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Cuando no se cumplían cinco meses de su asunción como Ministro Jefe (gobernador) del Estado de Gujarat, el actual Primer Ministro de India, Narendra Modi, cargaba sobre sí con la matanza de aproximadamente 2.000 indios musulmanes “cazados” por las hordas fascistas de su partido, el Bharatiya Janata Party (BJP, Partido Popular Indio), junto a la fuerza madre del supremacismo hindú, la Rashtriya Swayamsevak Sangh (RSS) (Asociación Nacional de Voluntarios), responsables, entre otros crímenes, del magnicidio de Mahatma Gandhi.
La situación bélica en Etiopía se creía resuelta tras los laboriosos acuerdos de paz firmados en Pretoria (Sudáfrica) el pasado 2 de noviembre, con los que se ponía fin a los dos años exactos de la guerra, acordados entre el Gobierno central del Primer Ministro, Abiy Ahmed, y la dirigencia del Frente Popular de Liberación de Tigray (TPLF) y que ponían un punto final, por ahora, a sus ánimos separatistas. Una guerra que se ha saldado con cientos de miles de muertos, millones de desplazados y la destrucción de infraestructuras, unidades productivas, sanitarias, cientos de miles de viviendas y se han borrado del mapa docenas de aldeas y comunidades.
Todo es tiniebla en al-Qaeda desde que se conoció la ahora supuesta muerte de su emir Ayman al-Zawahiri, sucesor de Osama bin Laden, el pasado 31 de julio, sorprendido en un piso céntrico de la ciudad de Kabul por un dron norteamericano que había despegado desde algún lugar de Pakistán (Ver Al-Qaeda más allá de Ayman al-Zawahiri).
En Somalia el año comenzó con nuevos focos de violencia. Tras el estallido de una disputa por la posesión de la ciudad de Laascaanood, que dejó al menos 30 muertos entre Somalilandia y Puntlandia -dos pseudoestados escindidos de Somalia en 1991 sin ningún reconocimiento internacional ni de las Naciones Unidas- se agrega un tono más oscuro a la ya trágica historia somalí, que no deja de sorprender al mundo cada vez con más muerte, cada vez con más violencia.
El 2 de noviembre último, tras nueve días de negociaciones en Pretoria (Sudáfrica), los representantes del Gobierno del Primer Ministro etíope, Abiy Ahmed, y el Frente Popular de Liberación de Tigray (TPLF) firmaron un acuerdo “para el cese de las hostilidades y la protección de los civiles”, tras la guerra que se había iniciado dos años antes.
La noticia apareció y se trató prácticamente sin trascendencia. Quizás porque involucraba a dos naciones africanas. Pero que un país, cualquiera que sea, detenga en el aeropuerto de su capital a una cincuentena de efectivos de un Estado vecino y que bajo cargos de espionaje los juzgue y les aplique condenas que van desde 20 años de prisión a pena de muerte, no es una cuestión menor.
Es difícil imaginar que alguien sobre la tierra no haya sabido del Mundial de Fútbol de Qatar 2022 que acaba de finalizar apenas una semana atrás. Quizás algunos pocos, muy pocos por cierto, desconozcan el resultado final y seguramente la enorme mayoría de los terrícolas hemos seguido las contingencias de más de uno de sus 64 partidos.
Si bien los insurgentes acordaron con Islamabad un alto el fuego en junio último, finalmente se canceló el pasado 28 de noviembre, dada la cantidad de violaciones que tuvo de ambos lados, por lo que el TTP ordenó a sus militantes recomenzar los ataques en todo Pakistán.
A casi dos meses de la violenta represión en N’Djamena, la capital de Chad, que dejó según el Gobierno 50 muertos, 300 heridos y 621 detenidos, mientras la oposición denuncia que son 200 los muertos, 300 heridos y unas 1.200 las detenciones, además de 83 menores que fueron liberados tras más de 40 días de encierro.


