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Sin ánimo de molestar

Fuentes: Rebelión

Al tratado constitucional que, relativo a la Unión Europea, se someterá a referéndum entre nosotros el próximo 20 de febrero es obligado reconocerle una virtud: más allá de las inevitables interpretaciones que un texto tan complejo está llamado a suscitar, hay que convenir que retrata de manera cabal a la UE de estas horas. A […]

Al tratado constitucional que, relativo a la Unión Europea, se someterá a referéndum entre nosotros el próximo 20 de febrero es obligado reconocerle una virtud: más allá de las inevitables interpretaciones que un texto tan complejo está llamado a suscitar, hay que convenir que retrata de manera cabal a la UE de estas horas. A quienes esta última complazca, el texto en cuestión por fuerza habrá de agradarles; a quienes, por el contrario, la Unión se les antoje un punto menos hermosa de lo que cuentan sus defensores, el tratado les parecerá alicorto y mezquino.

Tres observaciones generales es menester realizar en lo que atañe al contenido del tratado que nos ocupa. La primera subraya que no nos hallamos, hablando en propiedad, ante una «Constitución europea«. El texto en cuestión remite antes a un tratado internacional –ahí está, para testimoniarlo, el reconocimiento que en sus páginas se realiza del derecho de secesión que asiste a los firmantes– que a una Constitución, y ello por mucho que incorpore elementos propios de lo que comúnmente se entiende por esta última. El hecho de que, pese a todo, en su denominación se haya recurrido al término «Constitución» responde, sin lugar a la duda, a un esfuerzo encaminado a conferirle al texto, en un claro impulso de propaganda gratuita, una mayor prestancia. A un intento similar obedece, por cierto, el designio de emplear el adjetivo «europea» como acompañante del sustantivo «Constitución«: nunca se subrayará lo suficiente que la Unión Europea no es Europa. Mientras esta última configura una construcción mental de significados dispares, la primera da cuenta de un proceso político-institucional cronológicamente acotado. El tratado que nos interesa remite al deseo de articular la vida propia de la Unión Europea, y confundirlo colonialmente con lo que corresponda a una instancia tan vaporosa como es Europa sólo puede explicarse, también, en virtud de una operación mediática poco presentable.

No parece, en segundo lugar, que el texto final se ajuste al designio de dar carta de naturaleza a algo genuinamente nuevo. A los ojos de muchos, es poco más que un amasijo, no particularmente ingenioso, de tratados que la UE fue ultimando con el transcurso de los años. Los adalides del texto de estas horas tendrán que esforzarse más para convencernos de que éste ampara una realidad significativamente distinta de la previa, como tendrán que afilar sus argumentos para hacernos creer, retórica aparte, que aquél se dispone a dar cumplida satisfacción de los objetivos que se le atribuyen: acercar la UE a los ciudadanos, fortalecer el carácter democrático de ésta, acrecentar su capacidad de decisión, propiciar su actuación en el escenario internacional y responder a los retos de la globalización y la interdependencia. Detrás de propósitos tan enjundiosos, y al amparo de tanta palabrería, Antonio Cantaro ha apreciado una suerte de aviesa combinación entre maximalismo jurídico y minimalismo político: el énfasis en las normas escondería la liviandad de la apuesta vertida en las realidades.

Agreguemos, en fin, para cerrar nuestras consideraciones generales, que la parte tercera del tratado ha levantado, como no podía ser menos, disputas. En ella se da rienda suelta a lo que en los hechos es una descripción razonablemente prolija de las políticas precisas que la UE debe abrazar. No faltan los expertos que, perplejos, identifican al respecto un problema no precisamente menor: como quiera que cabe suponer que el tratado debe aportar, ni más ni menos, las reglas del juego que han de aplicarse en el seno de la UE, el énfasis en la descripción de las políticas concretas parece convertirse en una rémora insoslayable en lo que hace a los derechos de las generaciones venideras. Y es que, y al cabo, el sentido común viene a sugerir que en un sistema democrático la determinación de las políticas precisas debe ajustarse, qué menos, a mayorías electorales que pueden ser cambiantes. La circunstancia que mencionamos resulta tanto más llamativa cuanto que sabido es que el tratado, en virtud de onerosas exigencias y, sobre todo, de la exigencia de unanimidad, se antoja difícilmente reformable.

Formuladas esas tres observaciones de cariz general, que dejan en inequívoco mal lugar al tratado, hora es ésta de glosar algunos de sus contenidos más precisos. No hay, por lo pronto, mayor motivo para colegir que al amparo de aquél va a recular el atávico déficit democrático que la construcción europea arrastra de siempre. Aunque el texto implica mejoras livianas en lo que atañe al perfil institucional del Consejo, a la eficacia de la Comisión y a las atribuciones del Parlamento, poco parece todo lo anterior, tanto más cuanto que, allí donde los Estados transfieren efectivamente atribuciones a instancias comunitarias, éstas –tal es el caso de la propia Comisión y del Banco Central– se hallan en los hechos lejos de un control democrático que merezca tal nombre. Por si poco fuere, la cancelación de cualquier procedimiento que otorgue a los pueblos capacidad de influencia y de decisión deja en manos de los Estados, que no de los ciudadanos, un poder indisputado que casa mal con la filosofía que dice inspirar la construcción de la UE. Si, por lo demás, los problemas en materia de calidad de la democracia están presentes en el interior de cada uno de esos Estados, ¿cómo no habrían de estarlo en el marco de una instancia tan nebulosa como a la postre es una Unión Europea adobada de estigmas burocráticos y tecnocráticos?

Tiene también su enjundia la consideración que en el tratado merecen los derechos sociales. No se olvide que el texto es, en los hechos, el producto de un acuerdo labrado por conservadores, liberales y socialistas. Pareciera como si los últimos hubiesen aportado el lenguaje florido, en tanto las dos primeras familias hubiesen allegado las medidas precisas, en provecho de una apuesta de franco contenido neoliberal. Así las cosas, los derechos sociales son objeto de un reconocimiento meramente formal que no se ve acompañado de garantía alguna, en un escenario infelizmente marcado, además, por la ausencia de proyectos de convergencia en el terreno que nos ocupa. Significativo es que al referirse a esta suerte de derechos el tratado recurra con profusión al verbo «promover» o apunte que el Parlamento «podrá» legislar, en tanto en cuanto a la hora de hablar de lo que realmente importa –de las reglas del mercado y la libre competencia, para entendernos–, el verbo utilizado sea, con inequívoca contundencia, «ofrecer«. Como significativo resulta –lo ha recordado hace poco Laurent Fabius– que el texto haga mención de la palabra «mercado» en 78 oportunidades, en tanto en cuanto haya que buscar con lupa, por ejemplo, la expresión «pleno empleo«.

Curioso es, por otra parte, que el tratado se inserte en una percepción de los hechos que porfía en considerar la inmigración como un problema. Si de tal se trata, ello es así, claro, para los propios inmigrantes, cuya explotación descarnada se antoja explicación decisiva, en estas horas, de la relativa bonanza económica que registran, según se nos cuenta, nuestras sociedades. El tratado sigue permitiendo que quienes trabajan duramente y cotizan como los que más se vean al margen de derechos políticos y sociales elementales. No sólo eso: dedica mayor atención al aprestamiento de formidables aparatos de control y disuasión en las fronteras que a la acogida cálida de quienes huyen de sus países en busca de algo que comer.

No es más halagüeño, en suma, el diseño de la política exterior de la UE que el texto aporta. Fanfarria retórica aparte, los contenidos militaristas aparecen por doquier. Con ellos despuntan el firme propósito de preservar los lazos urdidos al amparo de la OTAN y, cabe suponer, el designio de mantener una estrecha relación con Estados Unidos. Aunque, claro, siendo malo –pésimo– esto último, hay que preguntarse si conviene dar crédito a la idea, la superstición, de que una Unión Europea liberada de la tutela norteamericana configuraría, por su cara bonita, un agente planetario abiertamente comprometido con la causa de la justicia, de la paz y de la solidaridad.

Si el diagnóstico vertido en estos párrafos es correcto, el tratado constitucional poco más es que una precipitada combinación de lo que en el pasado dimos en resumir de la mano de dos reclamos que mostraban una evidente vocación panfletaria: la Europa de los mercaderes y la Europa fortaleza. Quiere uno creer que otros horizontes, más estimulantes, son hacederos y que aún estamos a tiempo de procurarlos.