Más que nunca, el Mediterráneo es un lugar de encuentros y de paso, de conflictos y de intercambios entre sus dos riberas. Aquí se concentra en cierto modo todo lo activo y lo pasivo de las relaciones de desigualdad, de dominación y de oposición. Zona de fractura -política, comercial, cultural, económica, social, demográfica- no sólo […]
Más que nunca, el Mediterráneo es un lugar de encuentros y de paso, de conflictos y de intercambios entre sus dos riberas. Aquí se concentra en cierto modo todo lo activo y lo pasivo de las relaciones de desigualdad, de dominación y de oposición. Zona de fractura -política, comercial, cultural, económica, social, demográfica- no sólo entre países ribereños del sur y del norte, sino todavía de mayor calado en el seno de un sur cuya profundidad geopolítica se extiende desde ahora al África subsahariana, se ensancha al este hacia Turquía y soporta el desafío de Asia del Oeste. El Mediterráneo recibe de todas estas regiones impulsos humanos, peticiones de migración y la presión de los refugiados. Y, en el norte, en respuesta a este ensanchamiento del juego de las migraciones, la zona de acogida se extiende desde ahora a nuevos países: España, Italia, Portugal, Grecia.
Ante este desafío, Europa se ha refugiado estos últimos 25 años en una actitud de desaprobación y de rechazo que sólo se puede explicar por la ausencia de un proyecto estratégico conjunto para su flanco sur. La construcción europea ha constituido un verdadero momento histórico crucial. Se ha hecho en dirección al norte de Europa, luego hacia el sur europeo y finalmente hacia el gran este (la ampliación a los PECO), pero olvidándose, por no decir en detrimento, de los países del sur del Mediterráneo. La frontera se ha trazado rápidamente: delimita cuidadosamente los países del sur del Mediterráneo, incluyendo a Turquía, con «Europa». De hecho, la construcción europea ha ensanchado considerablemente esta delimitación. La ha convertido en dramática en lo que concierne a las relaciones entre las poblaciones de las dos riberas. La ausencia de libertad de circulación, la extrema dificultad por establecer una relación comercial favorable para las dos riberas, la suspicacia, la situación de guerra larvada y la acusación permanente contra la inmigración han convertido esta frontera en inquietante para las opiniones públicas europeas. Sin embargo, los europeos han tenido buenos motivos para no abandonar esta región, por los antiguos lazos históricos ligados a la colonización que ejercieron sobre estos países y a los evidentes intereses económicos de hoy. Pero en realidad, la relación europea con la ribera sur sólo resurge con ocasión de los conflictos en Oriente Medio, del auge de los integrismos religiosos (que se acomodan muy oportunamente al desinterés desafiante hacia este mundo) o de los flujos migratorios «clandestinos».
Hasta la conferencia de Barcelona en 1995, la relación es en realidad más de indiferencia que de vecindad. A partir de esta fecha, se puso en marcha una política estrictamente comercial, la cual, a cambio de transferencias financieras y de la promesa de participar en una zona de libre intercambio con Europa en 2010, exigía el desmantelamiento de las barreras aduaneras en el sur y la apertura de los mercados a los productos europeos. Diez años después, el balance es pobre. Las dos principales ventajas comparativas de los países del sur en su relación con Europa, la agricultura y las migraciones potenciales, no se han tomado hasta ahora en consideración. El proyecto de un banco para el desarrollo del Mediterráneo, decidido hace dos años en Valencia, ha quedado en la imprecisión. En cuanto a los «acuerdos de asociación» que unen de ahora en adelante a estos países con Europa, no han tenido efectos atractivos mayores y aun menos de integración en un objetivo económico común. No es agradable hacer tal constatación, puesto que el proyecto de Barcelona era positivo.
Consecuencia: la estrategia de Barcelona está condenada a desaparecer en los próximos tres años en nombre de una nueva aproximación bautizada de manera más justa como «gran vecindad», en la cual Túnez y Marruecos, el Líbano e Israel, etcétera, se asociarán a Europa con el mismo tratamiento que… ¡Moldavia, Ucrania y Rusia! Marruecos y Turquía pueden seguir pidiendo su «integración» en Europa -no es para mañana-.
Sin embargo, el Mediterráneo rebosa de conflictos que inciden directamente en la vida de los europeos. Tanto la trágica situación en la que se ha visto sumergido el pueblo iraquí, con la complicidad activa de ciertas potencias europeas, como la degradación de la situación en Israel y en Palestina, atestiguan la impotencia estratégica de Europa para tener un peso en la geopolítica regional. Además, lejos de aparecer como un espacio de paz, Europa padece, diez años después de los bellos sueños de la declaración de Barcelona, las acciones criminales de todos los terrorismos. Así, la ausencia de un proyecto político europeo común se paga muy caro.
En fin, más allá de las implicaciones económicas y humanas de una situación así, la demanda migratoria de los países del sur es y seguirá siendo cada vez más apremiante en las relaciones entre las dos riberas. Nada lo detendrá. La existencia del efecto llamada, de la cultura en parte compartida, de la proximidad geográfica y la existencia de una oferta de trabajo legal e ilegal en el norte ejercen una atracción considerable sobre las poblaciones de la ribera sur. Esta situación se incrementa desde ahora por la presión que ejerce el África subsahariana sobre el Mediterráneo. Los movimientos migratorios africanos se desarrollan primero en el interior de África. Pero se dirigen cada vez más hacia el norte, para llegar a Europa. Hoy se cuentan en la UE más de cuatro millones de inmigrantes subsaharianos legales, mientras que el número de los ilegales es por definición difícil de apreciar. España, Italia y Portugal son las principales puertas de entrada para estos inmigrantes. El informe de la OCDE de 2004 sobre las migraciones internacionales precisa: «Podemos esperar un aumento de las migraciones que provienen de África en la medida en que la dinámica demográfica del continente sigue siendo muy sostenida y que las diferencias de ingresos con los países de la OCDE persisten en niveles elevados». Ahora bien, ante esta demanda migratoria, la Unión Europea no tiene otra estrategia que la de construir una inmensa trinchera. Quiere transformar España, Italia, pero también Marruecos, Argelia y Libia en zonas tapón, mediante la institucionalización de campos de retención para refugiados y emigrados. No hay pues más remedio que reconocer que no hay ninguna reflexión seria sobre las relaciones entre políticas comerciales, integración en el espacio de influencia económico europeo y migraciones. Pero ya, ante esta ceguera, quienes habitan en el sur del Mediterráneo así como los subsaharianos demuestran, aunque fallezcan en el intento, que no tienen la intención de aceptar que este camino de tránsito sea para ellos un callejón sin salida.
Sami Naïr es profesor invitado de la Universidad Carlos III. Traducción de M. Sampons.