Hillary Clinton lanzó la alarma cuando terminaba 2012: según la exsecretaria de Estado norteamericana, el mundo asistía a un proceso de restauración de la Unión Soviética, impulsado por Putin. La afirmación era una grosera mentira, un recurso propagandístico para dificultar el trabajoso empeño por la reintegración económica y política en la Unión Euroasiática que ha […]
Hillary Clinton lanzó la alarma cuando terminaba 2012: según la exsecretaria de Estado norteamericana, el mundo asistía a un proceso de restauración de la Unión Soviética, impulsado por Putin. La afirmación era una grosera mentira, un recurso propagandístico para dificultar el trabajoso empeño por la reintegración económica y política en la Unión Euroasiática que ha creado Rusia. Pero la mentira de Clinton anunciaba una nueva etapa en el acoso a Moscú. Sin reparar en la evidente paradoja de que Estados Unidos crea razonable la ampliación de la Unión Europea y, en cambio, considere una provocación que Moscú haga algo semejante con algunas de las antiguas repúblicas soviéticas, el gobierno de Washington lanzaba todo un programa para avanzar las fronteras de la OTAN hacia el Este de Europa, jugando con la incorporación de Ucrania y Georgia. Los pasos siguientes fueron la desestabilización del gobierno de Yanukóvich, el posterior golpe de Estado en Ucrania y el inicio de la operación militar contra los opositores en el sur y el este del país, con sangrientas matanzas como la de Odessa, y el inicio de la guerra civil. Faltaba una provocación. El derribo del avión malasio (por un caza de las fuerzas de Kiev, probablemente) fue utilizado por Washington para acusar, sin pruebas, a Moscú (pese a que las autoridades rusas presentaron pruebas sobre la presencia de un caza ucranio a poco más de tres kilómetros del Boeing MH17), y, posteriormente, para lanzar un programa de sanciones económicas acordado entre la Unión Europea y Estados Unidos con el objetivo de quebrar la economía rusa. Washington optaba por la guerra en Ucrania, y por la continuación del acoso a Rusia.
La guerra civil ha causado ya más de tres mil muertos y un millón de refugiados, la mayoría en Rusia, y, aunque se mantiene un precario alto el fuego, todo indica que la intención de Kiev es reagrupar sus fuerzas para lanzar una nueva ofensiva. El propósito del gobierno golpista de Kiev es ahogar la resistencia, y no es extraño que desprecie el sufrimiento de la población en el Este del país, que ha visto como la aviación y la artillería bombardeaban las ciudades, destruían las viviendas, y causaba numerosas víctimas en la población civil; llegando Kiev al extremo de negarse a la llegada de ayuda humanitaria (agua, alimentos, medicinas) con el argumento de que puede ocultar armamento, como si no fuera posible establecer rigurosos sistemas de control.
Tras semanas de combates, Kiev aceptó las ideas esbozadas por Putin en su plan de siete puntos para un alto el fuego (uno de los cuales implica la llegada de observadores internacionales). El gobierno de Poroshenko no tenía previsto detener las operaciones militares, pero se vio forzado a ello por el retroceso militar de sus fuerzas en el este, que vio la llegada de los milicianos rebeldes a las puertas de Mariúpol. La campaña militar, definida por Poroshenko como una «operación antiterrorista», obedecía a la presión de Washington, cuyo evidente objetivo es ampliar su influencia en el Este de Europa y hacer retroceder a Moscú. La presión a Rusia no se ha detenido, y se ha acompañado del anuncio de creación de nuevas bases militares en el Este de Europa, (incumpliendo los acuerdos firmados con Rusia en los años noventa), del reforzamiento del dispositivo militar de la OTAN en el Báltico y en el Mar Negro, y de oleadas de sanciones económicas a Rusia por su «agresión» a Ucrania. En el diseño de todas esas medidas se dejaban en el olvido que fueron Estados Unidos y la Unión Europea quienes iniciaron la crisis, financiando el golpe de Estado contra Yanukóvich, organizando el entrenamiento de mercenarios en Polonia, además de ofrecer apoyo político, diplomático y logístico a una revuelta que impuso un gobierno de facto, mientras las bandas de matones fascistas asolaban el país. La persecución de la izquierda y del Partido Comunista, con incendios de sus sedes, asesinatos, agresiones y el inicio del proceso para ilegalizarlo dan cuenta del carácter de ese gobierno golpista que se apoderado de Kiev.
La ofensiva militar decidida por el gobierno de Poroshenko y Yakseniuk tenía un objetivo muy preciso: aplastar por las armas la rebeldía abierta de las regiones ucranianas que no aceptan la autoridad de Kiev. En la carrera de despropósitos lanzada por el presidente Poroshenko, su gobierno, por boca de Yakseniuk, llegó a calificar a Rusia de «estado terrorista», sorprendente afirmación si es que pretende resolver la crisis y la guerra civil abriendo negociaciones, como también ha declarado el gobierno de Kiev. El alto el fuego ha sido roto en varias ocasiones, y todo indica que Kiev no pretende conseguir una paz justa, que debería ir acompañada del respeto a la población rusoparlante, la federalización del país, y la renuncia a ingresar en la OTAN. No hay que olvidar que Poroshenko es prisionero de los sectores más extremistas de Kiev, algunos abiertamente fascistas, que han configurado un «partido de la guerra» que apuesta su victoria a la ayuda occidental y a la llegada de nuevo armamento norteamericano.
Cuando lanzó esa «operación antiterrorista» aconsejado por Estados Unidos, Kiev pretendía acabar con toda oposición en unas semanas, y si aceptó el posterior alto el fuego, forzado por el retroceso militar, fue con la intención de reagrupar sus fuerzas y esperar a las decisiones de la OTAN en la cumbre de Cardiff. Sin embargo, Poroshenko (un plutócrata sin escrúpulos, impuesto por Washington, como impuso al primer ministro Yakseniuk) teme que se enquiste la situación, e incluso que se añadan nuevas zonas rebeldes, por lo que espera la ocasión de atacar de nuevo si consigue nuevos envíos de armas de la OTAN. El alto el fuego es muy precario, porque Washington quiere mantener la crisis ucraniana abierta por tres razones principales: crea un serio foco de tensión en el sur de Rusia, dificultando que Moscú dedique su atención al desarrollo económico; estimula el acercamiento del gobierno de Kiev a la OTAN, con la vista puesta en su hipotética incorporación, y obstaculiza el proyecto estratégico de reintegración que persigue Moscú, la Unión Euroasiática.
Pese a las denuncias de Washington y la OTAN sobre supuestos soldados rusos desplegados en el Donbass (con «pruebas» que recuerdan a las presentadas en la vergonzosa manipulación de Colin Powell en la ONU, en 2003, para lanzar la guerra de agresión a Iraq), Estados Unidos sigue sin demostrar esa presencia, añadiendo mentiras a la aventurera política de Obama, que ha conseguido arrastrar a la Unión Europa, y que ha desencadenado la guerra civil ucraniana. La peculiar visión de Washington y la OTAN, que calificaron de «operaciones de defensa de la libertad y la democracia» las sangrientas guerras de Afganistán e Iraq, y de «invasión» la entrada del convoy humanitario ruso en Ucrania con alimentos y medicinas para el Donbass, ilumina el expediente ucranio. En él, Washington y la OTAN persiguen su ampliación al Este de Europa, donde la alianza occidental ha ido ampliando territorios en las dos últimas décadas, violando las seguridades ofrecidas por Estados Unidos y Alemania a Moscú desde la desaparición de la URSS. El expediente ucranio es, por el momento, la última guerra lanzada por un poder imperial que quiere retrasar su decadencia.
(Traducido del catalán)
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