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Abstención, desencanto y lo común en retirada

Democracias deshabitadas

Fuentes: Rebelión

Urnas abiertas, sueños en pausa

Cerraron los comicios, pero no se alzaron los sueños: solo se bajaron las persianas de las urnas. El entusiasmo quedó clausurado, salvo para los contables del cinismo: calculadora en mano y pasaporte directo a los sillones mullidos del privilegio. Las urnas, otrora escenario de pactos colectivos y sueños en disputa, se poblaron esta vez de más ausencias, votos en blanco, anulaciones silentes o ruidosas. Aunque en muy diversa proporción, tanto en Montevideo como en Caracas o Buenos Aires, la compulsa electoral de este mes fue menos una elección que un espejo empañado. ¿Hay algo en común que pueda sospecharse de estos tres escenarios tan disímiles y heterogéneos? ¿Qué reflejan esas cifras que ordenamos en columnas y porcentajes? Reflejan, quizá, un hartazgo que ya no grita, se expresa con el lenguaje de la retirada. De desafección íntima. De ruptura con el rito. De un vínculo que se apaga no con furia, sino con un suspiro. En Uruguay, la escarcha del desencanto cubrió los viejos bastiones del progresismo: el voto blanco o anulado trepó al 11,2% en Canelones y al 7,8% en la capital, Montevideo, donde la participación sigue siendo alta por obligación, pero se debilita tendencialmente por convicción. En casi todos los departamentos hubo caída de votos para el Frente Amplio respecto a 2024. Sin embargo, el dato más inquietante no es cuánto se perdió, sino cuánto y qué se desvaneció. Como si el compromiso cívico se hubiera vuelto bruma: presente en forma, ausente en sustancia. En la ciudad de Buenos Aires, la abstención se filtró por las grietas de una ciudadanía desengañada, donde el ausentismo es mayor en los sectores populares. Ya no impugnan: directamente sustraen asistencia. Entre la falta de militancia, la resignación ante el poder económico externo y el debilitamiento del peronismo, la Capital Federal volvió a dejar expuesta su orfandad representativa, como un solar sin casa, ni abrigo político. Y Venezuela, con su teatro electoral vacío, empujó la metáfora al extremo. El chavismo se adjudicó 23 de 24 gobernaciones con una participación oficial del 42,6%, aunque la oposición estima que la abstención real superó el 85%. Allí, el acto electoral ya no se ejerce: se simula. Las imágenes de urnas desatendidas y centros de votación desiertos son elocuentes. En un país con voto voluntario en cuyo apogeo chavista logró superar inclusive el 90% de participación, hoy la mayoría ya no acude a las urnas. No porque no le importe, sino porque ya no cree. Y en ese no creer, la ausencia se vuelve, paradójicamente, su último gesto de fe.

No se trata de un hecho aislado ni reciente. El desencanto se multiplica en todo occidente, amplificado por el avance de la ultraderecha. Sus raíces son al menos dos: una persistente, estructural; otra más coyuntural, pero de eficacia inmediata. La apatía política de vastos sectores no nace del desinterés, sino de un régimen que institucionalmente los aleja: la democracia representativa no induce participación sino que la desalienta. Las reiteradas tentativas de participación y su resultado político-institucional estéril producen frustración y pasividad en la sociedad civil. Las movilizaciones sociales no consiguen nunca traspasar la protesta o la presión, pues el régimen político les veda toda intervención decisional institucionalizada, las condena a la mera “queja”, a gritar desde la intemperie, sin voz en el recinto. A la vez, en la particular coyuntura, las políticas monetaristas, de ajuste y recesión, no hacen más que deteriorar las condiciones de vida de amplios estratos sociales. Arrasan como heladas tardías: marchitan las condiciones de vida allí donde más frágiles eran. La erosión cívica no siempre ruge: a veces apenas susurra, como un desgaste que se escurre entre gestos indiferentes. El debilitamiento de la democracia representativa en nuestra región ya no necesita golpes de Estado ni proscripciones abiertas. Le basta el bostezo, la renuncia, el desplazamiento silencioso del ciudadano al margen del cuarto secreto en Uruguay, llamado cuarto oscuro en la orilla opuesta del río. Esa renuncia no es simple apatía; es signo, síntoma, advertencia. Tampoco es desinterés: es un gesto que arde en silencio. Cuando la política ya no convoca ni indigna, ¿qué queda? Solo el vacío disfrazado de normalidad.

El voto en blanco -tan desatendido por los oficialismos como temido por los estrategas- ha dejado de ser un gesto excéntrico o un lujo reservado a conciencias exquisitas. Se ha convertido en fenómeno masivo. En Uruguay, como en Argentina, crece donde más arde la tensión social, allí donde las promesas de cambio encallan una y otra vez en la piedra fosilizada de la desigualdad. Y cuando ni siquiera queda el gesto simbólico del voto sin contenido, entonces emerge el hueco absoluto de la abstención: una suerte de secesión silenciosa, de exilio doméstico, sin partida alguna.

Votar ya no basta y en verdad, nunca fue suficiente. Lo que está en crisis no es solamente el acto electoral, sino su sentido. En Venezuela, el ritual se convierte en simulacro: un teatro de cifras que se recitan como dogmas, sin posibilidad de verificación, en un escenario donde el enemigo principal es la anomia, ese deshilachamiento invisible del pacto ciudadano. La ciudadanía calla, no porque no sepa, sino porque ya no espera. El silencio en los centros de votación no es miedo: es descreimiento. Es la política reducida a protocolo: una coreografía hueca, sin alma, sin consentimiento ni legitimidad.

En Argentina, el ausentismo no grita: se filtra. Se disfraza de hartazgo sereno. No hay fraude ni proscripción, pero sí una fisura cada vez más honda entre la representación política y las decisiones determinantes de la vida cotidiana. La idea de que “nada cambiará” se vuelve principio que no se grita: corroe en silencio. El efecto es doblemente devastador: primero se retira el compromiso, luego se resiente la salud cívica colectiva. Como advirtió Mark Fisher en su libro “Realismo capitalista; ¿no hay alternativa?”, cuando el sistema falla el daño no se ve: se aloja en lo más hondo, como una culpa implantada de apariencia natural e ineludible. Y así, el ausente no es solo quien no vota: es quien ya no se reconoce en lo común. Frente a este paisaje, los oficialismos y oposiciones reaccionan con la misma miopía: promesas recicladas, campañas desangeladas, candidaturas sin alma. Pero el problema no es táctico. Es existencial. No es un problema de estrategia: es una crisis de sentido. Lo que se desvanece no es el electorado, sino la ilusión de que hay un futuro por conquistar. La democracia de este modo, deviene gerenciamiento, y la política espectáculo. Donde antes hubo conflicto, queda deserción. Y esa deserción no es neutra: favorece a quienes mejor controlan el escenario, a quienes pueden gobernar incluso sin testigos ni controles, en soledad.

Donde retrocede la participación, se impone el orden del silencio. No un orden fundado en el consenso, sino en la disciplina: policial, fiscal, cultural. En Argentina, el vaciamiento simbólico del voto abre el camino a un experimento que se proclama libertario, pero exige sumisión. Mientras decrecen los votos populares, se regulan las preguntas, se criminaliza la protesta y se multiplican las operaciones de inteligencia y se promueve un clima de hostilidad donde quien disiente, resulta execrado, incluyendo los más fieles aliados. La libertad es allí un significante desbalanceado: se libera el mercado mientras se encarcela la palabra, se expulsa la ciudadanía de las calles y se reprime cualquier forma expresiva de disenso o pluralidad.

En este clima, la abstención no es apenas un efecto: es también la antesala. Cuando la democracia se reduce a elección sin opciones reales, a un ritual donde el menú siempre repite los mismos platos fríos, cuando toda disidencia es tildada de casta o conspiración, ¿qué espacio queda para la representación? No queda espacio para representar lo diverso: solo para ratificar lo impuesto. Los oficialismos autoritarios no temen al voto: temen a la ciudadanía activa. Por eso festejan cada punto de participación que se esfuma, cada joven que no llega, cada barrio que se encierra como un animal herido. En esa desmovilización ven su oportunidad de permanencia. En ese vacío, hacen pie.

Lo inquietante es que esta deriva no es un privilegio de regímenes autoritarios donde en ocasiones la abstención puede desembocar en insurrecciones como en el 2001 argentino o como la deshilachada oposición venezolana soñó infructuosamente. Ni tampoco por democracias liberales intervenidas, donde el FMI dicta y la soberanía firma al pie, como la argentina, donde votar parece cada vez más un gesto de resignación. También en Uruguay -donde la participación sigue siendo alta por mandato legal- comienza a insinuarse una fractura más sutil pero no menos grave: el acto de votar persiste, sí, pero vaciado de contenido. El voto que cumple pero no cree. El voto sin fervor. El voto sin decisión.

La retracción no solo desarma estructuras: va horadando sentidos, costumbres, lenguajes. Sus efectos no se miden solo en cargos o reglamentos: también se filtran en los imaginarios, en la lengua pública, en el ánimo colectivo. En Venezuela, el desgano electoral refuerza la narrativa del régimen, que transforma la apatía en obediencia tácita, en consentimiento aparente. En Argentina, el desgano se transforma en votos rotos, en cuerpos ausentes, que desgarran aún más el hilo que ingresa al telar social. Y en Uruguay, la despolitización que comienza embrionariamente a crecer en los márgenes amenaza con erosionar incluso los cimientos simbólicos más arraigados del progresismo, que ve sus bastiones enfriarse sin estridencias, al ritmo de una ciudadanía que ya no se siente tan interpelada.

¿Qué hacer frente a esta marea baja que arrastra certezas y deja promesas varadas? ¿Cómo volver a encender el fuego de lo político en tiempos de desencanto? No alcanza con invocar la épica del voto ni con señalar los dientes del autoritarismo: se requiere algo más hondo, más vital. Se necesita una regeneración afectiva del lazo social. Una reconstitución del horizonte común. Reconstituir un horizonte común desde el deseo, desde la eficiencia, desde la certeza de que nadie se salvará solo, que la lucha es colectiva, porque la democracia no se reduce a las urnas, sino a la construcción colectiva del propio destino. Hoy no escasean las urnas: escasea la convicción de que pueda parirse otro mundo.

La paradoja es cruel: votar nunca fue tan fácil, elegir nunca tan difícil. Pantallas y listas llenas de candidatos, con calles anoréxicas de convicciones. Y en ese intersticio crece el cinismo, se aferran los poderosos, se desvanece el porvenir. Por eso, la mayor amenaza a la democracia es que esta forma fiduciaria de representación, basada en la autonomía del representante, en la desconexión entre dirigentes y dirigidos, se presente como única, generando esta lenta evaporación del deseo colectivo. No es el fraude. Ni siquiera la dictadura explícita. Es la lenta agonía de una llama que titila, ya casi sin oxígeno, en la atmósfera ideológica enrarecida por el individualismo.

Emilio Cafassi (Profesor Titular e Investigador de la Universidad de Buenos Aires).

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.