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Un domingo en Lisboa

Fuentes: Blog personal

Pedro Sánchez convoca un encuentro de fuerzas políticas y agentes sociales con objeto de explorar grandes acuerdos ante la compleja situación económica y social que dejará tras de sí la pandemia. A pesar de la distancia en el tiempo y de lo dispar de las situaciones, la evocación de los Pactos de la Moncloa resulta inevitable. Veremos en qué queda el intento. De momento, por boca de Pablo Casado, la derecha ha empezado por mostrar sus reparos, declarando que lo más imperativo para remontar la situación sería… rebajar impuestos. Cada loco con su tema. Desde las filas independentistas, se denuncia “un intento de blanquear el régimen del 78″, reeditando unos pactos que habrían permitido a la alargada sombra del franquismo proyectarse hasta nuestros días. Una tesis de la que se hacen eco sectores de la izquierda radical.

Las analogías históricas complican a veces los debates. Los avatares de la lucha política nos llevan con frecuencia a contemplar el pasado de manera sesgada, reteniendo sólo aquellos aspectos que confortan nuestras actuales convicciones. Mientras unos idealizan los pactos de la transición, otros los denuestan como una traición sin paliativos por parte de una acobardada oposición democrática. Desconfiemos, sin embargo, de los relatos simplistas. Debo decir que la renovada discusión acerca de los Pactos de la Moncloa ha avivado en mí el recuerdo de unos hechos –anteriores a dichos pactos y sin aparente conexión con ellos– que, no obstante, influyeron decisivamente en el contexto de aquel octubre de 1977 y arrojan luz sobre él.

Cerca de dos años antes –Franco acababa de morir-, en el vecino Portugal la revolución alcanzaba su momento más dramático el 25 de noviembre de 1975, con enfrentamientos entre unidades militares afines a la extrema izquierda y fuerzas gubernamentales, enviadas para desarmar a las primeras y restablecer la cadena de mando. Era la culminación de un crescendo en la confrontación entre las clases sociales que había alcanzado su punto álgido durante los meses anteriores, en lo que se dio en llamar “el verano caliente”. Flotaba en el aire la amenaza de una guerra civil. Las revoluciones tienen un desarrollo impetuoso; liberan prodigiosas energías y, durante un período, sitúan sobre el tablero la cuestión del poder, de su nueva configuración, en disputa tras la caída del “ancien régime”. El 25 de abril de 1974, la oficialidad del ejército portugués dio un golpe de Estado contra el gobierno de Marcelo Caetano, heredero de la longeva dictadura salazarista. Pero el pueblo irrumpió en las calles y puso un clavel en la bocacha de los fusiles. Era el inicio clásico de una revolución. Tras sus primeros compases, que hermanaron a amplios sectores sociales en un deseo común de libertad, comenzaron a perfilarse los intereses y proyectos de las distintas clases sociales. En poco más de un año, llegaron a sucederse hasta seis gobiernos provisionales. Las fuerzas armadas se vieron atravesadas por distintas tendencias, desde las más conservadoras hasta partidarias de una rápida transición al socialismo. El PCP, principal fuerza militante de la resistencia a la dictadura, pasó en pocos meses de tener 2.000 afiliados a contar con 100.000. El PS de Mario Soares alcanzó de modo fulgurante los 80.000.

Desde la distancia es difícil captar la efervescencia de aquel período: la explosión de la palabra, por fin libre de censura; el desmantelamiento de la odiada policía política; el surgimiento de sindicatos y de movimientos vecinales; las luchas en las fábricas, las asambleas, las ocupaciones de tierras en el sur del país, los debates políticos en plena calle; más adelante, los comités de soldados… Y quizás resulte más difícil aún hacerse una idea del grado de radicalización que alcanzó la revolución en los primeros meses de 1975. El 28 de septiembre del año anterior, el general Spinola urdió una tentativa de restablecer el “orden”, que fue abortada por una imponente respuesta obrera y popular. En marzo, el viejo espadón volvió a las andadas. Y, una vez más, el golpe fracasó, encrespando los ánimos de la clase trabajadora y radicalizando a los sectores de las fuerzas armadas más proclives a la izquierda: Vasco Gonçalves, entonces jefe del gobierno, era próximo al PCP; Otelo Saraiva de Carvalho, referente de la izquierda radical, estaba al frente del COPCON, en Lisboa. Baste con recordar que, bajo el ímpetu de conflictos laborales, incluso huelgas contra antiguos colaboradores de la PIDE, ocupaciones de empresas – y también a consecuencia de su abandono por parte de propietarios capitalistas -, la producción nacionalizada llegó a alcanzar nada menos que el 70% del PIB.

Era comprensible, pues, el sentimiento de un avance imparable de la revolución que latía en muchos corazones. Las elecciones a la Asamblea Constituyente del 25 de abril arrojaron sin embargo una fotografía mucho más compleja de la sociedad portuguesa. El PS obtuvo el 38% de los votos, la derecha – PPD y CDS – 20’4% y 8% respectivamente… mientras que el PCP se quedaba en un 13%. La izquierda era mayoritaria, pero estaba profundamente dividida. El PCP se apoyaba en los obreros industriales de la capital y el campesinado pobre del Alentejo y el Algarve. En su incólume devoción hacia la URSS, en su discurso de tonalidad insurreccional y en su composición, el partido de Álvaro Cunhal representaba muy fielmente la realidad de una clase trabajadora propia del tejido empresarial moldeado por el histórico aislamiento de Portugal. Por su parte, el PS enarbolaba el modelo del Estado del bienestar de la socialdemocracia; su base electoral eran los empleados, los sectores obreros más moderados, las nuevas clases medias… Esa masa social aspiraba a una democracia homologable a las que imperaban en Europa, no a otra cosa. El PCP podía poner en pie a los 7.000 obreros de la construcción naval de la Lisnave; pero suscitaba desconfianza más allá de sus bastiones, en el norte del país, entre los pequeños propietarios agrícolas… El PS representaba en cierto modo la voluntad de poner coto a la revolución, consagrando sus bases democráticas en el marco de una modernización del país. Tras las elecciones, las tensiones fueron creciendo. El sector obrero más radicalizado, los campesinos sin tierra, no aceptaban que las cosas quedaran así. El PS y el PSD abandonaron el gobierno de Vasco Gonçalves y movilizaron a sus partidarios en la calle. La derecha más extrema, por su parte, empezó a mostrar los dientes. El verano estuvo marcado por innumerables ataques a las sedes del PCP. Añádase a todo eso la irritación de medio millón de “retornados” de las antiguas colonias africanas, que responsabilizaban a la izquierda de su pobreza sobrevenida.

La tensión acumulada se resolvió en otoño, bajo el gobierno de Pinheiro de Azevedo –al que habían vuelto PS y PSD, y donde el PCP disponía de un ministro. El 25 de noviembre, pues, las unidades más radicales fueron desarmadas. Se declaró el Estado de Sitio. Dio la casualidad que, aquel mismo día, llegué a Lisboa. Recuerdo muy bien la atmósfera de incertidumbre que reinaba en la capital. Desde distintos sectores obreros se pedía una respuesta enérgica a lo que se entendía como una acción contrarrevolucionaria. Sin embrago, el PCP, a través de la Intersindical, optó por contener los ánimos. Los fusileros, afines al partido, no se movieron. Se impuso el silencio informativo. El país contenía la respiración. El PCP convocó para el domingo un mitin en la Plaza de Toros, a fin de dar a conocer la posición del partido ante la situación creada.

Ni que decir tiene que, llegado el día, la expectación era inmensa. No creo que ninguno de los asistentes a aquel acto haya podido olvidarlo jamás. La plaza estaba abarrotada. Las delegaciones de las empresas habían ido llegando una tras otra en medio de una atmósfera enfervorecida. Ahí estaba, denso e imponente, el proletariado de Lisboa. Y Cunhal tomó la palabra. Magnífico orador, figura legendaria de la resistencia a la dictadura, su ascendente moral y su carisma eran inmensos. Su discurso se dirigía al corazón de quienes le escuchaban. Habló de la lucha contra el fascismo, de las conquistas de la revolución, de la necesidad de defenderlas con uñas y dientes frente… La atmósfera se caldeaba a cada aseveración. Gritos de “PCP, PCP” puntuaban el discurso. Nunca había visto nada así. Si en aquel momento Cunhal hubiese llamado a asaltar el Palacio de Sao Bento, aquella multitud lo habría hecho sin vacilar. Sin embargo, ocurrió todo lo contrario. Cuando hubo llevado su auditorio al mayor grado de exaltación, tajante, concluyó: “Por eso no caeremos en la provocación. Permaneceremos en el gobierno. Nuestro ministro será allí el centinela de la revolución”. Sólo un dirigente como Cunhal tenía la autoridad requerida para hacer semejante quiebro, para “mandar parar” y ser obedecido. No se trataba de un mitin, ni siquiera de una huelga general. Se trataba de una revolución. No creo exagerar al decir que su destino se decidió en aquel preciso instante.

Muchas veces me he preguntado qué hubiese ocurrido si, en lugar de eso, el PCP hubiese aceptado el envite de la derecha. Nunca lo sabremos. ¿Fue correcta su lectura de la situación? No resulta difícil imaginar el combate de una capital aislada, sin suficientes apoyos en el país. Estados Unidos llegó a barajar la posibilidad de una intervención militar de la OTAN a partir de España, donde aún no había empezado la transición. El peligro de un conflicto armado y de una terrible derrota planeaba sobre la revolución. El frenazo de noviembre marcó ciertamente una inflexión en su curso. A partir de ahí, el proceso se detendría irremisiblemente, iniciándose un movimiento pendular en sentido contrario. Así lo certificaron las elecciones legislativas del año siguiente. Y, a pesar de las pomposas declaraciones sobre el socialismo contenidas en la Constitución finalmente aprobada, lo cierto es que, a lo largo de los meses y años siguientes, el movimiento obrero cedió muchas de las posiciones alcanzadas, se reprivatizaron las empresas… y acabaron imponiéndose los parámetros del orden neoliberal. El péndulo de la revolución portuguesa acabó deteniéndose sobre la democracia política que conocemos – y que, consolidada, ha dado muestras de una sorprendente vitalidad. Cualquier especulación sobre otras bifurcaciones posibles de la historia sería ociosa. Sin embargo, revisitando en mi memoria aquella soleada tarde otoñal en Lisboa, se me hace difícil emitir juicios definitivos, ni pronunciar condenas inapelables sobre quienes, en un momento crucial, se ven en la tesitura de tomar decisiones de las que depende la suerte de todo un país.

Fuente: https://lluisrabell.com/2020/04/11/un-domingo-en-lisboa/