Escocia es una nación, que ha decidido elegir libremente su futuro a través del referéndum sobre la independencia del próximo 18 de septiembre. En un año el pueblo escocés tendrá la oportunidad para decidir «si el lugar al que llaman hogar» debería ser un país independiente, un nuevo estado en el teatro mundial. A día […]
Escocia es una nación, que ha decidido elegir libremente su futuro a través del referéndum sobre la independencia del próximo 18 de septiembre. En un año el pueblo escocés tendrá la oportunidad para decidir «si el lugar al que llaman hogar» debería ser un país independiente, un nuevo estado en el teatro mundial.
A día de hoy, son muy pocas las voces que se oponen al derecho a decidir del pueblo escocés, y menos aún los que dudan de la importancia del momento, ya que como apuntaban algunos artistas e intelectuales escoceses, «no es frecuente que a una generación de personas se les ofrezca la oportunidad de decidir el curso futuro de una nación».
A través del ejercicio del derecho de autodeterminación, Escocia, como nuevo estado, buscará un nuevo papel en la escena internacional, y sabe que para ello y para su desarrollo cuenta con bases firmes, desde su importante potencial económico hasta su tejido social y su estado de bienestar.
Es cierto que se trata de un camino que no estará exento de desafíos y obstáculos, pero las oportunidades que se ofrecen serán claves para poder dar un importante estímulo al talento, la visión y los valores éticos escoceses.
Hasta ahora los partidarios de la independencia han desarrollado una campaña que ofrece visiones positivas e imaginativas de un edificio, llamado Escocia, diferente a lo que se ha conocido hasta ahora. Sirva como ejemplo el llamamiento de algunos artistas por la independencia, que han señalado que «apoyamos la independencia debido a la oportunidad que representa este último acto creativo- la creación de una nueva nación, un nuevo estado».
Porque según ellos, además, «lo que le da un carácter unitario al movimiento independentista es su creencia en la elaboración de una nueva democracia, que es capaz de representar las esperanzas y aspiraciones de su pueblo».
Frente a esa imagen positiva y constructiva, desde los contrarios a la independencia, y firmes defensores del actual status quo, se resalta la nostalgia de lo «que fuimos», de un pasado que queda muy lejos en el tiempo y que ahora no representa la realidad que dicen defender. Hace mucho tiempo que el llamado estado de bienestar, el servicio de salud universal, o la esperanza de una mayor igualdad y justicia social han dejado de ser características del Reino Unido.
Bajo el manto de Margaret Thatcher el llamado consenso británico comenzó a disiparse, junto al desmantelamiento de todo lo enunciado anteriormente. Posteriormente sus sucesores, laboristas o conservadores, no han corregido esa tendencia, al contrario, con el paso de los años cada vez se ve con mayor nitidez que «el déficit democrático entre las naciones constituyentes del Reino Unido es una realidad más que evidente».
Hace bastante tiempo que Escocia e Inglaterra han tomado caminos diferentes, y esa realidad difícilmente se detendrá independientemente de cuál sea el resultado del referéndum.
Es cierto que algunas encuestas están presentando un panorama complejo y difícil para los intereses de los soberanistas, e incluso algunas voces desde el unionismo, a la vista de los citados sondeos piensan que su victoria es indiscutible, adelantando además que la campaña del sí «no tiene prácticamente ninguna oportunidad» de vencer.
No obstante, hace meses que algunas voces más responsables del propio unionismo, de puertas para adentro, alertan que el triunfalismo puede ser prematuro. En el pasado, las elecciones de 2011 son un buen ejemplo, ya se han vivido situaciones parecidas. Entonces, ninguna encuesta daba mayoría al SNP, y sin embargo, éste fue capaz de vencer y además lo hizo logrando una mayoría absoluta.
Una de las claves para el desenlace final está en la opción que finalmente adopten los llamados «indecisos», y en la influencia que la memoria puede jugar en ese aspecto. En 1979, tuvo lugar un referéndum en Escocia, y la llamada «devolución» logró la mayoría de los votos para crear un nuevo parlamento escocés, pero al no alcanzar la participación exigida por la ley, la propuesta fue rechazada oficialmente.
A partir de esa fecha lo que ha vivido la población escocesa ha estado condicionado por las políticas que se hacían desde Westminster, ajenas a los intereses de Escocia. El desmantelamiento industrial, la reducción del gasto público, el expolio de los beneficios del petróleo, fueron una tras otras medidas adoptadas por Londres, que pareció olvidarse de los deseos y necesidades de la población escocesa.
Por ello, son muchos los que en Escocia temen las consecuencias de un triunfo del no. Lo que algunos han definido como el poder del pasado en la política del futuro puede decantar la balanza final. En Escocia cada vez son más los que recelan o no se creen las promesas de los dirigentes unionistas. Cuando algunos de esos portavoces del no auguran mayores poderes para Escocia si se mantiene el actual status quo, desde el soberanismo se recuerda que eso mismo es lo que prometió Thatcher en 1979, pero pronto se olvidó de sus palabras, bajo la excusa de «falta de consenso», un argumento que no dudarían en emplear los actuales unionistas.
Mientras que los independentistas ofrecen a la población un modelo positivo, progresista y de mano tendida a la colaboración con otros pueblos del actual Reino Unido, de Europa o del mundo, la campaña unionista está cargada de amenazas y de argumentos negativos sobre las consecuencias de una Escocia independiente. Quieren dibujar un futuro para Escocia aislado de todos y de todo (expulsado de la Unión Europea, sin moneda, sin prestaciones, sin dinero…).
Y como señalaba un articulista de The Guardian, «esa no es la mejor manera de ganar los corazones y las mentes de los escoceses». Hoy en día Inglaterra representa el desmantelamiento del estado de bienestar, la privatización de la salud y la educación. Mientras tanto en Escocia se pretende todo lo contrario, y se apuesta por un servicio de salud, una seguridad social y una educación universal.
Los próximos meses asistiremos a una pugna encarnizada entre favorables y detractores de la independencia de Escocia, y probablemente hasta el último momento no sabremos a qué lado de la balanza se ha situado la voluntad escocesa. Si triunfa el sí, seremos testigos del nacimiento de un nuevo estado en el actual marco europeo, lo que evidentemente tendrá sus consecuencias más allá de las fronteras del Reino Unido.
Pero si finalmente triunfa el no, difícilmente se podrá mantener el status quo por mucho tiempo. El citado columnista señalaba en su día, que «si incluso Escocia vota no, creo que al final va a terminar logrando una u otra forma de independencia, aunque oficialmente no acabe llamándose así».
Escocia tiene la oportunidad de hacer historia. El status quo no es ya una opción de futuro, y una mayor descentralización tampoco es la respuesta a las múltiples crisis que día tras día deben afrontar británicos y escoceses.
Escocia es una nación de futuro, que camina hacia su propio estado, y el Reino Unido representa un país que vive en el pasado, fosilizado, con un sistema político arcaico que ha permitido a los diferentes gobiernos (conservadores o laboristas) desmantelar el estado de bienestar e impulsar políticas impopulares.
Escocia también tiene su historia y su pasado, y muchos también viven en él, pero a diferencia del Reino Unido «el pueblo escocés tiene la oportunidad de decidir, crear y vivir colectivamente en el futuro. Un futuro que nosotros hacemos, decidimos, debatimos e imaginamos».
El cambio está llegando, y en septiembre estará tocando a las puertas de Escocia y tal vez a las de Cataluña, y esperemos que pronto también alcance las de Euskal Herria y las de los demás pueblos que demandan la creación de su propio estado en el escenario mundial.
Ese cambio representa el futuro, «impredecible, desafiante, emocionante y en algún sentido inquietante también».
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