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La Unión Europea y China han dado un paso adelante en la regularización de una cada vez más estrecha relación económica. El pasado 30 de diciembre, ambas potencias cerraban el Acuerdo Integral de Inversiones o CAI (Comprehensive Investment Agreement, por las siglas del nombre oficial) tras siete años de negociaciones y a un día de finalizar el plazo acordado durante la EU-China Summit del 2019.
La firma del acuerdo comercial más grande del mundo, en un momento en que la globalización está más que nunca en entredicho, resulta tremendamente contradictorio. Pero más paradójico aun es el hecho que se ha firmado en Asia Oriental y en ausencia de Estados Unidos o Europa, estandartes tradicionales de los impulsos liberalizadores.
Es cada vez más evidente que el modelo de desarrollo que protagonizó el milagro económico chino está llegando a su fin. China no puede seguir dependiendo de un modelo productivo anclado en las exportaciones si quiere aspirar a convertirse en una economía desarrollada. El sistema está cayendo por su propio peso, y con la progresiva pero imparable tendencia al alza de los salarios, China es un destino cada vez menos atractivo para la producción de manufacturas de bajo valor añadido. Toca reinventarse o morir.