Luego de la afirmación, en los últimos años, del arraigo popular de ciertos liderazgos que conducen los procesos políticos reformistas que experimentamos en la región, podría estarse evidenciando una moderación de los líderes opositores en algunos casos nacionales que podría anticipar una reacomodación en las formas de disputa por parte de las derechas en América […]
Luego de la afirmación, en los últimos años, del arraigo popular de ciertos liderazgos que conducen los procesos políticos reformistas que experimentamos en la región, podría estarse evidenciando una moderación de los líderes opositores en algunos casos nacionales que podría anticipar una reacomodación en las formas de disputa por parte de las derechas en América Latina.
Este señalamiento podría interpretarse como inadecuado considerando los recientes acontecimientos en Honduras y Paraguay, que parecieran constituir justamente una prueba contraria a esta afirmación, dado que allí se evidenciaron procesos de destitución de mandatarios electos democráticamente dispuestos a realizar reformas sociales. Sin embargo, existen otros casos donde la legitimidad conquistada por el triunfo reiterado en las elecciones nacionales, el sustento que provee el alineamiento oficial de actores sociales estratégicos, así como la promoción de reformas políticas que han logrado la aprobación popular, han configurado escenarios que obligan a los líderes opositores a moderar sus programas para disputar con los gobiernos.
En los casos de los procesos que se iniciaron en los primeros años de este siglo -allí podríamos pensar en los casos de Brasil y Venezuela- durante los primeros años de acceso al poder de estos líderes populares, la derecha apeló a la radicalización discursiva descalificadora y jerarquizante y a la desestabilización, como dos modos para el ejercicio de oposición frente a los gobiernos entonces recientemente electos.
Durante el primer gobierno de Lula (2003-2006), la oposición liderada por el Partido de la Socialdemocracia Brasileña (PSDB) recurrió a una estrategia de desgaste para minar el capital político del gobierno, constituyendo a la descalificación de Lula y al señalamiento de la corrupción del gobierno como su principal estrategia de campaña.
En Venezuela, luego del golpe de Estado fallido a Chávez en 2002, en los comicios parlamentarios de 2005, la oposición desistió a última hora de participar aduciendo desconfianza en las autoridades electorales, siempre restando legitimidad a las acciones del chavismo.
Con el tiempo, la continuidad que produjo la aprobación popular de estos procesos y la crisis que experimentaron los espacios opositores, obligaron a estos actores a replantear sus estrategias, ya que, antes que proveer resultados, este radical oposicionismo implicó en varios casos la consolidación electoral de estos gobiernos, que cristalizaron su legitimidad democrática. Es por ello que actualmente, la táctica de ciertas oposiciones frente a estos procesos parecería orientarse hacia la moderación. Ello obedecería a dos factores indisolublemente ligados:
a) la conquista de una extendida legitimidad popular de estos liderazgos, que implica que una oposición radicalizada reduciría las posibilidades de conquistar popularidad en estas sociedades;
b) Una serie de políticas sociales que conquistan amplia aceptación social y que deben ser apropiadas como parte de los programas opositores para pretender alcanzar la legitimidad popular de los mandatarios a los cuales se aspira a vencer a nivel electoral.
En este sentido, determinados candidatos que priman actualmente al interior del campo político opositor en Brasil y Venezuela dan la pauta de la situación que apuntamos a describir.
La primacía en el PSDB de Aécio Neves como eventual competidor de Dilma o Lula en 2014 en Brasil y su ejercicio de «oposición moderada» -por ejemplo con respecto al actual juzgamiento del Mensalao- representa bien esta situación, en comparación con la radicalización discursiva del período anterior, donde FHC señalaba a Lula como un demonio al que había que expulsar o un presidente que debía renunciar a la reelección al estar tapado por escándalos de corrupción.
En Venezuela, el liderazgo de oposición de la Mesa de Unidad Democrática (MUD) encarnado por Henrique Capriles podría ser pensado también en esta clave. Capriles intenta no antagonizar con Chávez, sino presentar un programa que asume como «progresista», reivindica la figura de Lula y proclama en caso de vencer la continuidad de los avances en políticas sociales -las Misiones- realizados por el gobierno venezolano. Así, Capriles ha declarado, expresando su estrategia de no confrontación: «Yo no soy enemigo de nadie, yo soy enemigo de los problemas, yo soy enemigo de la violencia, yo soy enemigo de un país que tiene un gobierno que no nos permite avanzar» (10/06/2012).
Como podemos apreciar, el sustento popular de ciertos liderazgos repercute en el campo político en la aceptación del carácter instituyente de las transformaciones realizadas, siendo éstas incorporadas por los adversarios. En estos casos, la oposición ha cambiado su estrategia de la crítica radical a la promesa de continuidad. Mientras tanto, resta ver si esta nueva modalidad en ciertos líderes opositores logra arraigarse expresando un reacomodamiento más amplio en las formas de disputa política en nuestra región.
Ariel Goldstein, Sociólogo (UBA). Becario Conicet en el Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe (Iealc).
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