«Al río que todo lo arranca todos lo llaman violento, pero nadie llama violento al lecho que lo oprime» Bertolt Brecht Mucho se ha dicho y se seguirá diciendo sobre el ocaso de los progresismos en América Latina. El debate será largo y -ojalá- provechoso. Pero más allá de esta discusión, hoy podemos decir que […]
Bertolt Brecht
Mucho se ha dicho y se seguirá diciendo sobre el ocaso de los progresismos en América Latina. El debate será largo y -ojalá- provechoso. Pero más allá de esta discusión, hoy podemos decir que la ilusión y la creatividad transformadoras de las primeras horas de los procesos progresistas han muerto o, mejor dicho, las han asesinado. Vivimos tiempos de reflujo, frustración e indignación.
Las propuestas de democracia radical afloraron en los primeros tiempos de estos procesos, democracia que buscaba cambios profundos y participativos desde nuestras complejas sociedades. En ese entonces, las propuestas acumuladas de largas luchas populares, se plasmaron en políticas, programas e incluso, en esperanzadoras constituciones en Ecuador y Bolivia.
Sabemos que toda lucha sintetiza un momento histórico, cada momento es un reflejo cristalizado de procesos sociales acumulados, y en todo proceso se plasma una determinada forma de impulsar los cambios. Sin embargo, un proceso debe revisarse y profundizarse permanentemente. Transformaciones grandes y duraderas no pueden nacer de procesos anquilosados, peor de procesos que se niegan a la crítica y a la autocrítica. Ni qué decir si estos procesos devienen en reaccionarios.
Desde esta perspectiva, lo que se vive en los países «progresistas» es, por decir lo menos, preocupante. El «progresismo» ofreció luces, pero hoy solo brinda oscuridad. Basta ver lo que acontece en la actualidad con el Centro de Documentación e Información Bolivia: CEDIB.
Con intensidades y especificidades propias, los «progresismos» nacieron de la resistencia y la búsqueda de alternativas de muchas organizaciones populares y otras fuerzas portadoras de ideales de cambio. Los movimientos sociales, en especial indígenas y sindicales -sin olvidar a campesinos, mujeres, ecologistas, maestros, estudiantes- fueron la vanguardia en la lucha contra el neoliberalismo, e incluso contra rezagos coloniales tan arraigados en países como Bolivia y Ecuador. Vale recordar que el MAS, en el altiplano, surgió como un movimiento soberanista, frente al «saqueo de los recursos naturales», impulsando «su recuperación». Incluso en el país andino más pequeño la emergencia de Alianza País solo se explica en tanto tuvo la capacidad para sintonizarse con las luchas de muchos grupos de la sociedad, en particular los movimientos sociales.
Con el apoyo de dichos movimientos sociales y de muchas organizaciones de la sociedad civil, se construyó el triunfo electoral de los gobiernos «progresistas» en estos países. Así empezaron su gestión gobiernos que, al inicio, pusieron su brújula rumbo a profundas transformaciones resistiendo los embates de las derechas tradicionales derrotadas.
Pero los vientos de cambio duraron poco. A medida que estos gobiernos consolidaban su poder, fueron abandonando y traicionando las propuestas revolucionarias. La tarea pasó de la revolución a la mera administración de una bonanza espuria y maldita, nacida de los elevados precios de las materias primas en el mercado mundial. Se sintieron omnipotentes, capaces de satisfacer a todas las clases con la enorme capacidad económica de esa bonanza. Creían que controlando el Estado podían manejar las fuerzas salvajes de un sistema económico vil, calmar las demandas sociales represadas y, a la vez, enriquecer a nuevos y viejos grupos de poder. Embriagados de euforia, hasta creyeron posible hacer lo mismo que gobiernos anteriores, pero de mejor manera: asumían, estos ilusos, que podían modernizar al capitalismo, domesticarlo y manejar sus crisis. Pero fue el capitalismo el que los domesticó…
Y así estos aspirantes a dioses cayeron fácilmente en los cánticos de los «milagrosos» extractivismos. En todos los países «progresistas» se extremaron las fronteras extractivistas: petróleo, minería, monocultivos, plantaciones forestales, pesca… asomaron como las palancas para financiar el ansiado -pero inexistente- desarrollo, tal como acontecía en los vecinos neoliberales. Pero, el espejismo se fue desvaneciendo, llegó el ocaso de estos «dioses». Su incapacidad comprobada los llevó a archivar iniciativas de alcance revolucionario y hasta civilizatorio, como lo fue la Iniciativa Yasuní-ITT, de dejar el crudo en el subsuelo de la Amazonía ecuatoriana.
En este escenario de extractivismos galopantes en toda Nuestra América, los conflictos sociales afloraron con fuerza. Las comunidades que viven en las fronteras extractivas se resisten a abandonar sus territorios, perder sus medios de vida campesinos y trasladarse a las ciudades. Las sociedades, incluyendo las citadinas, cobran cada vez más conciencia de los efectos de tanta depredación, y se organizan para resistir.
Frente a eso los gobiernos de toda la región -neoliberales y progresistas- recurren cada vez más a la represión y a la imposición de leyes que amenazan las libertades de organización en la sociedad civil y de los propios movimientos sociales, como los decretos 16 y 732 en Ecuador que están en camino de convertirse en Ley, para imponer los extractivismos y continuar modernizando el capitalismo. Hay hasta registros insólitos: el presidente «progresista» de Ecuador, Rafael Correa, asesorando al presidente neoliberal de Colombia, Juan Manuel Santos, sobre cómo romper la resistencia de las comunidades opuestas a la megaminería. Mientras tanto, las empresas extractivas también usan la imposición, inclusive en alianza con el poder militar gubernamental o recurriendo a grupos paramilitares. En este punto «progresismo» y neoliberalismo tienen bastante en común…
Estos últimos años han sido duros y difíciles para las organizaciones sociales. Los gobiernos a los que llevaron a la administración del Estado, gobiernan cada vez más desde el puño de hierro del capital, olvidando su autoproclamada condición revolucionaria y de izquierda. Se volvieron modernizadores del capitalismo: un capitalismo andino-amazónico, como afirma -suelto de huesos- un gobernante que se presentaba como el adalid de la revolución. No solo que las políticas de estos gobiernos «progresistas» golpean y explotan a los sectores más empobrecidos y oprimidos, sino que además la vileza se santifica en nombre de la transformación social e incluso del socialismo.
De hecho, el debate público impulsado desde los «progresismos», sea a partir del gobierno, e incluso desde los asalariados del poder, planteó una disyuntiva perversa e inexistente: «sin extractivismo no hay desarrollo, y sin desarrollo no hay progreso». Inútilmente tratan de convencernos de esa falacia. En la medida que los movimientos y demás organizaciones sociales se oponían a tanto atropello, los «progresismos» encontraron en sus antiguos aliados -verdaderos responsables de su existencia- el enemigo a vencer para cristalizar su modernización del capitalismo. Semejante accionar, para colmo, se ha vuelto funcional hasta para los capitales transnacionales.
No sorprenden, entonces, los empeños por debilitar a los movimientos sociales con la represión, la criminalización o la división lograda con la creación de movimientos paralelos. Organizaciones históricas, como la CONAIE en Ecuador o la CONAMAQ en Bolivia, han sufrido los embates de estos gobiernos modernizadores y perros guardianes del capitalismo.
Otras organizaciones de la sociedad civil también han sufrido y sufren los ataques totalitarios de regímenes que hace rato olvidaron sus orígenes. Ejemplos de la traición sobran: la desaparecida Fundación Pachamama o la permanentemente agredida Acción Ecológica, en Ecuador, o las acciones en contra de organizaciones gubernamentales de larga trayectoria en Bolivia, como las que sufre hoy día el CEDIB en Cochabamba.
Esta organización boliviana, con una larga y comprometida trayectoria de muchas décadas, que reúne intelectuales reconocidos en el campo de las izquierdas y el pensamiento crítico, está en la picota del gobierno boliviano. Su único «delito» ha sido contrariar y denunciar las expectativas y visiones gubernamentales sobre los extractivismos desbocados, de sus retrocesos al neoliberalismo o de sus prácticas autoritarias y violentas. Esta organización, que brinda información muy rigurosa, resulta incómoda al poder, pues resulta muy útil para las comunidades afectadas por los extractivismos, presentando, por ejemplo, mapas para que las comunidades ubiquen de mejor manera las amenazas mineras o petroleras.
Esta organización, con la que algunos gobernantes «progresistas» tuvieron estrechas relaciones en la época de las luchas antineoliberales y de emancipación anteriores al inicio de su gestión, está siendo y hostigada por el gobierno y por sus aliados. Esto es lo que experimenta ahora el CEDIB acosado ahora por la Universidad San Simón, servil al régimen, quizás porque se financia con el impuesto directo de los hidrocarburos… Y lo que resulta no solo aberrante, sino indignante es que el gobierno del MAS apoye el desalojo por la fuerza de ese centro de investigación boliviano para darle ese espacio a un instituto de chino mandarín, financiado por el gobierno chino.
Vista la actual arremetida en contra del CEDIB es evidente que a los «progresismos» les resulta intolerable el recuerdo de sus orígenes, sus ofrecimientos de transformaciones estructurales y más aún sus reiteradas traiciones. Combaten, al CEDIB por criticar a un gobierno que entrega concesiones petroleras y mineras al imperialismo chino, lo que refleja la capitulación de los progresismos frente a la globalización del capital, tanto como la firma del TLC con la Unión Europea por parte del gobierno de Alianza País en Ecuador.
Todos estos son hitos de frustración y razones para retomar nuevas y mejores luchas revolucionarias. Hoy nuestra lucha es desde todos los frentes posibles. Son tiempos difíciles y llenos de frustraciones, pero aún estamos a tiempo de reescribir la historia.
La lucha social de estos años es compleja. El sueño de otro mundo posible y digno para todos los seres vivos del planeta, un mundo libre de las ataduras invisibles del capital, resultó un crimen para estos gobiernos. Por eso no solo se trata de defender los intereses de la sociedad y de la Naturaleza ante los golpes de estos regímenes, se trata de defender la transformación social y recuperar sus utopías.
Hoy el «progresismo» arremete en contra de ecologistas, indigenistas o izquierdistas calificados como «infantiles» o «de cafetín», inclusive con los movimientos sociales y las organizaciones que les dieron origen. Pero son justamente esos grupos golpeados quienes resisten y se oponen a profundizar un sistema violento, extractivista, patriarcal, machista, conservador, idólatra de la personalidad, cargado de viejas y de nuevas colonialidades. Tales grupos y tales organizaciones, hoy, son quizá de los últimos bastiones de la gran transformación que sigue demandado Nuestra América, no los podemos perder.
Alberto Acosta. Expresidente de la Asamblea Constituyente de Montecristi
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