Uno de los aspectos más sobresalientes de la cultura política generada tras la transición democrática española ha sido el dejar las cuestiones de Europa en el limbo de lo que eufemísticamente se llama «cuestiones de Estado». El predominio apabullante de lo que se dado en llamar el «europensamiento» es, en nuestros lares, algo que tiende […]
Uno de los aspectos más sobresalientes de la cultura política generada tras la transición democrática española ha sido el dejar las cuestiones de Europa en el limbo de lo que eufemísticamente se llama «cuestiones de Estado». El predominio apabullante de lo que se dado en llamar el «europensamiento» es, en nuestros lares, algo que tiende casi inexorablemente al pensamiento único y que viene a decir tres cosas que cierran antes que abrir el debate político y deja a la izquierda y, con perdón, a los trabajadores y trabajadoras sin voz y a la defensiva.
Lo que el «europensamiento» pretende argumentar es muy simple: este proceso de integración europeo es un bien en sí, socialmente neutro y beneficioso, más o menos a largo plazo, para los hombres y mujeres que viven en el marco de la Unión Europea. El segundo postulado es también muy simple: no hay alternativa; este proceso de integración es el único posible y más allá está la nada. En tercer lugar, quien se oponga a esto o es «un nacionalista» o, la insidia funciona en este terreno muy bien, un colaborador consciente o inconsciente, de la extrema derecha y de Le Pen.
En un marco así definido, el debate político en torno a proyectos sociales y culturales diferenciados no cabe, no existe derecha ni izquierda, solo «euroescépticos»o «europtimistas».En todo caso, la cuestión se deja en el cálculo de lo posible en torno a la velocidad de proceso, pero nunca cuestionando el proceso mismo y su dirección. Argumentar un no al «Tratado por el que se establece una Constitución para Europa», supone situarse en la marginalidad de lo políticamente correcto, a sabiendas que en este debate y en este momento concreto, la izquierda social y política se están jugando mucho y que hay que hacer siempre, aunque sea contra corriente, un esfuerzo por la dignidad y por los principios y valores que justifican historias y trayectorias vitales de «los de abajo».
Este Tratado, en primer lugar, es una típica y hasta tópica operación de clase política. La alianza de los poderes fuertes económicos, burocráticos, mediáticos y políticos que han impulsado este Tratado que otorga una Constitución a la parte de Europa que está en la Unión, busca encontrar salidas y marcos político-jurídicos que permitan resolver los problemas que ellos consideran vitales, y, solo de forma derivada y «a posteri», cooptar para ello a los ciudadanos y ciudadanas de la Unión. En este sentido, operación de clase política significa situar en el centro los intereses de las clases dirigentes; segundo, configurar una situación política que convierte a la ciudadanía europea en meros sujetos pasivos; en tercer lugar, organizar un mecanismo social que convierta los intereses de estos poderes dominantes en los intereses de Europa, de los europeos y de las europeas.
Por esta operación de legitimación el Tratado muta, al menos verbalmente, en Constitución, es decir, disputa la hegemonía en el imaginario colectivo donde el resorte-idea Constitución tiene unas connotaciones positivas y evoca derechos, poderes y democracia. Los debates «técnicos» distinguiendo entre Tratado y Constitución no pueden eludir lo fundamental: los «señores» de los Tratados (los gobiernos) nos otorgan una Constitución y, lo que es mucho más grave, los poderes instituidos se autoconstituyen al margen de los ciudadanos y ciudadanas que son meros sujetos pasivos de la operación. Las poblaciones europeas son «expropiadas» por los gobiernos del poder constituyente, de la definición de las reglas, valores y principios que organizan la vida pública y concretan lo que contemporáneamente se ha venido calificando de política en sentido fuerte: autogobierno de los ciudadanos y ciudadanas. No es de extrañar, así ha sido señalado desde diversos ángulos, que el encadenamiento de
los procesos de globalización y de integración europea estén propiciando una gravísima crisis de la democracia y, más allá, de la política, agrandando la separación entre las personas y lo público.
La convocatoria de ZP de un referéndum tiene mucho que ver con lo que se acaba de exponer. La clase política sabe perfectamente que este referéndum es legalmente innecesario, no es vinculante y que en el marco de la Unión Europea no tiene ninguna virtualidad. ¿Por qué se hace, pues?. Primero, porque a un gobierno en minoría parlamentaria no le viene nada mal organizar una consulta política que propicia la convergencia con la derecha política y económica, con las burguesías nacionalistas y que neutraliza un «no» defendido por una izquierda política que no pasa por sus mejores momentos. En segundo lugar, la rapidez (hay dos años de plazo para ratificar el Tratado) indica el deseo de ayudar a algunos países (Francia y Gran Bretaña) con un «sí» español aplastante, dado que en estos las opiniones públicas están muy divididas. Y en tercer lugar, porque el gobierno es consciente de que este Tratado que nos otorga una Constitución tiene un déficit democrático en origen y que el refer
éndum pretende, si no subsanar, sí al menos aminorar.
Lo que no se puede ignorar, y creo que hay que tener el coraje de decirlo, es que este Tratado significa una ruptura con el constitucionalismo social predominante después de la II Guerra Mundial y con la vigente Constitución Española. La línea maestra que configura el núcleo duro, la decisión fundamental de la llamada Constitución Europea es la supeditación de la democracia al mercado, de la política a la economía, de los derechos fundamentales a las leyes implacables y ciegas del mercado interior y de la competitividad internacional. Esta es la aportación fundamental. El Constitucionalismo social, el Estado democrático y social de derecho se fundaba justamente en lo contrario: que la democracia, que la política gobernara el mercado y que los derechos fundamentales organizaran la vida pública. Para decirlo con más claridad: el constitucionalismo social constataba la contradicción entre democracia y capitalismo y, para ello, articulaba un tipo de Estado que garantizase una ciu
dadanía social que removiese los obstáculos que aquél (el capitalismo) imponía al ejercicio de los derechos y libertades básicas.
Este Tratado, sin embargo, va mucho más allá de esto. No solamente se legitima el predominio del mercado sino que se constitucionalizan las políticas neoliberales. El apartado tercero del Tratado, el más largo, concreto y detallado del mismo, precisa con claridad meridiana la aplicación de la Carta de Derechos y sitúa los límites en que estos pueden y deben de ser aplicados. Lo que se quiere decir con esto es muy simple: con esta Constitución las reformas, las políticas «socialdemócratas» en el plano económico-social serán mucho más difíciles y a los obstáculos políticos generales habrá que añadir los jurídicos e institucionales.
Como no podía ser menos, dado el contexto, el Tratado constitucionaliza la asimetría estructural entre la lógica del mercado interior y de la competitividad internacional y lo que se ha venido en llamar la lógica de la cohesión social y territorial. Todas las decisiones que tienen que ver con la creación y desarrollo de los mercados, de la desregulación estatal y de la flexibilización de los factores productivos se basan en el principio de mayoría. Todas las decisiones que buscan regular a nivel europeo los mercados, articular políticas públicas fiscales y sociales, controlar la lógica mercantil y potenciar los derechos laborales, requieren inexorablemente la unanimidad de todos los países. En este marco, cobra sentido, en un momento en que la UE afronta el reto de gran magnitud como la ampliación al Este, que el presupuesto europeo no solo no se incremente, sino que, son las últimas propuestas, este descienda a un 1% del PIB. Tampoco puede extrañar demasiado que este Tratad
o señale también su incompatibilidad con una de las reivindicaciones del movimiento antiglobalización: me refiero a la tasa Tobin. El Tratado (art. III-156) no solo constitucionaliza la libre circulación de capitales dentro y fuera de la Unión, sino que prohibe cualquier restricción a la misma.
Dada la lógica que sumariamente estamos describiendo, no puede sorprender que la mal llamada Constitución Europea expresamente imposibilite cualquier intento de configurar un sistema fiscal europeo, una seguridad social también europea y unos derechos laborales de ámbito común. Así de simple. La integración negativa seguirá avanzando, la lógica económica seguirá imponiéndose a velocidad de crucero, mientras que la regulación política social y laboral y ecológica del mercado no avanzará o lo hará tan lentamente que nunca la podrá alcanzar. Por eso no se trata de discutir la velocidad y los ritmos del proceso, sino la orientación y dirección del mismo.
Se sigue discutiendo cuál es la razón última que ha generado la necesidad de este Tratado. Como casi siempre sucede, hay más de una razón. Lo que nadie pone en duda es que a la cabeza de todas ellas está la colocación internacional de la Unión Europea en un contexto marcado por la redefinición de los espacios de poder y por la guerra preventiva. La «aportación» del Tratado es, cuando menos, clarificadora: primero se constitucionaliza indirectamente a la OTAN como complemento indispensable de la defensa europea. No hay que engañarse, la política exterior y de defensa de la Unión se une estructuralmente a la Administración Norteamericana. En segundo lugar, se legaliza también las posibilidades de que ejércitos europeos puedan intervenir en cualquier parte del mundo con la simple autorización de las Naciones Unidas. Y en tercer lugar, se mandata a los Estados miembros para que incrementen sustancialmente sus presupuestos militares.
Una Constitución así definida y concretada, ¿puede ser aprobada sin más por los ciudadanos y ciudadanas españoles?. ¿Resuelve o agrava los problemas de las poblaciones europeas?. ¿Es un factor de paz en el mundo o colabora con las guerras preventivas?. ¿Propicia la justicia social y ecológica del planeta o es un instrumento realizado desde la lógica imperial y de superpotencia?.
Se dirá de esta intervención que faltan matices y algunos de ellos importantes. Es verdad, pero el día 20 de Febrero próximo se me pide, se nos pide un sí, un no o una abstención. Yo estoy por el no.
Manuel Monereo Pérez es miembro de la Presidencia Federal de IU