La política debería tener como costumbre tomar la cosa pública y usarla al servicio de la población, propugnar las mayores equidades posibles, dar justicia a cada cual según lo merezca, en base a normas e instituciones. Pero contrario a ello, tenemos la cultura de la destrucción de las instituciones civilizadas con la finalidad de usar […]
La política debería tener como costumbre tomar la cosa pública y usarla al servicio de la población, propugnar las mayores equidades posibles, dar justicia a cada cual según lo merezca, en base a normas e instituciones. Pero contrario a ello, tenemos la cultura de la destrucción de las instituciones civilizadas con la finalidad de usar el Estado como pivote de acumulación para corruptos y corruptores, quienes se dejan impunes para continuar con el negocio. Esto se ha tolerado a tal nivel, que es normal decir que «todos roban» como si fuera aceptable y hasta irremediable; pero esto responde a un experimento, consciente o no, que le han hecho a las poblaciones de la región.
El fracaso de la política es muestra de un modelo de sociedad agotado; no solo en el tema electoral y se debe al círculo vicioso que impera en Latinoamérica, el clientelismo como la epítome de la incultura y la pobreza, elementos que son caldo de cultivo para una clase política sin ideología ni proyecto de nación; como de un grupo hegemónico sin ningún tipo de control, fiscalización o contrapeso ciudadano y que procura para si un brazo político reproductor del modelo desfasado. En otras palabras, tenemos personas enjauladas en un sistema conveniente para unos pocos, con autómatas sin voluntad del creciente hábito del inmovilismo ciudadano y una gran mayoría pretende sobrevivir con formas ya institucionalizadas de riqueza: el «juega vivo».
En esa dinámica, quienes se salen del tiesto, tienen su condena moral o material, siempre dependiendo qué sea más conveniente para esos grupos poderosos. En algunos lugares, la exclusión de los procesos políticos, el estigma y las campañas sucias, la deslegitimación de sus proyectos y propuestas; y en los casos más radicales, la muerte selectiva de dirigencias populares, gremiales y organizaciones independientes de ese poder omnímodo, siempre de la mano con sus históricos monigotes amaestrados, los medios de comunicaciones y profesionales adeptos.
Entre tanto, los grupos progresistas se tachan entre sí para ver quién tiene la razón; cuáles son las figuras que «lideran» los procesos entre otras banalidades. Por tanto, parecen no haber comprendido que sin abandonar las reivindicaciones de clase, se puede concatenar la coyuntura con una etapa importante: el fortalecimiento de las estructuras sociales y las instituciones necesarias para darle libertad al ser humano. Es necesario proponer una solución inmediata para contra restar el mal generalizado de la corrupción, pero también se debe combatir la normalización del mismo, desde los propios cimientos sociales.
La solución no puede pasar por lo establecido, pero tampoco se puede dar un salto al vacío ante sueños políticos sin una orientación seria y realizable. Lo primero que se debe resolver es la participación ciudadana para la fiscalización real de las instituciones, a éstas fortalecerlas con independencia en todos los sentidos; y por supuesto, que exista un proyecto de educación que sea efectivo en mediano plazo, no para adoctrinar a los sujetos en tales o cuales corrientes, sino para darles las herramientas de libertad en el pensamiento para decidir el destino de nuestros países que hoy por hoy son derruidos por políticos fracasados, luego de empoderarse del saber.
Jorge Castañeda Patten es abogado
@CastanedaPatten
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