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A la hora que todos seguimos aturdidos por las primeras salvas del conflicto entre Irán e Israel y nos confunde la posibilidad, hasta ahora distópica, de una guerra civil en los Estados Unidos. Mientras que lejos están de callar los múltiples frentes cada vez más activos en África y en Asia, continúa la hoguera birmana al tiempo que sigue pendiente la cuestión por Cachemira, entre India y Pakistán, y los roces fronterizos entre Camboya y Tailandia van en creciente. En Europa no se extingue el ya aburrido juego del gato y el ratón en Ucrania.

En Afganistán la división en la hasta hace poco monolítica conducción de los talibanes cada día queda más en evidencia. Lo que no consiguieron los veinte años de intervención norteamericana, parece estar consiguiéndolo el desgaste de gobernar a los más de cuarenta millones de afganos.
En referencia a lo que señalábamos días atrás, en “La crueldad como espectáculo”, donde se describen apenas los medios para terminar de mudar a la humanidad a ese suburbio infame que nos espera, donde la única ley que rija todo sea la que momentáneamente necesiten los poderosos para que pueda ser cambiada a su antojo por otra que momentáneamente necesiten los mismos personajes, quien busque un espejo que refleje ese futuro, puede mirarse en Haití.
Los países miembros de la Confederación de Estados de Sahel (CES) (Mali, Burkina Faso y Níger), cuyos gobiernos los conforman las juntas militares que llegaron al poder entre 2020-2021 y 2023, están sobrellevando los momentos más difíciles desde su llegada al poder.
Quizás nunca se resuelva el verdadero entramado que hubo detrás del ataque a los turistas indios en el valle de Pahalgam, en el sector de la Cachemira administrada por India, el pasado 22 de abril que, además de dejar veintiséis muertos, puso una vez más a India y Pakistán al borde de una guerra que desde el 6 al 10 de mayo pareció incontenible.
El viernes 30 el ministro de Asuntos Exteriores de Pakistán, Ishaq Dar, anunció el ascenso del encargado de negocios en Kabul al cargo de embajador, lo que regulariza las complejas relaciones que su país ha mantenido históricamente con Afganistán y particularmente desde que los talibanes tomaron el poder en agosto del 2021.

La larga inestabilidad de Somalia, que desde 1991 sufre recurrentes guerras civiles y violentos cambios de gobiernos que fracasan al intentar asentarse en un complejo mosaico de poderes clánicos y tribales, que en muchos casos tienen intereses opuestos, no pudo evitar a partir de 2006 la presencia del terrorismo wahabita, que, desde entonces, como un fantasma, persigue a los casi veinte millones de somalíes.
El miércoles 21 un atacante suicida lanzó su vehículo cargado de al menos treinta kilos de explosivos contra un bus de la escuela pública militar de la ciudad de Khuzdar, en el este de la provincia de Baluchistán, que transportaba a cuarenta y seis alumnos.

Reparar en los seis muertos que dejó el tiroteo de Trípoli el pasado martes, frente al contexto de violencia que se vive en amplias franjas del continente africano, parecería trivial. Más si se tiene en cuenta que en el Sahel, esa amplia franja que corre al sur del Magreb desde el Mar Rojo al océano Atlántico, los ataques terroristas golpean indiscriminadamente tanto a civiles como a militares, concentrando todo su poder de fuego en Burkina Faso, Mali y Níger, donde ya han generado miles de los muertos y millones de desplazados. Mientras que esta ola de terror, irremediablemente, se extiende hacia el golfo de Guinea.