Al acercarse el 16 de enero, en El Salvador, muchas voces se elevan para decir que «no hay nada que celebrar», «aún vivimos en guerra» y otras frases por el estilo. Son expresiones de sentimientos comprensibles, pero eso no las convierte en verdaderas. Ni la frustración ni la rabia garantizan juicios acertados sobre la guerra […]
Al acercarse el 16 de enero, en El Salvador, muchas voces se elevan para decir que «no hay nada que celebrar», «aún vivimos en guerra» y otras frases por el estilo. Son expresiones de sentimientos comprensibles, pero eso no las convierte en verdaderas. Ni la frustración ni la rabia garantizan juicios acertados sobre la guerra civil y los acuerdos de paz; para ello se necesita analizar lo sucedido entonces y lo que tenemos ahora.
Los acuerdos fueron exitosos, la guerra terminó y el país se transformó. No solo se desmovilizaron los ejércitos enfrentados, sino que se modificaron significativamente nuestras instituciones. Pensemos, por ejemplo, en que si hoy algunos miembros de las fuerzas policiales o del ejército irrespetan los derechos de las personas podemos hacer denuncias e incluso llevarlos a juicio, y comparemos esto con la época en que las fuerzas armadas y los cuerpos de seguridad violaban sistemáticamente los derechos de los ciudadanos a los que se suponía que debían defender. Aunque aún hay mucho que mejorar en la lucha contra la impunidad, esto ha cambiado, sin duda.
Algunos «criticones» dicen que no se transformó el país, porque sigue habiendo pobreza, desigualdad… Nos quieren hacer creer que «quien no cambia todo no cambia nada», frase útil para impresionar a los amigos en el bar, pero que contiene serios errores: no solo ignora lo que sí ha cambiado, que no es poco, sino que se especula con la idea de que los acuerdos pretendían un cambio radical del país, lo cual es falso. El fin era parar la guerra e impedir que volviera a suceder, y eso se logró.
Por otro lado están los Millennials y su peculiar obsesión con la idea de que los acuerdos no lograron nada «porque continúa la polarización en el país», causa de todos los males que nos aquejan y que les provoca un enorme malestar. En realidad, no tenemos por qué creer que el final de la guerra debió implicar el fin de la polarización política, social o cultural; más bien, se trató de un cambio en la manera como se configuraba la polarización. Definitivamente, si alguien no quiere polarización lo mejor sería que renuncie a la política, que se arrastre como bestia o alce el vuelo como un dios (Aristóteles).
Sin embargo, lo más irresponsable es defender que «la guerra de entonces no es diferente de la violencia de ahora». Una imagen que se repite constantemente es que solo se han cambiado los nombres, pero «siguen peleando los mismos». Esto no hace justicia a lo sucedido hace 25 años, pero tampoco proporciona ninguna verdad sobre lo que pasa hoy. En lugar de analizar las auténticas causas de la violencia que tenemos delante, se apuesta a la huida hacia el pasado. Pero lo peor es que así menospreciamos lo logrado, en lugar de enorgullecernos y aprovecharlo para mantener viva la esperanza, sin la cual no habrá solución alguna para los horrores que debemos enfrentar.
Carlos Molina Velásquez. Académico salvadoreño, columnista del periódico digital ContraPunto y colaborador de Rebelión.
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