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Razones para un NO a la Constitución Europea

Una Constitución del capital para el capital

Fuentes: Rebelión

Para muchos ciudadanos, y de manera legítima, Europa es un asunto del corazón; para aquellos que han redactado el contenido del tratado constitucional, se trata sencillamente de intereses compartidos. Nadie discute que hemos de construir Europa, pero para ello los pasos que se den deben representar una mejora y no una regresión social para los […]

Para muchos ciudadanos, y de manera legítima, Europa es un asunto del corazón; para aquellos que han redactado el contenido del tratado constitucional, se trata sencillamente de intereses compartidos.

Nadie discute que hemos de construir Europa, pero para ello los pasos que se den deben representar una mejora y no una regresión social para los ciudadanos.

El proyecto de Constitución institucionaliza la Europa del capital bajo un velo de derechos puramente declarativos carentes de amparo y protección. El estudio de como se ha llegado a este texto y su contenido permite concluir que existen poderosas razones para oponerse al mismo, y lo que parecía un paseo triunfal del «sí» por Europa, ha acabado teniendo problemas. El partido socialista francés tuvo que realizar una consulta interna para decidir si apoya el «si» o el «no» y el resultado (41 % de rechazo) demuestra precisamente su división al respecto. Las juventudes del partido socialista sueco se rebelaron contra sus dirigentes y exigieron la celebración de un referéndum para la aprobación del proyecto. En Alemania, el gobierno SPD-Los Verdes está reconsiderando su primera decisión de no someter el proyecto a referéndum. En ciertos países como Irlanda y Dinamarca, parece más probable la victoria del no que del si en la consulta popular, y no sería descabellado pensar que ocurriera lo mismo en Reino Unido y, quizá, en Francia. Si al menos uno de los 25 países miembros lo rechazara, el proyecto de Constitución no podría entrar en vigor y el Consejo de Ministros tendría que decidir al respecto.

Como ha sido reiteradamente denunciado, el proceso de creación de la Constitución europea no tiene nada que ver con un proceso constituyente. Las negociaciones de un grupo de 105 políticos profesionales representantes de las instituciones estatales y comunitarias (la «Convención Europea»), no parece que sea el sistema más democrático ni popular, porque no permite participación ciudadana alguna, y a las organizaciones sociales no les queda sino decir sí o no a un texto en cuya elaboración no han intervenido y que no pueden enmendar ni corregir.

Como vemos, se acaba llegando a un nombre demasiado grandilocuente para bautizar lo que no es más que un nuevo tratado económico en cuya elaboración no se ha tenido en cuenta a los europeos al no haber podido elegir a los representantes de los Estados que han redactado este texto.

Además, el proceso está políticamente desequilibrado. Quien más se ha beneficiado de él ha sido la derecha europea. Dominaron la Convención encargada de redactar el proyecto, colocaron en la presidencia a un conservador sin complejos como Giscard d’Estaing, reservaron a la Presidencia (el «Praesidium» de la Convención) la posibilidad de rechazar propuestas de los convencionistas y no someterlas a discusión (como por ejemplo la obligatoriedad de un referéndum paneuropeo) y vieron cómo todas sus reivindicaciones en materia económica fueron incorporadas al texto.

En cuanto a la política medioambiental, el proyecto de Constitución presenta una línea de continuidad con los tratados anteriores, manteniendo un modelo socio-económico productivista y depredador en absoluto ecológico. El artículo II-37 prevé que las políticas de la Unión integrarán y garantizarán con arreglo al principio de desarrollo sostenible un alto nivel de protección del medio ambiente y la mejora de su calidad. Llama la atención que no se prevea un derecho subjetivo de las personas a un medio ambiente sano (como reconoce el Convenio de Aarhus firmado por la UE y los Estados miembros), sino simplemente un principio rector, es decir, un deber de los poderes públicos no susceptible de ser exigido por los particulares.

El único instrumento práctico que reconoce el nuevo Tratado Constitucional en la tutela del medio ambiente son los impuestos y tasas ecológicos, según el principio de que «quien contamina, paga» del art. III-129. Ello plantea dos problemas: en primer lugar, que es imposible cuantificar con valores monetarios todas y cada una de las variables medio ambientales; en segundo lugar que quien tenga dinero suficiente puede seguir contaminando.

Bajo el mismo prisma se eleva a rango constitucional la Política Agraria Común (PAC), siempre a medida de las grandes multinacionales: favorece la concentración y las grandes explotaciones (el 80% de la producción se concentra en el 20 % de las tierras) intensivas de monocultivos. Por ello apuesta por un modelo que abusa de los fertilizantes químicos y los pesticidas, supone un gasto insostenible de recursos hídricos, de plástico (en invernaderos y envasado) y en ganadería potencia el uso de pocas razas hiperproductivas alimentadas con piensos compuestos y atiborradas de fármacos.

Como lo que importa es el mercado agrícola destinado al comercio y la exportación (a precios de «dumping» que arruinan la producción de la periferia), el gasto energético también aumenta. Un estudio del Wuppertal Institut de Alemania ha calculado las millas de transporte de los ingredientes de un yogur: aunque todos los componentes podrían haberse producido en un entorno de 50 millas, fueron transportados en más de 7.000.

En cuanto a los recursos pesqueros, la política europea de pesca, que sigue sin modificarse en la Constitución, lo que ha permitido que en los caladeros que se encuentran en mejor estado, los del Atlántico nororiental, el ritmo de pesca provoque que un 62% de especies estén en peligro de extinción.

En definitiva, la declarada aspiración por afianzar un «mercado libre y no falseado», «altamente competitivo» (art. 3), reduce los objetivos sociales a poco más que retórica. Los verdaderos énfasis del proyecto sometido a referéndum se sitúan en otro plano: la estabilidad de precios (art. 29), la libre circulación de capitales (art. 4), el empeño obsesivo por la ausencia de déficit, que limita la posibilidad de políticas sociales, la independencia del Banco Central Europeo… Ningún criterio de convergencia se prevé en cambio, en materia de salarios, nivel de empleo o respeto por los estándares ecológicos y de desarrollo humano.

En cuanto al empleo, el capítulo III de la Parte Tercera consagra la flexibilidad del trabajo: «desarrollar una estrategia coordinada de empleo para potenciar una mano de obra cualificada, formada y adaptable y mercados laborales con capacidad de respuesta al cambio económico» (art. 97). Este precepto, además de tener en consideración un objeto, el trabajo, y no de las personas que lo integran, lo que hace es potenciar la tendencia que ya se ha instaurado en la UE, donde los contratos temporales, en los últimos 15 años, han pasado de ser el 8,4 % al 14 % del total, y los contratos a tiempo parcial del 12 al 18 %, mientras los costes laborales unitarios han caído el 20 %.

Esta no es más que parte de la realidad que se esconde tras la marca comercial de Constitución Europea, que se encuentra muy alejada de aquella novedad en el universo de las organizaciones internacionales que significó la Unión Europea. No se trataba de una reunión de gobiernos, sino de una estructura con capacidad de decisión propia y de imponer sus decisiones a los gobiernos de los Estados miembros. Con el proyecto de Constitución esto se ha acabado: las instituciones específicamente europeas (Comisión y Tribunal de Justicia) salen francamente debilitadas, mientras se refuerza la estructura intergubernamental del Consejo de Ministros. El único órgano de elección directa de los ciudadanos, el Parlamento, sigue teniendo una posición subordinada respecto del Consejo y respecto de la Comisión.

En conclusión, el único sujeto claro que resulta de la lectura del Tratado Constitucional es el dinero, al que se consagran la mayor parte de los artículos. Pero como, además, resulta que los objetivos declarados de la Unión son crear un libre mercado sin falseamientos y una economía competitiva, su objeto es también el dinero, resultando una Constitución hecha por el Capital para sí mismo. ¿Dónde quedan los ciudadanos? ¿Dónde quedan los problemas reales de Europa como el paro, la precariedad laboral, las pensiones, la inmigración, el retroceso social, la destrucción del medio ambiente? ¿Es esta la Europa de los ciudadanos? Desde Izquierda Unida tenemos claro que no, y de ahí nuestro rotundo apoyo al «no» en el próximo referéndum del 20 de febrero.

Isaura Navarro es diputada de Izquierda Unida en el Parlamento español