Después de la ola neoliberal de los 90, que prometió modernizar y terminar con la corrupción (de los neoliberales anteriores) en los países del Sur, y después que terminase, como suelen terminar estas promesas, «realistas y responsables», en una catástrofe financiera, económica, y, sobre todo, social, Argentina y Uruguay desangraron una gran parte de sus […]
Después de la ola neoliberal de los 90, que prometió modernizar y terminar con la corrupción (de los neoliberales anteriores) en los países del Sur, y después que terminase, como suelen terminar estas promesas, «realistas y responsables», en una catástrofe financiera, económica, y, sobre todo, social, Argentina y Uruguay desangraron una gran parte de sus poblaciones.
En el 2002, casi no tenía compañeros de la universidad que no estuviesen planeando buscar trabajo en Europa o en Estados Unidos. La mayoría emigraron antes que mi esposa y yo. Por entonces, éramos profesionales jóvenes y de un día para el otro habíamos perdido nuestros clientes y en los trabajos públicos, como en mi caso en la educación, no era raro trabajar cinco o seis meses sin recibir un sueldo completo. Nuestra heladera era blanca por fuera y por dentro. No pocas veces, y por no recurrir, por dignidad, al auxilio de algún familiar o de algún préstamo, nos íbamos a dormir con el estómago vacío.
Al igual que Argentina, Uruguay siempre fue un país de inmigrantes, con una fuerte conciencia personal y cultural de que nuestras raíces estaban en otros países lejanos. Pero por entonces, se había convertido, otra vez, en un país de emigrantes.
Por algún tiempo, esta emigración masiva, aunque nada en comparación con los países centroamericanos, aparte de aliviar la presión social y económica de la desocupación, aportó millones de dólares en remesas que palearon en algo de la Gran crisis, detalle que hoy se encuentra totalmente en el olvido gracias a una larga prosperidad de más de quince años y una aún más larga campaña de descrédito político y olvido histórico. Uno se acostumbra rápido a cualquier mejoría.
Desde hace por lo menos cuatro o cinco años, aunque en una escala menor, Uruguay ha vuelto a ser un país receptor de inmigrantes, sobre todo de algunos países andinos y de la región del Caribe. Aunque no masiva (como a principios del siglo pasado, cuando casi todos llegaban escapando de las tragedias y de la pobreza de Europa o de Medio Oriente) ahora muchos cubanos, venezolanos, dominicanos y de otros países tropicales han decidido emigrar a los inviernos fríos de Uruguay.
Ese es el caso de Elizabeth, una madre dominicana que desde hace cuatro años envía parte de su magro salario a sus hijos en República Dominicana. El 4 de mayo de 2018, sus hijos tomaron un avión con una de sus amigas y llegaron al aeropuerto de Carrasco a la medianoche. Allí un funcionario observó que sus visas de entrada habían sido emitidas 63 días antes, es decir, estaban tres días vencidas, ya que la entrada debió realizarse dentro de los 60 días establecidos por la ley del país. Este funcionario, al parecer, desconocía la ley internacional, la misma que suelen desconocer los funcionarios de aduana en Estados Unidos y en varios países de Europa: nadie puede detener a un menor de edad en una frontera procedente de un país no limítrofe. Este tema ya lo analizamos años atrás con respecto a la crisis de 2014 en la frontera de México y Estados Unidos.
El funcionario de inmigración de Uruguay devolvió a los dos menores, de 13 y 16 años, a la Republica Dominicana. Con un sentido humanitario básico, el gobierno uruguayo revertió esa decisión, invitando a los dos adolescentes a volver al país para reunirse con su madre, la que no ven desde hace cuatro años. Como el gobierno teme la crítica de la oposición (algo para nada negativo), no se hizo cargo de los pasajes, lo cual tampoco hubiese sido absurdo (considerando que el error fue realizado por un funcionario del gobierno) sino que solicitó a la aerolínea que se haga cargo del costo, seguramente irrelevante para cualquier compañía aérea que suele volar con asientos vacíos.
El hecho y la decisión del gobierno uruguayo desataron una ola de insultos racistas y xenófobos en la clásica sección al pie de página del principal diario conservador de ese país, es decir, en esas secciones frecuentemente cloacales que los diarios del mundo reservan como vomitaderas de las frustraciones personales de millones de individuos.
Aunque, como lector, evito rigurosamente pasar del final de cada artículo, ya sea informativo o de opinión, para no encontrarme con los comentarios anónimos, por alguna razón terminé en esas redes subterráneas. En pocas palabras: por lo menos el noventa por ciento de estos comentarios eran abiertamente racistas y xenófobos. Ninguna sorpresa, ¿verdad? Lo mismo está ocurriendo con los inmigrantes haitianos en Chile. Demasiado negros y demasiado pobres como para no perder la paciencia y no sacar a relucir alguna buena razón de indignado –por razones equivocadas, claro.
Me quedé reflexionando en este simple hecho. Normalmente le digo a mis estudiantes en Estados Unidos que, si bien en todos los países del mundo existe racismo y xenofobia, la diferencia significativa está en el grado de esas enfermedades humanas. Es muy difícil comparar el grado y la brutal historia racista de Estados Unidos con la de muchos otros países, como Uruguay y Argentina, por citar sólo dos ejemplos, donde el clasismo siempre fue más importante que el racismo. En esos países existe un racismo estructural, mientras que el racismo ideológico, más fácil de encontrarlo en Europa o en Estados Unidos, es mucho menor. En el Sur no tenemos fuertes grupos neonazis ni organizaciones como el Ku Klux Klan ni presidentes como Donald Trump, aunque tengamos otros líderes igualmente enfermos.
Sin embargo, leyendo los pies de página de los diarios conservadores de Uruguay o de Argentina, cualquiera diría que el 95 por ciento de la población de esos países es racista, no sólo de forma inadvertida sino de forma totalmente consciente, es decir, racistas ideológicos. ¿Podría ser esta una conclusión razonable?
Al menos que estudios serios en la materia me muestren lo contrario, yo diría que esta afirmación no tiene ningún sentido.
¿Entonces?
Bueno, entonces la explicación es la misma que hemos sugerido para explicar las olas fascistas, racistas, xenófobas y nacionalistas en el mundo rico (ya no me atrevo a decir «desarrollado»): las nuevas tecnologías de las redes sociales, de la interacción anónima y directa han amplificado por mil, por millones lo peor de la naturaleza humana. No lo mejor. Aquellos que están en paz consigo mismos no se toman tanto tiempo tratando de escupir, vomitar y defecar en el muro del vecino. En su abrumadora mayoría, los comentarios anónimos y algunos no tan anónimos a pie de página, la mayoría de las reacciones que se ven en las redes sociales como si fuesen sustitutos de la antigua ingesta de alcohol (cuyas consecuencias no pasaban del ámbito doméstico) son millones de horas de trabajo gratuito de gente que se siente frustrada, desesperada, desesperanzada, desestimulada. Cada adjetivo denigrante, como el clásico estadounidense «loser» («perdedor»), debe ser entendido como una profunda confesión psicoanalítica ante el espejo de quien lo escribe.
¿Alguien puede siquiera imaginar que esta práctica, que esta nueva realidad reproducida de forma exponencial no iba a tener una traducción social y política en cada país? ¿alguien todavía se pregunta por qué este estado de fascismo e intolerancia que vive el mundo hoy?
Sí, las utopías han muerto. Al menos por ahora. Viva la cloaca.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.