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Syriza, Grecia y el reformismo en un solo país

Fuentes: Cuarto Poder

Hace cien años, la combinación de un fuerte movimiento obrero internacional, una devastadora crisis económica y una guerra mundial estuvieron a punto de derribar el capitalismo europeo. Durante unos días -durante unos años, entre 1910 y 1925- pareció posible un cambio revolucionario global en Europa que finalmente, tras las derrotas en Alemania, Austria y Hungría, […]

Hace cien años, la combinación de un fuerte movimiento obrero internacional, una devastadora crisis económica y una guerra mundial estuvieron a punto de derribar el capitalismo europeo. Durante unos días -durante unos años, entre 1910 y 1925- pareció posible un cambio revolucionario global en Europa que finalmente, tras las derrotas en Alemania, Austria y Hungría, quedó acurrucado en Rusia. Como sabemos, fue este fracaso de la revolución europea que Lenin había ayudado a preparar la que llevó al debate fundamental de la experiencia soviética: la de si era posible -y realista y deseable- el socialismo en un solo país.

Cien años después hemos retrocedido mucho, hasta el punto de que -como dice Zizek– es más fácil representarse el fin del mundo que el fin del capitalismo (el cual, como declaraba una irónica pintada en una calle de Buenos Aires, «tiene los milenios contados»). El desprestigio histórico del comunismo (que destruyó a estalinistas y antiestalinistas por igual), los pactos sociales que, frente a la URSS, debilitaron materialmente «la conciencia de clase» europea, las transformaciones materiales en los procedimientos de acumulación y explotación y, tras el final de la Guerra Fría, las contrarreformas neoliberales que han desmantelado el Estado del bienestar, fundido en una sola pieza finanzas, política y mafia y construido a partir de ahí una Unión Europea en la que se citan -como garantía de legitimidad antropológica y electoral- un modelo de mercado laboral decimonónico y un modelo de consumo individual «universal», todos estos factores -en fin- han acabado por imponer dos hechos difícilmente negables. El primero es el de que ni la población europea desea ni las estructuras político-económicas permiten una transformación revolucionaria inmediata del capitalismo y que, si la crisis no descarta el conflicto violento e incluso la guerra (que lame ya las fronteras de la UE) no hay hoy ninguna fuerza de izquierdas capaz de contrarrestar la beligerancia destructiva del rampante populismo de derechas. El segundo es que las contrarreformas neoliberales de las últimas décadas han desplazado tanto el eje de acumulación de poder político y económico que, por ejemplo, el programa democristiano de la postguerra mundial (y hasta el paternalismo social del dictador Franco) resultaría hoy de izquierdas e inasumible para las oligarquías europeas. Vivimos en una Europa definitivamente post-revolucionaria en la que, al mismo tiempo, el «reformismo» contiene una potencia conflictiva y movilizadora sin precedentes. Digamos entre paréntesis que la lectura que Laclau y Mouffe hacen del concepto gramsciano de «hegemonía» no es sino la tentativa de pensar la posibilidad de cambio en un mundo post-revolucionario.

Si aceptamos este marco, la cuestión no es ya, como hace cien años, la de si es posible el socialismo en un solo país; la pregunta es si es posible el «reformismo» en un solo país. Esta es, a mi juicio, la discusión que plantea el caso griego, con sus grandes esperanzas y sus grandes frustraciones. Recordemos que Syriza llegó al gobierno en una Grecia devastada por la deuda y que había perdido el 25% de su osamenta económica y que lo hizo con un programa de reformas keynesianas que implicaban la recuperación del sector público, la protección de los sectores más desfavorecidos y el fin de las políticas de austeridad, lo que presuponía a su vez una quita o renegociación de la deuda. En el referéndum de julio el pueblo griego dijo NO a la troica y la troica dijo NO al pueblo griego, imponiendo un acuerdo humillante y colonial que Tsipras firmó -digamos- contra la voluntad de sus ciudadanos con el pretexto de que no había «escapatoria». En Grecia son pocos, incluso dentro de Syriza, los que han llamado «traidor» a Tsipras, pero sí los que han discutido esta pretensión, alejándose de las posiciones oficiales hasta el punto de separarse del partido y formar ahora una lista electoral -tras el anuncio de adelanto electoral- llamada Unidad Popular. La escisión, efecto colateral de la victoria alemana, es dramática para la izquierda griega y para la izquierda europea, pero obliga en todo caso a tratar de entender lo que está en juego.

¿No había alternativa económica a la firma del tercer rescate? Grandes economistas -con el propioVaroufakis a la cabeza- razonan bastante bien lo contrario y demuestran con rigor que dentro del euro, engrilletados al Banco Central Europeo y a la Europa germana, no hay posibilidad de supervivencia para Grecia. La alternativa, en todo caso, pasa por desconectarse en solitario del amo alemán, asumiendo, junto a una inicial vulnerabilidad económica quizás insostenible, una indudable vulnerabilidad política -con potenciales derivas impopulares y antidemocráticas. Los disidentes de Unidad Popular, cargados de razón económica, apuestan en definitiva por «el reformismo en un solo país».

Frente a sus disidentes, Tsipras tampoco considera bueno el rescate y se siente sin duda -como cada griego que lo ha votado- humillado y deprimido; y probablemente comparte el análisis deLafazanis o del propio Varoufakis, pero considera con desesperada audacia que, atrapada en sus entrañas, Grecia sólo puede transformarse desde una Europa transformada y que, más allá del rechazo ciudadano a la salida del euro y de la envenenada liquidez inmediata que le proporcionará el rescate, para transformar la Europa que tranformará Grecia necesita tiempo y aliados. El adelanto electoral es, en este sentido, una maniobra arriesgada y astuta. Si las encuestas no mienten, una posible victoria de Tsipras, incluso más amplia, le puede permitir gobernar sin críticas internas y sin el apoyo contaminante de la oposición de derechas, muy debilitada y sin opciones electorales. Un gobierno de Syriza estable, que acepte el rescate pero que no renuncie al juego y que trate de generar contradicciones en la socialdemocracia europea (especialmente la francesa) a la espera de nuevos aliados, no anuncia necesariamente una pasokización (o una felipización) de Tsipras y su partido. Dentro de la UE hay otras opciones. Una vuelta al sistema monetario europeo anterior al euro, como preconiza, por ejemplo, Oskar Lafontaine, parece también razonable, pero sólo es posible transformando la relación de fuerzas en Europa. Para ello es fundamental, desde un punto de vista ideológico y pedagógico, romper la identificación capciosa -pilar de la propaganda alemana- entre euro y proyecto común europeo; y entre euro y desarrollo económico. Pero esto -entre los griegos como entre los españoles- también necesita tiempo y nuevas alianzas.

Los votantes griegos, en todo caso, han percibido muy bien que la verdadera discusión se ha entablado entre la razón económica, que apuesta por el «reformismo en un solo país», y la razón política, que apuesta por un «reformismo europeo». Sólo así se explica la esquizofrenia que expresan las encuestas. El 77% de los griegos está descontento de su gobierno, al que reprocha la capitulación ante Alemania; y el 83% piensa que Syriza ha abandonado su programa. Y sin embargo, al mismo tiempo, el 33% piensa apoyar electoralmente a Tsipras, que obtendría una ventaja de 15 puntos sobre Nea Democratia, la segunda fuerza, lo que representa un porcentaje y una diferencia mayores que en las últimas elecciones. Digamos que la posición de Tsipras coincide con la de la mayor parte del pueblo griego: conciencia de derrota y decepción y apuesta, al mismo tiempo, por seguir la batalla, con fuerzas mermadas, en el marco de la UE.

En esta Europa definitivamente post-revolucionaria, Grecia delimita las alternativas muy modestas, y casi suicidas, a las que se enfrentan hoy las fuerzas del cambio: o reformismo casi imposible en un solo país o reformismo casi imposible en el interior de las instituciones europeas. Del caso griego retendría en todo caso algunas conclusiones muy rápidas:

  • Que en Europa sólo puede haber una revolución de derechas.
  • Que, a pesar de eso, la UE actual no va a permitir un reformismo de izquierdas.
  • Que la razón económica tiene razón.
  • Que la razón política también la tiene.
  • Que apoyar a Tsipras es tan importante como escuchar a Unidad Popular.
  • Que, más allá de los cálculos políticos, Tsipras ha vuelto a dar una lección de democracia en un continente en el que solo la democracia puede abrir el camino a las reformas «revolucionarias» colectivas.
  • Que por todo lo anterior la victoria o -al menos- el fortalecimiento electoral de Podemos en España es mucho más que una esperanza: es de una urgencia desesperada. Y que todos los obstáculos que pongamos desde nuestras propias filas a esa victoria retira obstáculos del camino avasallador de las contrarreformas capitalistas, las revoluciones derechistas y la yihadización antidemocrática de las luchas políticas y sociales. Invita poco al optimismo esta afirmación, pero lo cierto es que Podemos es hoy por hoy la única esperanza para Grecia y para el conjunto de Europa. En la Europa definitivamente post-revolucionaria la alternativa no es ya socialismo o barbarie ni reformismo o revolución sino reformismo o apocalipsis. Hagamos lo que podamos; nunca menos.

Santiago Alba Rico. Filósofo y columnista. Su última obra publicada es Islamofobia. Nosotros, los otros, el miedo (Icaria, 2015).

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