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Ucrania: la casa incendiada

Fuentes: Mundo Obrero

El 21 de abril de 2019, el cómico ucraniano Volodímir Zelenski ganaba en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales con un 72 % de los votos. Su gran promesa durante la campaña electoral fue que acabaría con la corrupción y revertiría el catastrófico estado de la economía del país. Dejaba en la cuneta a Petró Poroshenko, un empresario corrupto, presidente desde poco después del golpe de Estado del Maidán en 2014 que llevó a la extrema derecha y a los neonazis al gobierno de Kiev.

La operación del Maidán, gestada por el gobierno de Obama y Biden, supuso la entrega del país al nacionalismo más agresivo, que postula el enfrentamiento con Rusia como mecanismo para consolidar la independencia, que necesita, además, el apoyo militar y político de Washington. El golpe de Estado fue un duro retroceso para el proyecto estratégico de Moscú de reanudación progresiva de los lazos con las antiguas repúblicas soviéticas (Ucrania es la segunda más poblada), en la perspectiva de una nueva reintegración.

Zelenski prometió dar solución a los principales problemas: la rampante corrupción que desangra los recursos del país y enriquece a empresarios y políticos del régimen, la guerra en el Donbás, y la desesperada situación económica. Sin experiencia política, con una confusa ideología que defiende ingresar en la Unión Europea pero no le impide optar por el acercamiento a Estados Unidos, postulaba también legalizar la prostitución y el juego. Su partido (Servidor del Pueblo), creado en 2018, consiguió la mayoría absoluta en la Rada.

Los acuerdos de Minsk son el marco político para abordar la guerra en el Donbás. Zelenski ha accedido al intercambio de prisioneros, pero se niega a aplicar el plan de paz de 2015 y a negociar la autonomía para las regiones del Este, e insiste en que el ejército ha de controlar la frontera con Rusia, lo que dejaría completamente aisladas a las repúblicas de Donetsk y Lugansk, por lo que el reinicio de las negociaciones no ha cambiado la situación. El converso Leonid Kravchuk, ex presidente, firmante de la traición de Belavezha que disolvió la URSS y jefe de la delegación ucraniana en el Grupo de Contacto Trilateral para el Donbás, propone que si no se avanza antes de fin de año deberían imponerse nuevas sanciones a Rusia y excluirla del SWIFT, el sistema de pagos internacional que aunque funciona bajo legislación belga está controlado por Estados Unidos.

En noviembre de 2020, el Foro de Seguridad de Lviv, auspiciado por Washington y sectores atlantistas, pedía a la Unión Europea y a Estados Unidos que activasen el mecanismo para la incorporación de Ucrania y Georgia a la OTAN, señalando la “agresiva política exterior rusa” y el aumento de sus fuerzas militares en la región y en el Cáucaso (obviando que son fuerzas de pacificación en Nagorno-Karabaj, acordadas con Armenia y Azerbeiján), así como la supuesta transformación del Mar Negro en “plataforma para las operaciones militares rusas en Oriente Medio”. Los halcones del Foro proponen también prohibir la entrada de barcos procedentes de Crimea en todos los puertos “occidentales” del mundo, y que Berlín y Washington garanticen la presencia permanente de buques de guerra en el Mar Negro, incluidos los puertos ucranianos, así como la creación de una base de entrenamiento de la OTAN para ejercicios militares regulares en ese mar. Kiev equipa a su ejército con armas y entrenamiento norteamericanos y realiza frecuentes ejercicios militares en el Mar Negro y en las cercanías de aguas territoriales rusas.

Zelenski opta por integrar a Ucrania en la OTAN, su gobierno se refiere a Rusia como “Estado agresor” y no ahorra gestos hirientes: a finales de noviembre visitaba el memorial construido sobre la tergiversación histórica llamada Holodomor. Conforme a los objetivos de Washington, la nueva Estrategia de seguridad nacional impulsada por Zelenski, publicada en septiembre de 2020, pide una invitación para incorporarse al Plan de Acción de Membresía de la OTAN, paralizado hoy el proceso de adhesión por los recelos de sus aliados europeos, Alemania y Francia, que temen un agravamiento de las diferencias con Moscú. Heiko Maas, el ministro de Asuntos Exteriores en el gabinete de Merkel y miembro del SPD, aunque asegura que la seguridad europea “no se puede lograr sin Rusia, ni mucho menos contra ella”, no deja de criticar a Moscú a propósito de Crimea, Abjasia, Osetia del Sur, Moldavia (Transnistria), el Donbás, e incluso por Nagorno-Karabaj, en lo que parece un obligado peaje a pagar a los halcones de Washington. Al mismo tiempo, el primer ministro Denys Shmygal impulsa un acercamiento a Turquía, vecino del Mar Negro, a quien se ha comprado drones para enviarlos al Donbás.

La extrema derecha, los grupos fascistas y neonazis y el nacionalismo ucraniano (ayer antisoviético y hoy antirruso) desconfían de Zelenski, aunque éste no ha roto con la inercia nacionalista y ha recortado derechos sociales. Casi dos años después de su llegada a la presidencia, los oligarcas siguen controlando el país. La Unión Europea publicó a principios de diciembre de 2020 un informe sobre el cumplimiento del Acuerdo de Asociación entre Ucrania y la Unión, cuestionando las decisiones del Tribunal Constitucional ucraniano, la ineficacia de las investigaciones sobre la corrupción, reclamando una profunda reforma judicial… y la privatización de más empresas públicas. La corrupción, el robo descarado, la militarización, la entrada de grupos económicos occidentales dispuestos a hacer rápidos negocios, han continuado con Zelenski, que en poco más de un año ha perdido la confianza de parte de la población. El presidente creó varios organismos para combatir la corrupción, que no han tenido resultados efectivos, mientras los empresarios enriquecidos con el robo de la propiedad estatal soviética cuentan con equipos de matones que agreden a los fiscales honestos. Uno de ellos, el corrupto oligarca Ihor Kolomoyskyi, contribuyó a la victoria de Zelenski gracias a su control de varias cadenas de televisión, y no ha dudado en utilizar grupos de sicarios para asesinar a comunistas y militantes de izquierda, llegando a ofrecer diez mil dólares por cada “ruso” muerto, e incluso ha financiado batallones nazis como el Azov y grupos paramilitares para intervenir en el Donbás. Además de Kolomoyskyi, otros oligarcas como Rinat Ajmetov, el empresario más rico de Ucrania, y el expresidente Poroshenko, continúan imponiendo sus condiciones, controlan la economía y los medios de comunicación, y Zelenski se ha acercado a ellos. Todos se enriquecieron con el robo de las propiedades públicas y siguen haciéndolo.

El país se ha convertido en una charca de corrupción, pobreza, violencia, donde se compran diputados y funcionarios, y los oligarcas y sus grupos de delincuentes organizados luchan entre sí para repartirse el botín. Antes de la llegada de Zelenski, la gobernadora del Banco Nacional de Ucrania, Valeria Gontareva, renunció en 2017 tras recibir serias amenazas de muerte por el oscuro asunto de la nacionalización del Privatbank, donde Kolomoyskyi y Gennadiy Bogoliubov habían robado 5.500 millones de dólares y continúan manteniendo la propiedad del Privat Grup, un conglomerado de centenares de empresas de todos los sectores. Otro de los empresarios, Oleg Bajmatyuk, fue acusado de malversación de decenas de millones de dólares y huyó a Austria. La población ha visto la subasta de bancos por los Fondos de Garantía, la colusión del poder político y los oligarcas contra el país, préstamos millonarios que no se devuelven, concesiones oficiales y compras de empresas. Gontareva tuvo que abandonar el país, pero en su exilio de Londres le rompieron las piernas en un atropello intencionado, y su casa de Kiev fue incendiada.

El desastre de la implantación del capitalismo se constata en el declive del país: en 1990, la Ucrania soviética contaba con 52 millones de habitantes; hoy, tiene 41 millones. Once millones de personas, la cuarta parte de la población, han desaparecido: muchos otros han abandonado su tierra en busca de trabajo, engrosando el ejército de emigrantes precarios en Europa. Otra cuarta parte vive por debajo del nivel de pobreza. Cada año, la población se reduce en un millón de personas. Además, desde hace años la tasa de mortalidad supera a la de natalidad, y el nivel de vida ha empeorado hasta extremos dramáticos, agravado ahora con la pandemia de la Covid-19.

Cuando, en noviembre de 2020, Rusia presentó en la ONU el proyecto de una resolución que condena la glorificación del nazismo, solo dos países votaron en contra: Estados Unidos y Ucrania. El capitalismo y la entrada en la órbita norteamericana han sembrado sal en las antaño prósperas tierras negras ucranianas, y el país está prisionero de empresarios ladrones, enfangado en un sucio y agresivo nacionalismo que ha envenenado a buena parte de la población. Con la casa incendiada, Ucrania contempla la huida de sus hijos.