Vivimos en un país en el que se presume la culpabilidad de la gente honesta y la inocencia de los ladrones. En el que el principio jurídico del in dubio pro reo se cumple solamente si es in dubio pro reo-rico. En el que la regla se ha vuelto excepción y la excepción regla. En […]
Vivimos en un país en el que se presume la culpabilidad de la gente honesta y la inocencia de los ladrones. En el que el principio jurídico del in dubio pro reo se cumple solamente si es in dubio pro reo-rico. En el que la regla se ha vuelto excepción y la excepción regla. En el que los medios son tenidos como fines y los fines como medios. En el que se educa para competir no para compartir. En el que la libertad de expresión se confunde con la libertad de impresión. En el que la justicia para unos cuantos precisa de la injusticia para muchos. En el que lo legal se confunde con lo justo.
En otras palabras, vivimos en un país en el que no podemos darnos el lujo de apelar sin más a la ley o a la moral vigente, porque el crimen, y me refiero al crimen a gran escala, se comete cumpliendo la ley y la moral. Sino cómo es posible que un funcionario público, ministro o congresista, por ejemplo, se ocupe de luchar contra la desigualdad, la injusticia, el crimen, si su modo de vivir se funda en la injusticia y desigualdad salarial. Y lo peor es que lo hacen de buena voluntad. Con razón decía, creo que Pascal, «nunca se hace tan bien el mal como cuando se hace con buena voluntad».
En efecto, nuestras autoridades lo hacen sin mala conciencia. Dicen luchar contra la desigualdad y la injusticia, pero encarnan una desigualdad salarial de 30 a 1. Y por si fuera poco, el salario del que más recibe no está sujeto a retenciones tributarias, pero del que menos gana sí. Un ministro peruano cualquiera, pero pongamos el de (in) justicia o el de educación, gana más de 30 veces el sueldo legal mínimo de un ciudadano. Y lo mismo ocurre con los que administran justicia, sobre todo con los jueces de la Corte Suprema y del Tribunal Constitucional, sus relaciones salariales encarnan la injusticia salarial.
Los que tienen a su cargo la justicia y la igualdad social en el Perú encarnan la desigualdad salarial. ¡Cuidado! No les estamos acusando de ser ilegales o inmorales. De ninguna manera. Todos ellos son respetuosos de la ley y de las buenas costumbres. Hacen lo que la ley manda, pero antes, mandan hacer la ley. ¿Acaso está prohibido legalmente asignarse un sueldo 30 veces superior al sueldo legal de un maestro? ¿Acaso está prohibido que las mascotas de un ministro tengan mejor alimentación, mejor salud y hasta mejor educación que los hijos de otro peruano? No está prohibido. Y como reza el principio jurídico moderno: «todo lo que no está prohibido está permitido».
Lo que queremos hacer notar es que, si queremos igualdad y justicia social. Si queremos y ansiamos un país, una sociedad donde todos seamos tratados como fines y no como mediaciones para el lucro de los que nos gobiernan, es decir, seamos tratados con igualdad y dignidad, tenemos que instaurar un nuevo orden legal y moral, donde el desarrollo de la vida de todos los peruanos sea el fin del Estado. Llevar a cabo esta tarea supone empezar por poner en cuestión la legalidad y moralidad de nuestras autoridades, pero también de cada uno de nosotros, porque nuestra forma de vivir hace posible la forma de vivir de ellos.
Debemos advertir que esta es una tarea riesgosa. Lo sabemos porque la historia nos muestra que los derechos sociales no cayeron del cielo, fueron producto de arduas luchas, en la que corrió no chorros de tinta, sino de sudor y sangre. Valga como ejemplo la lucha por el aumento salarial llevada a cabo por nuestros maestros hace unos días. Al principio fueron reprimidos brutalmente y tildados de ilegales, luego se les señaló de terroristas, hasta que su persistencia hizo que su reclamo fuera tomado en cuenta, al menos en parte. Frente a la legalidad de la injusticia opusieron la ilegalidad de la injusticia.
Lo paradójico de todo esto es que el gobierno lo está tomando como un mérito suyo. Resulta que ahora el incremento del sueldo a los maestros es producto de la buena voluntad del gobierno, al que debemos estarle agradecidos. El culpable aparece ahora como inocente, y el inocente como el culpable. Es como si alguien llevara años robándoles a las personas que debe proteger, pero al verse descubierto, promete devolverles en pequeñas cuotas todo lo que robó. Y por este acto todos los afectados deben reconocerle su eficiencia y honestidad.
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