víctimas no recibieron nada de lo prometido, delegándose esa tarea al próximo gobierno. Es evidente que la idea de reconciliación se resiste, y desde el Estado no se ha tenido hasta ahora claridad de qué hacer al respecto.
El programa de reparación, de hecho, ha estado desarrollando distintas acciones. Lo que es evidente es que el otorgamiento de un pago monetario, como ha ido pasando a ser desvirtuando así su esencia original, no sirve para lograr bases firmes que fortalezcan un proceso de paz. Desde los movimientos sociales de base, apenas conocidas las recomendaciones de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico, se propusieron pasos concretos en relación a las iniciativas de reparación: a) reparación material, buscando que el Estado restituya a la población afectada lo que la misma tenía antes del conflicto armado; b) reparación cultural, tendiente a reconstruir los desgarrados tejidos sociales que las estrategias militares destruyeron; c) reparación moral, apuntando a promover la dignificación de las víctimas, d) reparación psicosocial, orientada a la promoción de un trabajo de sanación psicológica de los afectados, y e) reparación económica, entendida como las medidas de compensación para indemnizar a las víctimas de violaciones. Es decir: la reparación debería tener una visión integral que no se reduce a un pago monetario.
La reparación a la que debe aspirarse tiene que buscar el objetivo de aliviar el sufrimiento de la población que padeció durante el conflicto armado combinando la búsqueda de justicia con la dignificación de las personas afectadas, más medidas concretas de resarcimiento, siempre entendidas como acciones integrales y colectivas. La salida individual de un pago específico y puntual -que fácilmente puede evaporarse en una cantina, como muchas veces sucede- no hace sino contribuir a mantener la condición de víctima, no resolviendo nada en definitiva. En todo caso, conociendo cómo funcionaron las estrategias de control social y desintegración de las redes de base, quizá pueda ser más útil pensar en «sobrevivientes», para zanjar la diferencia de víctimas y victimarios a lo interior de las comunidades y poder caminar con mayores posibilidades de éxito hacia un proceso de reconciliación. Zanjar esa diferencia, claro está, no significa impunidad; intenta darle una visión más global, más integral al verdadero problema que aqueja a las comunidades, que en un sentido más general implica que todos son víctimas de las estrategias militares sufridas.
En buena medida las acciones de reparación van acotándose al ámbito local de las poblaciones mayas, los principales perjudicados durante el conflicto armado. Quizá podría, o debería, plantearse el tema de la reparación, de la reconciliación y de la construcción de la paz (¿de una nueva sociedad incluso?) en la esfera de lo nacional; pero hoy por hoy, considerando que el grueso de las consecuencias de la guerra se viven en las áreas rurales, las áreas de población maya -una vez más en la historia de estas tierras: los principales damnificados-, la casi totalidad de iniciativas post guerra tienen lugar en estos escenarios. En función de esto es quizá importante preguntar y saber escuchar en las comunidades qué iniciativas tomar para promover la reconciliación. En ese contexto adquiere una importancia definitoria el hecho de poder hablar entre todos como «sobrevivientes». Y una vez más es imprescindible remarcar que reconciliación no es impunidad. Avanzar con posibilidades reales de incidencia y no sólo con gestos formales en un proceso de este tipo debe llevar a reconocer que la realidad es más compleja que víctimas (buenas) y victimarios (malos), cuando se trata de entender los tejidos locales. La realidad es infinitamente más complicada que esta maniquea distribución de papeles; de hecho, dadas las circunstancias, cualquiera (es decir: todos) podemos jugar ambos roles en distintos momentos.
Hay distintas cuotas de responsabilidad en lo sucedido durante la guerra, de ahí que buscar la reconciliación entre las partes implicadas tiene siempre algo de rompecabezas por armar. En las comunidades mayas hay una realidad que, obviamente, no es la misma que la dinámica geoestratégica global en que se enmarca mucho de lo que pasó en Guatemala en estos recientes años. Si se va de lo micro hacia lo macro, desde lo local a lo nacional (e incluso a lo global, entendiendo que la guerra interna hay que verla en el contexto de lo que fue el enfrentamiento Este-Oeste), para lo local en las áreas del Altiplano hay que plantearse estrategias de intervención particulares, quizá distintas a lo que debe levantarse como políticas nacionales. Hablando de lo local, que es donde en principio tienen su lugar de intervención las actuales acciones de resarcimiento, los tejidos comunitarios deben ser el espacio donde trabajar, dado que es ahí donde hay que pensar la reconciliación, es allí donde conviven la viuda y el victimario de su esposo, es allí donde comparten el mismo espacio los hijos de un masacrado con los perpetradores de esas masacres. Ahora bien: los patrulleros de defensa civil, campesinos mayas pobres que funcionaron en muchos casos como verdugos de sus propios hermanos, otros campesinos mayas pobres, no son los responsables últimos de esas atrocidades; por tanto tratar por igual a todos como victimarios no puede ser conducente para un proceso de reconciliación.
A ello se agrega algo paradójico: existe una cantidad considerable de población en las áreas rurales de lo que fueran los principales escenarios bélicos que por distintos motivos (recordemos las tácticas de guerra psicológica que mencionábamos más arriba) se siente ideológicamente más identificada con los militares, no se sienten víctimas y desea su indemnización como ex PAC. No por casualidad esos sectores han sido base de los triunfos electorales del general Ríos Montt, uno de los principales sindicados de ese genocidio justamente. Hay un desbalance entre el número de los identificados como víctimas por el Programa Nacional de Resarcimiento (unas cuantas decenas de miles) y los que se reconocen como «defensores de la patria», ex PAC que mantienen un visceral (y obviamente inducido) anticomunismo producto de los peores años de la Guerra Fría. En ese sentido es de destacar el papel que juegan grupos militaristas y guerreristas que continúan con discursos visceralmente anticomunistas, que recientemente salieron a relucir con toda su imagen contrainsurgente con motivo del juicio al general de marras. Por lo que, pensando en el impacto a largo plazo de las acciones emprendidas desde el Estado, es necesario quizá reconsiderar, ya como política pública sostenible en el tiempo, el ámbito de trabajo para la reconciliación. En las poblaciones mayas, silenciadas aún por el miedo de lo ocurrido, tal vez más importante que un cheque -el cual quizá se podrá seguir dando- es generar los espacios para que la gente hable, recupere su historia y pueda reconocer qué es lo que pasó. En otros términos: la justicia no es tanto llevar a un juzgado a un ex PAC -como de hecho ha sucedido en algunos pocos casos (¿chivos expiatorios?, ¿por qué a un ex PAC sí y a Ríos Montt no?)- sino permitir procesos genuinos de conocimiento de la verdad por toda la comunidad, incluyendo a todos los implicados. Eso no es fácil, pero quizá es el único camino para permitir que las poblaciones vuelvan a sentirse dueñas de su vida, de su historia, de su futuro. O si se quiere: permitir que por primera vez en su historia puedan serlo, dado que hasta ahora no han contado en las grandes decisiones nacionales (siempre tomadas en la capital por unos cuantos pocos no-mayas); y si han contado, lo han hecho como mano de obra barata para las fincas, para el servicio doméstico o para la milicia.
Ello implica, entre otras cosas, difundir los hallazgos de la CEH como parte de una sistemática política de Estado en los niveles locales. E implica también modificar la estructura misma del Estado para poder llevar adelante ese proceso. El Estado-finquero tradicional, el Estado que se valió de esa fuerza paramilitar para su estrategia contrainsurgente, es más que obvio que no sirve para esto.
Dicho de otra manera: para promover la reconciliación social (o si preferimos expresarlo de otro modo: para promover cuotas mínimas de justicia en la sociedad guatemalteca), es imprescindible comenzar por trabajar en la transformación del actual Estado. La firma de la paz implicó el fin de un modelo de Estado autoritario, pero de ningún modo el fin del autoritarismo dentro de ese Estado, o incluso, dentro de la sociedad. El Estado sigue siendo débil (hablábamos más arriba de la raquítica recaudación fiscal con que se cuenta, y que debe cambiar en forma drástica si se quiere hacerlo eficiente) y continúa permeado por esos intereses sectoriales que se mueven con características mafiosas. Esos sectores continúan gozando de un clima de impunidad generalizado, creado durante el pasado conflicto armado y que nunca se desarticuló, lo cual alimenta y refuerza la cultura de violencia actual y que se manifiesta quizá como el principal obstáculo a la profundización de la reconciliación y la justicia social. Si los acuerdos de paz firmados en 1996 se visualizaban como una opción clave para combatir el clima de violencia e impunidad históricos, el cumplimiento lento y parcial que han tenido deriva entonces en el mantenimiento de condiciones que tienden a perpetuar un negativo clima de violencia general, con mantenimiento del autoritarismo y la impunidad, lo cual afecta la convivencia social, haciendo que aparezcan hoy índices de violencia superiores aún a los vividos durante la guerra, con el linchamiento aceptado en tanto una supuesta forma de «justicia popular». De esa cuenta, la reconciliación y la consolidación de la paz pueden ir quedando así como una buena intención, políticamente correctas, pero que al no ser debidamente atendidas, tienden a morir. Y el mensaje reciente de la anulación de una sentencia contra el principal símbolo de esa guerra fratricida no ayuda en nada a la pacificación. De hecho, la agenda de la paz fue desdibujando su perfil en las distintas administraciones que siguieron a su firma en el año 1996. Si no se hace algo contundente contra todo eso, si no se ataca de raíz la impunidad, irremediablemente la guerra irá pasando a ser un triste recuerdo (si no lo es ya) y las condiciones de conflictividad social allí seguirán. ¿Nuevas guerras en puerta? Las coyunturas las sirven en bandeja: ¿qué son, si no, las medidas represivas contra quienes protestan contra las multinacionales mineras, por ejemplo?
Los diversos Acuerdos de Paz oportunamente firmados constituyen importantes instrumentos para poner en marcha las transformaciones que el Estado demanda; en sus más de 250 páginas se contempla un ambicioso plan para un cambio profundo. La cuestión estriba en quién los pone en práctica. Los Acuerdos de Paz, como cualquier documento en definitiva, son una expresión de voluntades, pero su cumplimiento efectivo depende no tanto de la letra inserta en el papel sino de las relaciones de fuerza reales que se mueven en el seno de la sociedad. Por ello la reconciliación, la profundización del proceso de paz y la construcción de nuevos modelos sociales de mayor equidad sin impunidad son tareas políticas que no se ciñen a la letra de ningún documento. Son, en definitiva, construcciones de los colectivos sociales, de los pueblos, son relaciones de poder.
Es por ello que hoy, como una tarea imprescindible para posibilitar un clima político-social que permita seguir avanzando en las tareas de reparación post bélica sentando bases para que similares explosiones de violencia extrema no se repitan, urge consolidar las recomendaciones de los Acuerdos de Paz y del Informe de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico. En ese sentido es impostergable el combate contra la impunidad, contra la corrupción y la cultura autoritaria.
El autoritarismo como matriz cultural está presente en toda la historia del país. El ejército -una de las tantas expresiones de la vida nacional-, como todo cuerpo castrense de cualquier país, es vertical en su funcionamiento, se basa en marcados órdenes jerárquicos. Pero la cultura vertical es una constante en toda la historia de Guatemala, mucho más allá de las fuerzas armadas. Basta ver las relaciones económicas de un país agroexportador basado en la producción de las grandes fincas, o el racismo ancestral que inunda por completo la sociedad para comprobar que todas las relaciones sociales no son sino una expresión de esa raíz autoritaria y excluyente, con la impunidad siempre como telón de fondo. Hoy día el ejército ha sido ostensiblemente reducido en cumplimiento de los Acuerdos de Paz y está subordinado al poder civil con una nueva doctrina institucional dejando de lado la Seguridad Nacional y el combate contra el enemigo interno que lo caracterizaron durante los años de la Guerra Fría. De todos modos la pregunta en torno a la reconciliación sigue en pie: ¿se trataba de reconciliar sociedad civil con el ejército? La fuerza castrense ha realizado un ingente esfuerzo por lavar su cara luego de la guerra sucia, para dejar de ser impresentable. No hay dudas que algo ha pasado en ese tejido social -¿la actual epidemia «incontrolable» de violencia ciudadana es parte de una estrategia de control social que algún sector impulsa?-, puesto que hoy, luego de la exigencia de retiro de numerosas bases militares de comunidades afectadas por la guerra que se registró hace apenas unos años, asistimos a un considerable pedido por parte de esas mismas comunidades de reapertura de las mismas y de presencia del ejército para combatir la delincuencia desatada. De hecho, las fuerzas combinadas donde el ejército patrulla las calles junto con la Policía Nacional Civil en general son bien vistas por buena parte de la población urbana. ¿Quién debe reconciliarse con quién?
Quizá ni convenga seguir utilizando el término «reconciliación» en el ámbito social de la post guerra por todas estas cargas negativas que hemos venido mencionando. Pero sí está claro que hay que trabajar para que las heridas dejadas por el conflicto puedan curar, y para que una catástrofe de esas dimensiones no pueda volver a ocurrir. Para ello, entonces, es básico trabajar en función de transformar el autoritarismo y la impunidad dominantes. En ello el Estado juega un papel crucial. Debe ser desde el Estado desde donde generar políticas públicas nacionales, sostenibles, claras y transparentes, para establecer nuevas reglas de juego en la sociedad. Es imperioso combatir los poderes paralelos ocultos en las estructuras estatales y dar muestras claras de ataque a la impunidad. Para ello el Estado debe aumentar su recaudación tributaria, y junto a ello es imperioso trabajar contra la corrupción para evitar así el falaz discurso de una élite que se resiste a ceder la más mínima cuota de poder y que hace del no pago de impuestos casi un estandarte político, enmascarando esa práctica en la rebuscada fórmula de «no más impuestos, no más corrupción».
En ese proceso de transformación del Estado, la reparación de los daños de las víctimas del conflicto armado tiene una importancia estratégica decisiva, pues eso muestra que hay una voluntad expresa de afrontar las secuelas de la guerra generando una nueva base para la sociedad, contra la impunidad y los poderes ocultos que se siguen perpetuando. Tal como dice el dictamen de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el Caso «Masacre de Plan de Sánchez», en Rabinal: «Las reparaciones no se agotan con la indemnización de los daños materiales e inmateriales (….). A ellas se agregan otras formas de reparación [tales como] la obligación de investigar los hechos que generaron las violaciones, identificar, juzgar y sancionar a los responsables.» Investigar esas causas es actuar contra la impunidad, contra el autoritarismo y la exclusión estructural. La respuesta de la Corte de Constitucionalidad anulando la sentencia en el caso Ríos Montt conspira contra todo eso.
Si se apunta a recuperar la historia nacional superando la idea de reconciliación entre vencedores y vencidos por una visión más integral, más crítica, donde la justicia es el elemento clave, donde las estrategias de reparación se liguen realmente a lucha contra la pobreza -que sigue siendo el problema de base de la sociedad (51% de la población bajo el límite de pobreza), amplificado más aún con los planes neoliberales que se impusieron estos últimos años y con la participación en el Tratado de Libre Comercio firmado con Washington, el CAFTA-, se podrá decir que se trabaja por una verdadera superación del pasado. Si no, no se pasará del clásico esquema asistencial de ayuda puntual a los damnificados, pero sin entrar a tocar las causas estructurales de su desagracia, y en este caso, sin tocar el ámbito de la justicia, que es una de las aristas fundamentales para contribuir realmente a establecer nuevas relaciones sociales que puedan superar el pasado combatiendo la impunidad. Recordemos la acertada expresión del alemán Willy Brandt ya citada: «La culpa no se hereda, pero se heredan responsabilidades». El lugar de Europa donde menos neonazis hay hoy día es justamente Alemania, por el trabajo profundo y continuo de revisión de la historia que su población ha hecho. ¿Se podrá superar la conflictividad en Guatemala negando el pasado, o así sólo se alimenta más conflictividad?
Toda la institucionalidad de la paz, es decir: el Programa Nacional de Resarcimiento, la Secretaría de la Paz y la Comisión Presidencial en Derechos Humanos, además del Sistema Judicial en pleno, deberían destinar sus esfuerzos hacia toda la sociedad civil, la directamente afectada por los 36 años de guerra en principio, pero sin olvidar la importancia de transformar los temas de la paz en elementos de la totalidad del colectivo nacional. Es imprescindible trabajar con los pueblos mayas (los violentados y los obligados a violentar), pero también es importante trabajar con la población no-maya en el Oriente del país o en la capital. Impulsar procesos de exhumaciones en estos sitios podría servir como un catalizador para hacer masivo el problema del conflicto armado, convirtiendo así el pasado en un problema de todos. La más amplia difusión de la verdad histórica es la mejor garantía de transformar la herencia de la guerra en un tema de agenda nacional de todos los sectores. Se debe buscar seguir incidiendo en ello, promover la inclusión del Informe de la CEH en todo espacio posible, dar a conocer las causas reales del conflicto, trabajar contra las desigualdades de origen que lo posibilitaron incidiendo en una mejor distribución de la renta nacional. La triste historia de los 36 años tiene como matriz la otra historia de los más de 500 años. Si no se cambia esta última, nada asegura, más allá de buenas intenciones o declaraciones pomposas, que la primera no pueda repetirse.
La conflictividad en la sociedad guatemalteca en modo alguno ha terminado, aunque se hayan firmado acuerdos de paz. Sigue latente, y se expresa en diferentes modos, aunque ya no existan campañas de tierra arrasada ni desaparición forzada de personas. La conflictividad se hizo evidente en modo catastrófico con esas políticas que impulsó el Estado contrainsurgente de algunas décadas atrás, con toda la impunidad del caso, llegándose a un genocidio, justamente porque una historia previa de autoritarismo y exclusión absoluta lo facilitó/permitió/determinó. De hecho, el conflicto armado interno de Guatemala, escrito con el mismo guión de todas las guerras sucias que sufrieron los distintos países latinoamericanos en los años recién pasados, fue el más sangriento de todos en la región, el más brutal, con la mayor cantidad de víctimas, de masacres, de daños sufridos por la población. En ningún otro punto de América Latina asistimos a una situación similar. Y fue también el que más impune ha quedado (cuando se creía que el juicio al general Ríos Montt venía a sentar las bases de una justicia reparadora, inmediatamente esas expectativas se desvanecieron). Es el Estado guatemalteco el que menos acciones de justicia ha emprendido en toda la región latinoamericana para revisar ese pasado reciente buscando medidas que puedan ayudar a procesar lo vivido. La mejor -quizá la única- manera de recuperar y procesar el pasado es teniéndolo siempre presente, conociéndolo a fondo, no olvidándolo, ya se trate de los 36 o los 500 años los que están en juego. Por último, lo que nunca debemos perder de vista es que el primero se explica por el segundo; no puede resolverse uno si no se resuelve el otro. Pedir un «nunca más» en relación a la represión y al genocidio, más allá de las mejores buenas intenciones, es un imposible si no cambia la historia de exclusión e impunidad que los permitió. Si es posible reconciliar una sociedad -sabiendo de las tremendas dificultades en juego- ello no se logra sólo arreglando las heridas dejadas por el enfrentamiento bélico. Eso ayuda, es un elemento importante, pero no alcanza. Si no hay justicia social no puede haber paz social.
Tal como lo expresara una dirigente maya hablando de la actual democracia guatemalteca, que supuestamente ya terminó su fase de transición con más de 25 años de proceso (¿se llegó a la democracia plena entonces?): «Nunca tuvimos tantos derechos como ahora, pero tampoco nunca tuvimos tanta hambre como ahora». [21] Mientras siga habiendo gente con hambre, seguramente seguirá la violencia y será imposible hablar con seriedad de reconciliación porque -como dijo alguien mordazmente- es muy probable que, hambrientos, nos terminemos comiendo la palomita de la paz.
NOTAS
[1] Diccionario de la Real Academia Española. Versión electrónica. Artículo «Reconciliar». Disponible en http://buscon.rae.es/draeI/
[2] Cabanellas, Guillermo. «Diccionario Enciclopédico de Derecho Usual». Buenos Aires. 1979.
[3] Ver Garavito, Marco Antonio. «Violencia política e inhibición social». Ediciones FLACSO/UNESCO. Guatemala, 2004.
[4] Bonilla-Molina, Luis y El Troudi, Haiman. «Guerra de cuarta generación y la sala situacional». Disponible en: http://www.monografias.com/trabajos16/guerra-cuarta-generacion/guerra-cuarta-generacion.shtml
[5] Schimmer, Jennifer. «Las intimidades del proyecto político de los militares en Guatemala». Guatemala. 1999.
[6] Blanco, Orlando. «El cumplimiento de las recomendaciones de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico. Una estrategia para la reconciliación y la paz en Guatemala», en «Reconciliación», PNUD. Guatemala, 2001.
[7] Gutiérrez, Juan. «Experiencia sobre reconciliación en Gérnika Gogoratuz», en «Reconciliación», PNUD. Guatemala, 2001.
[8] Aguilar, Mariel; Wantland, Rosa María y Rodas, Amanda. «Proyecto: Facilitando diálogos para la paz», en «Reconciliación», PNUD. Guatemala, 2001.
[9] PNUD. «Reconciliación». Guatemala. 2001
[10] odas Ramos, Amanda; Aguilar, Mariel; Wantland, Rosa María. «Los Dilemas de la Reconciliación». Guatemala. 2002.
[11] Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH). «Guatemala. Memoria del Silencio». Guatemala. 1999. Conclusiones y Recomendaciones. Pág. 7.
[12] Rafael Herrarte (ex funcionario del Programa Nacional de Resarcimiento), en entrevista privada.
[13] Gutiérrez, Juan. «Experiencia sobre reconciliación en Gérnika Gogoratuz», en «Reconciliación», PNUD. Guatemala, 2001. Pág. 11.
[14] Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH). «Guatemala. Memoria del Silencio». Guatemala. 1999. Conclusiones y Recomendaciones. Pág. 7.
[15] Ver Bornschein, Dirck. «Reconciliación en Guatemala. Contra un muro del silencio». Guatemala. 2004.
[16] Vale recordar que en la década de los 80 el Estado promovió una «amnistía» a fin que los grupos insurgentes se adhirieran a la legalidad. Cuando se habló de «amnistía» algunos actores sociales y medios de comunicación también hablaron de «reconciliación».
[17] Ejército de los Estados Unidos. Manual de Campo 100-20. «La Guerra de Baja Intensidad». http://www.nodo50.org/pchiapas/chiapas/documentos/gbi1.htm
[18] Osorio, Elizabeth. «Impacto de la política contrainsurgente en la subjetividad de los miembros de las Patrullas de Autodefensa Civil» (Informe final de Tesis). Guatemala. 2008. Pág. 59.
[19] Ver entrevista al reverendo Vitalino Similox: «Cultos evangélicos en Latinoamérica: ‘Son instrumentos para sectores que no quieren que haya cambios'». En Rebelión: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=67538
[20] Bouchey, Francis; Fontainte, Roger; Jordan, David; Summer, Gordon. » Documento de Santa Fe II »
http://www.nuncamas.org/document/docstfe2_00.htm
[21] Juana Cabá, del área ixil, en entrevista privada.
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