Las numerosas crisis económicas (la de 2007, la más reciente e incesante), las 870 millones de personas que sufren de hambre en el mundo, mientras que el 80% de los recursos del planeta están siendo consumidos por el 20% de la población, nos obligan a pensar que hay algo muy podrido en el sistema en […]
Las numerosas crisis económicas (la de 2007, la más reciente e incesante), las 870 millones de personas que sufren de hambre en el mundo, mientras que el 80% de los recursos del planeta están siendo consumidos por el 20% de la población, nos obligan a pensar que hay algo muy podrido en el sistema en el que vivimos. Es cierto que los indicios de que no vamos por buen camino emergen con el pecado original de repetirse hasta la saciedad. Se vuelven tan redundantes que terminan por atrofiar nuestros sentidos e incapacitarnos para comprender el gran fracaso de la civilización, como cuando vemos la punta del iceberg e ignoramos su enormidad debajo del mar, como cuando nos acostumbramos tanto al sonido de nuestro despertador, que ya no sirve para despertarnos.
A mi entender, hoy, que los movimientos obreros son minoritarios, que la conciencia de clase ha sido bombardeada por estilos de vida aparentemente contrapuestos, quienes se consideran de izquierda no son sólo los que encarnan la opresión del sistema capitalista, buscan entenderla y la denuncian; sino quienes día a día, aun sabiendo que suena el mismo cántico fúnebre, escuchan, atienden y se levantan ante la alarma de aquel despertador. Los de izquierda no tienen que conocer los 3 tomos de «El Capital» de Marx, ni haber leído a Proudhon o a Gramsci y, de ninguna manera -como algunos equivocadamente creen- saber empuñar un arma.
Los de izquierda no son terroristas, si acaso honorables revolucionarios, en cuanto que comprenden las complejidades de este perverso sistema. Los revolucionarios de izquierda no buscan crear caos y destrucción, simplemente meten el dedo en la llaga de lo que se considera «normal» pero que, a todas luces, está esclavizando a la mayoría.
Las movilizaciones de los últimos días en Perú han llamado mi atención al reconocer una consigna que -debo decirlo- me toca irrespetuosamente los ovarios. «No somos de izquierdas ni de derechas», decían unos cuantos extraviados, a la vez que se manifestaban en contra de los poderes fácticos.
Soy de izquierda, y puedo asegurarles que ser de izquierda no es más que «querer acabar con las desigualdades sociales históricas». Tan simple y tan complejo como eso.
Incluso no comulgando con la confusión de algunos de los manifestantes, considero de profundo despotismo cualquier intento de rechazo hacia la protesta popular, aunque esta borbotee principalmente en las clases medias minoritarias y privilegiadas.
Lo positivo de las nacientes manifestaciones en Lima es que estamos aprendiendo a organizarnos y a identificarnos los unos con los otros. Resulta esperanzador ver cómo armonizamos las luchas.
Así, pudimos encontrar desde los que proclaman una reforma socializadora del sistema de Salud, hasta los que exigen el acceso inclusivo a una educación gratuita y de calidad, pasando por la lucha por la legalización del aborto, el respeto y protección a las zonas rurales del país, la sostenibilidad de la utilización de los recursos, etcétera. Todos estos reclamos son bienintencionados y enaltecedores. Cada uno de ellos proviene de «los de abajo».
Porque los de abajo, apreciados lectores, nunca podremos ser de derecha: la derecha, por definición ontológica, pertenece a las clases dominantes, a los de arriba. Tener esto en cuenta nos hará libres y conscientes de que podemos articular nuestras batallas en una conjunta. Sentar esta pequeña premisa en nuestras mentes, nos mantendrá atentos ante el aprovechamiento que algunos políticos y enriquecidos empresarios buscan ejercer sobre nuestra revuelta legítima.