Desembarco del tren en el puerto de Nápoles y casi sin darme cuenta me encuentro sumergido en la excitada ciudad. Los carros, las motonetas y los transeúntes, numerosísimos todos, se mueven con libertad, caóticos, impacientes y eficaces en calles estrechas o de plano callejones curvilíneos que suben y bajan. La sombra de la arquitectura masiva […]
Desembarco del tren en el puerto de Nápoles y casi sin darme cuenta me encuentro sumergido en la excitada ciudad. Los carros, las motonetas y los transeúntes, numerosísimos todos, se mueven con libertad, caóticos, impacientes y eficaces en calles estrechas o de plano callejones curvilíneos que suben y bajan. La sombra de la arquitectura masiva cae sobre la calle, abigarrada de balcones (el sello de la ciudad, que literalmente vive asomada), de ropa y sábanas tendidas, macetas con enredaderas colgantes, nichos poblados de dioses, tritones y próceres húmedos, sucios, pesados.
Las avenidas no lo son mucho, no dan el ancho. A sus lados se implantan inmensos edificios grises; los modernos, herencia del entusiasmo musoliniano; los antiguos, de la corona española y sucesivos reyes y reyezuelos. Inútiles castillos y moles administrativas.
De pronto me viene una sensación, un rush de familiaridad intensa. El laberinto gris y nervioso es idéntico a una ciudad que frecuento en mis sueños y que no había logrado identificar. Recuerdo los espacios físicos en mi tránsito azaroso y sorpresivo, aunque no lo que sucede, si es que en esos sueños sucede algo más que este lugar de muros arrugados y verticales, serpenteando por vías empedradas que de la línea recta lo ignoran todo.
Las iglesias no son hermosas ni lo pretenden. Fortalezas, para un sitio que ha recibido el latigazo de grandes terremotos y los cambios de humor del implacable Vesuvio, ya ven a Pompeya, no lejos de aquí, cómo le fue.
Aquí todos son extrovertidos, sonoros, enfáticos. La sangre que les corre es caliente, como el sol que trae de la bahía vaharadas de las aguas contaminadas y semimuertas que sirven de suelo
a otra ciudad, la flotante, hecha de millones de contenedores traídos y vomitados por barcos de China, que si te vi, no me acuerdo, fantasmas.
El día que llego a Nápoles es 30 de septiembre, aniversario de la primera insurrección popular en territorio europeo contra los fascistas y los nazis. Los napolitanos los echaron a patadas, entonces. Hoy, 5 mil manifestantes antifascistas no lo logran. Marchan contra la ocupación de un edificio eclesiástico abandonado, por una organización facha que cunde por Italia y se hace llamar Casa Pound. Okupas de derecha que con los procedimientos de la izquierda organizada (pintas, propaganda, Internet, radios libres, ocupaciones, centros sociales
) aprovechan la permisividad con ellos del gobierno de Silvio Berlusconi para proliferar y ganar presencia.
Aprovechan la crisis económica e igualmente la derrota política y cultural de la izquierda italiana actual, de pronto sin unidad ni rasgos de identidad. Para dar el gatazo, los nuevos fachos ya hasta reivindican figuras
culturales como el poeta estadunidense Ezra Pound, a quien seguramente no han leído. En todo caso, el fascismo del viejo Pound, la fase más estúpida de su genio, no aparece en su poesía ni en su edificio crítico. Ahora lo admiran
porque durante guerra se quedó en el país y por la radio se dedicó a alabar a Benito Mussolini y vituperar a las tropas aliadas y la usura
judía. Cuando los yanquis lo capturaron, piadosamente fue declarado chiflado, más que traidor a la patria, y de la cárcel pasó al hospital siquiátrico St. Elizabeth, donde con el tiempo compartiría las horas del recreo con Juan Ramón Jiménez, otro gran poeta en el otoño de su locura, pero que nunca fue fascista.
Los jóvenes libertarios, que marcharon con cascos y rostros cubiertos este mediodía, chocaron con la policía, la cual con gases y toletes les impidió llegar a la Casa Pound donde los fascistas esperaban desafiantes; se les conoce por golpear a homosexuales y migrantes, y provocar a los estudiantes.
En tanto, por las calles de las ciudades italianas, grandes carteles de la organización política de Berlusconi rinden homenaje a los soldados caídos en Afganistán combatiendo a los talibanes con una conmovedora frase sobre el honor y el amor de Ernst Jünger, el escritor alemán que amaba la guerra y terminó despreciándola con aristocrático gesto; que peleó las dos guerras europeas del siglo XX, la segunda como oficial del ejército nazi, y es autor de cabecera para los intelectuales de derecha en Francia y España.
En distintas partes de Italia se rinde homenaje estos días, con exposiciones, ediciones y discursos, a los pintores y poetas futuristas, aquella vanguardia profascista del siglo pasado. Dejaron la picaresca histórica y son héroes nacionales.
Con una renovada aplicación de los métodos de propaganda del doctor Goebbels (que a su vez plagiaba
a su enemigo leninista), por primera vez desde su derrota en 1945 los neofascistas europeos tienen nervio para reivindicar, así sea de oídas, una herencia cultural
. Este 30 de septiembre, en Nápoles, se dejó ver que la izquierda, y su resistencia contra ellos, necesitan volver a nacer. Ya conocemos la pesadilla, y la Historia no espera a nadie.
http://www.jornada.unam.mx/2009/10/05/index.php?section=opinion&article=a12a1cul