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Potente pero pobre, bella pero cruel, África, a paso constante, va convirtiéndose en un continente fallido, por lo que habría que ampliar el concepto de Estado fallido a los que se definen como aquellos incapaces de cumplir sus roles básicos, fundamentalmente por tener el monopolio de la fuerza, que no pueden evitar el caos interno ni controlar su expansión más allá de sus fronteras. No garantizan la protección a sus ciudadanos y la de sus bienes y ni siquiera alcanzan a dar servicios básicos a su población. África se abisma al desastre absoluto y los responsables de ello solo parecen dispuestos a apurar esa zambullida en el infierno.
Bien por inoperancia o por las alambicadas estrategias de Occidente, las bandas wahabitas que operan en el Sahel y en el oeste africano desde el 2012 no han detenido su expansión.
Francia a lo largo de los diez años en los que se instaló en el norte de Mali, supuestamente para combatir las bandas wahabitas que se habían comenzado a llegar en la región tras la caída del Coronel Muhammad Gaddafi, la inestabilidad en el país por el golpe contra el presidente Amadou Touré y la rebelión tuareg, que una vez más intentaba recuperar la región de Azawad, su ancestral territorio, ha demostrado solo una cosa: que si su verdadero fin era controlar el terrorismo integrista, fracasó en toda la línea.
Con la llegada de la primavera, una vez más se inicia lo que desde siempre ha sido la oportunidad para agudizar el conflicto crónico que vive Afganistán, ya no importan los contendientes, con nuevas y siempre letales acciones.
Mientras la histeria occidental no deja de clamar a Rusia por sus acciones en Ucrania, abiertamente y sin el menor recato desde los centros del poder otanista se anuncian nuevos envíos de armas para las turbas fascistas de Volodímir Zelenski con la única intención de prolongar una guerra prácticamente terminada con el resultado obvio desde el comienzo de la contraofensiva: la victoria rusa. No sobre el pueblo ucraniano, sino sobre su presidente quien, montado sobre las promesas de la Unión Europea y la OTAN, y la más fenomenal alianza política, militar y mediática que intenta y seguirá intentado destruir Rusia por cualquier medio para que los Estados Unidos libremente sigan decretado sobre lo sagrado y lo profano en el mundo entero.
Los expertos creen que el 9 de mayo, en conmemoración de aquel día de 1945, para los rusos el Den’ Pobédy (Día de la Victoria), en el que se concretó la gran victoria de la Unión Soviética sobre la Alemania nazi marcando el fin de la Segunda Guerra Mundial para Rusia, y con toda razón ya que 27 millones de muertos lo justifican, la Gran Guerra Patria, sería una fecha por demás simbólica para poner el fin a la contraofensiva rusa contra la OTAN en Ucrania.
Las consecuencias de la contraofensiva que Rusia debió iniciar contra la OTAN en territorio ucraniano, de manera directa o indirecta han producido efectos negativos en prácticamente todo el mundo y quizás cuanto más extremas sean las condiciones de los países, tarde o temprano, más severas serán esas consecuencias, ya que los Estados Unidos, se abroquelan en su ínsula, rodeada de ignorancia e intereses, dejando fuera a sus socios europeos, cada vez más empequeñecidos por las mismas políticas que Washington les ha obligado a seguir ya no solo respecto a Rusia, sino en todas las guerras diseñadas por el Departamento de Estado prácticamente desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.

Ya lo importante no pasa por la contraofensiva rusa en Ucrania, ni por la cantidad de muertos y mucho menos por la escandalosa cobertura que están dando los grandes medios a este conflicto, sino que se acerca, a velocidad del rayo, a convertirse en una guerra nuclear.