Apoyados por los miembros del G7-OTAN, en la periferia del sistema los fascistas (y las élites en general) no se identifican con la nación en que viven
La filósofa y profesora de la Universidad de San Pablo, Marilena Chauí, en reciente artículo sobre el nuevo movimiento ultra-reaccionario (que creció con la crisis capitalista, aunque ya empieza a perder vigor), afirma que a esta extrema-derecha neoliberal no se debe llamar «fascista», ya que practica, según las normas del Consenso de Washington, el debilitamiento del estado, la rendición del patrimonio nacional, y no el «nacionalismo» (que ha caracterizado el fascismo clásico italiano-alemán de la primera mitad del siglo XX).
El fascismo no es más que una carta bajo la manga capitalista, utilizada en tiempos en que la farsa electoral llamada «democracia liberal» ya no funciona en su propósito de conservar las ganancias inmediatas. Así, se apela al odio hacia el Otro, a la violencia xenófoba-racial y de género, a la culpabilización mediática de todo lo que es distinto o que propone algo diverso de la actual situación lamentable. Con esto, las élites pueden justificar un mayor control social de la población (o más específicamente, de los trabajadores).
Si en la década de 1930 las potencias capitalistas estaban en conflicto, y el capital todavía tenía una cierta «nacionalidad», dando contornos a la aparente característica «nacionalista» del fascismo, sin embargo, ahora la situación es otra. La nueva gestión neoliberal del capital es «global» y ya no permite tales desacuerdos internos entre sus gestores.
Una disputa intercapitalista, en este momento de la crisis estructural del sistema podría resultar en una recesión prolongada, un problema ya planteado por la disputa comercial entre las dos principales potencias geopolíticas de hoy: Estados Unidos y China. Aunque se puede objetar que China no es capitalista (y de hecho no lo es, dada su reformista distribución planificada de la riqueza interna), cuando se trata del comercio exterior, el gobierno nacional-desarrollista chino actúa en el mercado internacional respetando, como no podría dejar de ser, las reglas impuestas por el capitalismo hegemónico. E incluso el estado chino actúa con más habilidad y organización que los propios países «internamente» capitalistas, debido a su capacidad de planificación social y regulación monetaria. Por esta razón, los jefes del «centro» del sistema quieren ahora cambiar las reglas -«centro» este dirigido desde Washington, pero también conformado por las potencias secundarias (europeas) que componen las principales fuerzas de la economía (Grupo de los 7), y cuyo brazo militar es la nuclear e intrusiva OTAN.
El fascista es racista, no nacionalista
En sus fundamentos, el fascismo (que en Alemania se denominó sofísticamente » nacional- socialismo») no es ni «nacional», ni mucho menos «socialista». La mayor identificación que une a los enfermos del espíritu, sus adherentes, se basa principalmente en un discurso «racial» pobre y anticientífico -tan cierto como la planitud de nuestro planeta o la imparcialidad periodística. El fascismo es un instrumento del capitalismo para tiempos de crisis. En el pasado, el llamado fascismo clásico tenía una cara «nacional», ya que la empresa capitalista aún no tenía su administración unificada y había intereses nacionales en la disputa por el liderazgo -prerrogativa esta que es solamente de las potencias, ya que los estados periféricos, como los de nuestra América, nunca han podido desarrollar un efectivo «nacionalismo» para allá de patrioterismos que, mirados de cerca, apuntan siempre a intereses externos (antes, del colonizador europeo, hoy sobretodo del neocolonizador yanqui).
Sin embargo, en el capitalismo neoliberal contemporáneo, con reglas y finanzas mundiales prácticamente unificadas, el gran capital se asocia entre sí. No es de extrañar que los grandes bancos y las corporaciones clave de las naciones centrales del capitalismo (EE. UU., Europa, Japón) no quiebren, ya que su quiebra sacudiría el piso de la máquina conjunta del mercado del sistema. En cuanto a las naciones dominantes, aquellas que impulsan la «globalización» en el sentido de las ventajas competitivas de sus corporaciones, es posible encontrar en su fascismo, incluso hoy día, elementos que pueden considerarse mínimamente «nacionalistas»: vea Trump y sus intentos en gran medida fallidos de proteccionismo de las «nacionales» corporaciones transnacionales de EE.UU. (lo que no significa protección del pueblo estadounidense).
En una nación con un proceso de independencia tan incompleto como Brasil (hecho que se extiende a América Latina en su conjunto), la práctica fascista debe ser, y es, necesariamente diferente de aquella de las potencias centrales.
Por nuestras tierras, la revolución de independencia nunca avanzó el aspecto de la «política formal», dejando al país con una posición profundamente dependiente -y subalterna- en los ámbitos económico, militar, geopolítico, judicial…
Véase hoy el «Brasil del futuro» de que tanto ya se hablaba: una nación-broma en la que las élites del funcionalismo estatal-judicial-parlamentario-militar, en connivencia con sus jefes externos y respectivas agencias de inteligencia estatales, sacrifican nuestro propio patrimonio y «nuestras» propias compañías estratégicas (de capital mayoritario nacional) a cambio de sobornos exiguos y vergonzosos premios en el espectacular escenario exterior.
De hecho, es en la crudeza de las periferias del capitalismo -como ha advertido el brillante pensador Florestan Fernandes- donde uno puede, anticipadamente y con mayor claridad, observarlas desastrosas consecuencias del sistema actual. Así también se pasa con el fascismo, esa cara bruta del desastre moderno-burgués, cuyos fundamentos pueden ser mejor verificados en Estados débiles como los nuestros de América.
El fascismo debe analizarse en su complejidad de elementos, como una enfermedad social y espiritual que, fundada en un necio misticismo, conduce a actitudes irracionales: violentas, bestiales, deshonestas, no-científicas. Y esto, tanto a nivel individual como colectivo: un modo de comportamiento patológicamente cobarde que, debido al temor que tiene a la fuerza del Otro (a quien, en su limitación intelectual, prácticamente desconoce), lo golpea desde atrás. Individualmente, es un estado mental superficial, infantil, temeroso, un tumor psíquico que a veces degenera en una situación social perversa; en casos agudos, se convierte en una práctica económica y poder político extremadamente autoritarios, según los cuales se somete a la «totalidad» de la sociedad. Es por lo tanto, como señala Marilena Chauí, un régimen «totalitario»: como lo es cualquier régimen neoliberal (con o sin el dicho teatro electoral de la «democracia» meramente formal).
Su objetivo esencial es la defensa de las estructuras tambaleantes del capitalismo en crisis, aunque en esta escalada (que necesariamente pasa por elementos irracionales presentes en la imaginación popular) el proyecto fascista generalmente escapa al control «racional» de sus accionistas liberales, causando daños al propio capital que lo promovió.
Unión Europea: de patrocinadora a crítica del fascismo periférico
Un ejemplo de la caótica pérdida de control, típica del fascismo, es lo que estamos presenciando ahora en la Foresta Amazónica, cada vez más incendiada por la estupidez del Nerón subalterno que ocupa el gobierno brasileño.
Como hoy es público y conocido, la ultra-derecha fascista brasileña fue «elegida» por un golpe de estado prolongado, un intrincado complot que desde el principio fue apoyado por la enorme máquina de propaganda de las transnacionales de comunicación (las corporaciones europeas vinculadas a los poderosos miembros del G7 y la OTAN: BBC, EFE, Reuters, AFP, El País).
Estas compañías de comunicación son sometidas a las potencias de la UE, siendo en gran parte apoyadas por sus gobiernos fuertes (estos que ahora cuestionan la «capacidad brasileña de administrar la Amazonia»). Y su influencia es cada vez más íntima en los territorios nacionales periféricos (con ediciones, si no en portugués, por lo menos en español).
«Curiosamente», desde el recomienzo de «nuestros» golpes de estado, todas estas corporaciones han apoyado abiertamente la «primavera latinoamericana», esta trampa centrada en nuestro espectáculo do absurdo: la «lucha contra la corrupción» (que no pasa de un proceso de sabotaje contra el reformismo nacionalista que crecía por aquí). Sus editoriales, durante años y años, siempre han defendido el debilitamiento de nuestros estados nacionales (y, por supuesto, el fortalecimiento de sus propios estados).
La perversa leyenda de la «raza superior» (también presente en tantas religiones que están siendo olvidadas por los dioses) ciertamente sigue existiendo como una parte central del dogma fascista: esta doctrina basada en el odio al Otro, en la culpabilización del que es distinto (a quien se acusa por los proprios fracasos personales o del sistema).
Sin embargo, en Brasil (y en tantas naciones de independencias incompletas, como la nuestra), las élites -estos «elegidos» del sistema- nada tienen de «nacionalistas». Nuestras clases dominantes (donde se crían los gusanos fascistas) son apátridas: brasileños (o latinoamericanos) solo por nacimiento, por casualidad, por «mala suerte», quién sabe incluso por el «equipo de fútbol», pero siempre que sea posible en busca de una segunda nacionalidad «gringa» que las aleje aún más de la gente del pueblo -mestiza, negra, indígena- a quienes desprecian y con quien nunca se han identificado (pues que, como bien observó el marxista José Carlos Mariátegui, siempre se espejaron en el fenotipo y en la cultura europeos).
En resumen, la llamada «superioridad vital» de los fascistas (los «elegidos» de la religión del capital) es un dogma que se mantiene.
Sin embargo, en Brasil (y otras seminaciones como la nuestra), esta trágica «hermandad» -que suele identificar a los fascistas- no está relacionada con la «nación» (a que desprecian), sino con la etnia (y el color de la piel, como bien lo muestra Aníbal Quijano). Se identifican con aquellos que les parecen «más blancos» o «más europeos» que ellos, es decir, con los que vienen de afuera (o de «arriba» del sistema)… De «la gringa», como se dice en Brasil. Pero nunca con el pueblo.
Yuri Martins-Fontes. Filósofo, doctor en historia de América Latina (Universidad de San Pablo), posdoctorado en ética marxista y en historia del trabajo, es profesor, investigador y escritor; autor de «Marx na América» (Alameda, 2017), e «História e Lutas Sociais» (EDUC, 2019). Coordina al Núcleo Práxis de la USP y colabora regularmente con medios críticos independientes.
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