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Es un hecho, a lo largo de la historia humana, que el consentimiento y el control de los sectores populares han sido un asunto de vital importancia para la supervivencia de los grupos o clases dominantes.
El reajuste político institucional que se produzca por efecto de la coyuntura económica por la que atraviesa el país y por las concesiones a Washington y a las diferentes dirigencias opositoras formalizadas por el gobierno de Nicolás Maduro y la alta jerarquía del PSUV, no pueden estar por encima de los intereses y los derechos del pueblo.
En palabras de Amy Goodman y Denis Moynihan «la perspectiva de un cambio climático catastrófico e irreversible y el posible declive de la democracia en el mundo son escenarios muy reales».
El siglo XXI representa un presente que no augura un futuro positivo.
El auge y la extensión del capitalismo de vigilancia conforman una realidad totalizadora que no habría, prácticamente, ningún ser humano ajeno a ella. Éste explota un mercado donde las personas somos el producto a vender.
Para el capitalismo (o liberalismo, como muchos también lo definen), los únicos balances válidos son los contables.
Aunque hayan sido desestimados por diversos motivos en el transcurso de la historia humana, los sectores populares de nuestra América podrían ser capaces de conjugar un tipo de socialismo comunal (cuya práctica es, además, ancestral y sobrevive, hasta el presente, en diferentes modalidades) con la visión de una gran nación democrática.
El triunfo electoral de Gustavo Petro, convirtiéndose en el nuevo presidente de Colombia e identificado como de izquierda, ha producido en muchas personas, dentro y fuera del hermano país, cierta euforia sobre los cambios que éste impulsaría.