Todo en la Constitución es público. Una Constitución, de acuerdo con la doctrina jurídica moderna, afirma la cohesión de una nación. Estructura los poderes del Estado y constituye sus límites y sus alcances. La Constitución organiza el derecho público y sus relaciones con el derecho privado, y siempre perfila el tipo de voluntad democrática que […]
Todo en la Constitución es público. Una Constitución, de acuerdo con la doctrina jurídica moderna, afirma la cohesión de una nación. Estructura los poderes del Estado y constituye sus límites y sus alcances. La Constitución organiza el derecho público y sus relaciones con el derecho privado, y siempre perfila el tipo de voluntad democrática que una comunidad de intereses desea encauzar en su historia.
No tenemos una historia larga y debidamente asentada en cultura popular acerca de la relación entre democracia y Constitución Política. Ya sabemos que hubo descendientes de criollos que una vez plantearon la posibilidad de crear una constitución para los indios diferente de una carta magna ladina; ya sabemos que el relativamente amplio marco constitucional de la revolución del 44 causó una invasión extranjera y ya sabemos que desde este cuerpo legal en la Guatemala de 1965 se castigó y reprimió la disidencia política y las ideologías que se oponían a la estrategia de seguridad nacional anticomunista.
La joven Constitución de 1985 nació de una Guatemala devastada por graves violaciones del Estado a los derechos humanos. Nació de la necesidad, incluso para las elites, de tomar distancia del militarismo como régimen hegemónico de dominio. Los más básicos derechos civiles y políticos, todavía lejanos para esta sociedad de polaridades, fueron los que en 1985 abrieron brecha a ese inevitable impulso de civilidad elemental.
Pero está probado que en este país la democracia es una carga para la cultura finquera, la cual busca y rebusca el elitismo y las mañas procedimentales para organizar la sociedad al antojo de los grandes negocios. Y así, joven la Constitución de 1985, ya ha sido cercenada una vez en 1993, hace tan sólo 19 años. La Consulta de 1993 nos dejó una gran lección: el sector bancario se convirtió en el primer beneficiario de las finanzas públicas, el gran reacomodo para entrar con pie firme a la firma de la paz. Luego en 1999, con una consulta popular que dijo NO a las propuestas de cambio, también se vivió la experiencia del dicho aquel de que en río revuelto, ganancia de pescadores: fue todo un chirmol, un desbarajuste saturado de la más oprobiosa desinformación hecha por parte de los medios masivos de comunicación.
En aquella ocasión de 1999 el gran acontecimiento constituyente fue intentar reconocer la existencia de básicos derechos colectivos de los pueblos originarios de Guatemala. Pero ese impulso fue destruido en mil pedazos, en textos retóricos y en promesas.
Ahora, otra vez las bocas de las corporaciones penetran en lo público para proteger sus derechos privados. Hoy parece un circo, parece una pesadilla, parece una mediocridad, pero en realidad lo que vemos con el actual interés de reformar la Constitución es abuso de poder. Los grandes problemas públicos les importan un comino al gobierno y a los grupos que lo rodean. Ni siquiera hay un espíritu constituyente, en nada: no lo hay en seguridad, ni en justicia, ni en derechos de representación política, en nada. Sólo se ven chapuces para abrir procedimientos que dan cuotas de poder a círculos privados.
El gran fiasco es el de los asesores seudo-democráticos, seudo-izquierdistas y seudo-indianistas que desde la firma de la paz vienen decorando, con gustos de policía y con oídos sordos a las comunidades, esta democracia guatemalteca que no termina de ser de baja intensidad, además de corrupta. Entonces resulta que ya no es el primer paquete sino el segundo. Y en todo este asunto que es profundamente público y tremendamente personal y cotidiano, el gobierno del general Otto Pérez Molina agrede de tal manera la inteligencia ciudadana, al ni siquiera construir una explicación de derecho constitucional sobre paquetazos tan diferentes, en medio de tallercitos de consulta manipulados y un cementerio de noticias que separan como un agujero de guerra a los representantes políticos de la gente.
El primer paquete definió como oficiales a 22 idiomas mayas, más al xinca y al garífuna, 24 en total, además del español (25), mientras en el muy elegante paquete actual se dice con eficacia tecnócrata que El Estado podrá reconocer como oficiales, los idiomas indígenas que establezca la ley. ¿Es la Constitución un problema del lenguaje? ¡Sí, porque el lenguaje define un sentido!, y siendo notorio que entre uno y otro paquete hay lenguajes diferentes, este proceso sólo puede explicarse como un juego sucio. ¿Son oficiales o no son oficiales los idiomas indígenas? ¿Debe ser regulada constitucionalmente la investigación criminal o no? Primero sí y ahora que no. Con el agravante de que la mayoría de artículos bien podrían cumplirse con leyes primarias. Los artículos de la Constitución no son mercancías.
Denunciar este modo abusivo no es menos importante porque desde allí comienza a verse que el gobierno está manejando las reformas como si fuera parte de su marketing político. Regala un 1% más a las municipalidades para no encontrar oposición a las reformas, pero irresponsablemente oculta que tal aumento no sólo será con más deuda pública, sino destinado a alimentar las clientelas de unas estructuras municipales que se niegan a la rendición de cuentas y a consultar con las comunidades los presupuestos. Este gobierno ofrece un menú a la carta para las mafias. Y lo más paradójico es que el plato, quien lo va a servir, es un Congreso que no quiere apoyar ni la ley contra el enriquecimiento ilícito, ni la ley de desarrollo rural integral y otras leyes claves precisamente para mejorar la justicia y ampliar los derechos indígenas.
¿Cómo afectan las reformas desde la perspectiva de política pública? Asestan un tremendo golpe al sentido democrático de lo público acordado constitucionalmente desde 1985. Es notorio que hay una cobardía para profundizar la democracia, que hay retrocesos en la democracia y que hay una amenaza de que el fascismo social se legalice en las funciones públicas del Estado.
Representa una cobardía para profundizar la democracia la incapacidad de escuchar las voces reales de los pueblos indígenas y de las comunidades campesinas, poblaciones mayoritariamente excluidas. Ni en uno ni en otro paquete existe ni una sola propuesta sustantiva para implementar poderes y medidas hacia la superación de la crisis campesina y el fomento del desarrollo rural. Ni siquiera en lo fiscal. Y como agravio, el segundo paquete se hace para atrás en cuanto a declarar como oficiales los idiomas indígenas. En realidad es precisamente en los ámbitos de la salud, trabajo, educación, acceso a créditos, servicios y tierra; tanto como en los ámbitos de los derechos colectivos y la autodeterminación de los pueblos indígenas, donde se localizan los grandes temas públicos que urgen abordar en la Constitución, y que son temas siempre escondidos y evadidos al cambiarla. Reducir además el número de diputados y anunciar que serán electos por una simple matemática distrital, sin ninguna alusión a la inequidad en la representación étnica, es anular y situar como no existentes las variadas propuestas de los movimientos sociales y comunitarios para repensar en este país una democracia comunitaria, basada en la consulta, en autogobiernos y en el control social del Estado.
Representa un retroceso en la historia de la democracia constitucional proponer que el ejército pueda apoyar a las fuerzas de seguridad civil en la seguridad interior. El espíritu constituyente de eliminar la función del ejército sobre la seguridad interna fue precisamente una de las más preciadas conquistas de la ciudadanía guatemalteca después de 32 años de guerra interna. Hasta los círculos políticos partidistas del 85 reconocían que los Estados modernos pueden sostener su gobernanza con policías civiles especializadas en seguridad interior. Separar al ejército de la seguridad interna era además un paso decisivo para reducir los privilegios y fueros militares. Las heridas del conflicto armado interno todavía no han cicatrizado, mientras las viejas mafias, vivitas hoy en las reformas que se imponen, introducen una línea de palabras que de tajo nos llevan al pasado. Y lo hacen con bota de soldado: también es un retroceso que el señor presidente se permita la libertad, en su calidad de comandante general del ejército, de disponer del Ejército para mantener el orden público con sólo un acuerdo gubernativo. ¿Qué política pública es esa? Es una política militarista, punitiva, efectiva para tener control del territorio, de la población y de los recursos naturales que requieren los nuevos ejes de acumulación capitalista.
Y representa una regresión de las funciones públicas del Estado, muy a tono con el espíritu del fascismo social y del estilo finquero de gobernar este país, el querer colocar arriba de la Contraloría un ente que represente a los sujetos que son inspeccionados por la misma Contraloría, como el CACIF, las universidades y las cooperativas. Se habla además de disciplina fiscal cuando Guatemala pide a gritos progresividad fiscal. Por otra parte, se comete el abuso de dar luz verde a legalizar fideicomisos sin ningún control, sin ningún criterio de prioridad pública ni de destino ni de disciplina presupuestaria. Irrespetando la memoria de la ciudadanía se propone también que los fondos sociales puedan seguir siendo lo que ya son: ¡entidades descentralizadas! ¡Qué es eso! El gobierno de turno y el sistema bancario son los únicos beneficiarios al querer convertir los saldos presupuestarios en fideicomisos decididos caprichosamente, evadiendo resolver de raíz el hecho de que los fondos sociales han sido herramientas claves para apuntalar la privatización de los servicios públicos.
Estas reformas estimulan relaciones públicas regidas por la arbitrariedad y el autoritarismo del fuerte sobre el débil. No se trata de las viejas dictaduras, sino del abandono total de lo público, del abandono total del valor humano, de tal manera que cualquier poder, de cualquier tipo, puede aspirar a dispensar los bienes públicos a su antojo. Exactamente lo mismo que está pasando con la reforma educativa: privatizar al magisterio y legalizar un paradigma de la educación al servicio del capital.
La carrera judicial y la carrera civil bien podrían ser dos grandes temas para un cambio constitucional, pero los aportes de gobierno no dicen mayor cosa de la carrera civil y convierten la carrera judicial en un espacio donde el sector privado (a través de sus universidades) tendrá una cuota de poder, de veto y de decisión sobre presupuestos y hasta sobre la Corte de Constitucionalidad.
Desde mi perspectiva, todo esto es flagrante abuso. En crónica de los fáboles no marcados corre la bola ocultando dos estrategias: 1º. El sector privado y su ideología de laisser faire se entromete más en la administración pública y 2º. Más presidencialismo y militarización.
¿En qué queremos mejorar? Esa podría ser una pregunta pertinente . ¿Qué problemas acuciantes requieren medidas constitutivas?, sería otra pregunta pertinente a lo público. ¿Quiénes son las personas y poblaciones más vulnerables?… otra. Si podemos explicarnos con sentido crítico la ausencia de este tipo de preguntas, también es nuestro deber señalar que tales abusos se cometen por el control de la información y por la generalizada ola cultural de despolitizarlo todo. «Despolitizar» significa que nosotros, la ciudadanía, des-responsabilicemos a los poderes públicos representativos, a los cuales no les exigimos proveer justicia social, mientras aceptamos que consientan la privatización del bien común y hasta favorecer las situaciones de desigualdad.
Aunque debemos advertir otra gran realidad: los pasos de militarización se dan porque el régimen sólo reconoce una salida para el crecimiento de la protesta y la demanda social ante una economía saqueadora: la violencia organizada.
El camino más democrático frente a estas reformas es que no sean aprobadas. El estilo de cal y de arena es propio del despotismo moderno y sólo puede ser aceptado por los esclavos modernos: quienes dicen «de lo peor, lo menos malo», quienes negocian migajas. Guatemala desde hace siglos necesita reconfigurar lo público, que el Estado y la economía dejen de ser esferas de las mafias, las corporaciones y el ejército. Necesitamos flujos, redes, movimientos y organizaciones que interaccionen para recuperar la función pública redistributiva de la riqueza y de los recursos públicos, así como para transformar al Estado en un espacio donde se oxigene una cultura de co-responsabilidad ciudadana, donde quepan las autonomías ciudadanas, agregándole a esta vieja democracia representativa la fuerza cívica de la democracia participativa y de la democracia comunitaria. Nuevos derechos sociales y nuevas prácticas de Estado en función del bien común y de la autodeterminación de los pueblos indígenas, son los asuntos públicos por los cuales sí amerita mejorar la Constitución vigente. Pero este salto debe estar sustentado por ideas profundas y una fuerza social que, desafortunadamente, todavía no existe aunque su espíritu crece y es precisamente lo que ahora se quiere contener.
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