En la Unión Europea el uso de plaguicidas debería estar sometido a un control estricto y orientado a proteger la salud pública, el medio ambiente y los derechos de los consumidores. Pero la realidad nos demuestra, una y otra vez, que el sistema de regulación no solo es insuficiente, sino que está diseñado para servir a los intereses de la agroindustria, incluso cuando estos chocan frontalmente con el bien común.
Lo acabamos de ver en Francia. La Asamblea Nacional ha dado un paso hacia el retorno de los neonicotinoides, esos plaguicidas cuyo impacto devastador sobre las abejas y los ecosistemas está sobradamente documentado. Pese a estar prohibidos por la Comisión Europea desde 2018, el pasado viernes 17 de mayo de 2025, la Comisión de Asuntos Económicos de la Asamblea Nacional francesa aprobó el proyecto de ley conocido como «Ley Duplomb», que contempla la reintroducción excepcional de acetamiprid, un insecticida prohibido en Francia desde 2018 por su impacto negativo en los polinizadores, especialmente las abejas. Con 26 votos a favor y 13 en contra, el texto avanza hacia su debate en el pleno de la cámara, que tendrá lugar el próximo 26 de mayo.
Su vuelta se justifica con el argumento de que “no hay alternativas viables” para ciertos cultivos. Y así, lo excepcional se convierte en norma, y lo prohibido, en práctica habitual.
Se trata de un paso más en la ofensiva llevada a cabo desde las pasadas protestas impulsadas por las mayores patronales agrarias francesas en el 2024, que también tuvo su impacto en las protestas agrarias en España, que, con la excusa de reivindicar mejoras para el campo, lo que realmente estaba en su agenda era cargarse el pacto verde y las medidas medioambientales aprobadas por la UE. Ya echaron abajo el reglamento de reducción de uso de pesticidas, y ahora ya directamente a reivindicar el uso de tóxicos.
Este no es un caso aislado. Es el síntoma de un sistema roto. En la UE, los Estados miembros pueden autorizar de forma “excepcional” el uso de productos prohibidos, si justifican que no existen alternativas comerciales. Pero lo que debería ser una herramienta limitada y rigurosa se ha convertido en una puerta giratoria que permite seguir usando sustancias tóxicas bajo el paraguas de la legalidad. Lo llaman “flexibilidad regulatoria”. En realidad, es impunidad química.

La normativa concede autorizaciones excepcionales de 120 días para el uso de sustancias altamente tóxicas. Solamente el 2024, el Estado español ha concedido 39 autorizaciones excepcionales.
El problema no es solo jurídico. Es político y estructural. La visión sobre el futuro de la PAC lo deja claro: no se deberían prohibir fitosanitarios si no hay alternativas rentables. ¿Rentables para quién? ¿Para la gran distribución que impone precios de ruina a los agricultores? ¿Para las empresas que monopolizan las semillas, los insumos y los agrotóxicos? ¿O para un modelo agrario que ha externalizado todos sus costes sobre la salud y el planeta?
Porque alternativas hay. Pero implican cambiar de modelo. No se trata de sustituir un pesticida por otro menos dañino (que ya es decir), sino de romper con la lógica de la agricultura química, intensiva y dependiente. Y eso significa apoyar la transición agroecológica: otra manera de cultivar, de producir y de comer, que no contamina, no envenena y no destruye la biodiversidad.
Desde Justicia Alimentaria llevamos años denunciando cómo se ha construido una estrategia de fabricación de la duda que recuerda peligrosamente a lo que hizo la industria del tabaco. Las grandes empresas químicas financian estudios, presionan a los gobiernos y promueven campañas para sembrar confusión sobre los riesgos de sus productos. Mientras tanto, millones de personas se exponen cada día a residuos de plaguicidas en su dieta, como demuestra el informe Buena Suerte.
Y lo peor es que el sistema europeo de evaluación de riesgos no es neutral. Depende de estudios presentados por las propias empresas, a menudo ocultando o maquillando resultados negativos. Cuando se prohibió el glifosato en Francia, se presentó una demanda millonaria contra el Estado. Así se gobierna hoy la agricultura: entre lobbies, amenazas judiciales y complicidades institucionales.
Europa necesita con urgencia una legislación que defienda de verdad la salud pública, la biodiversidad y la soberanía alimentaria. No podemos seguir permitiendo que se nos diga que “no hay alternativa” mientras se bloquean las ayudas a la agroecología y se fomenta un modelo insostenible desde la PAC.
El principio de precaución no puede ser un eslogan vacío. Debe convertirse en el eje de toda la política agraria y alimentaria. Y para ello, hay que escuchar a la ciencia independiente, a los movimientos campesinos, a quienes cultivan sin veneno y a quienes exigen el derecho a una alimentación sana.
La puerta de los pesticidas nunca debió abrirse.