Introducción En Guatemala hace ya años que se firmó la paz entre Gobierno y movimiento guerrillero. Pero lejos está todavía de poder decirse que el proceso iniciado en ese entonces haya dado los frutos que se esperaba. Más aún: la situación actual nos confronta con un empeoramiento, un retroceso en las causas estructurales que […]
Introducción
En Guatemala hace ya años que se firmó la paz entre Gobierno y movimiento guerrillero. Pero lejos está todavía de poder decirse que el proceso iniciado en ese entonces haya dado los frutos que se esperaba. Más aún: la situación actual nos confronta con un empeoramiento, un retroceso en las causas estructurales que dieron lugar a la guerra civil en la década del ’60 del pasado siglo. La guerra hoy día formalmente terminó, pero la violencia sigue presente y se evidencia de otras maneras, tan o más crueles que en los peores años del enfrentamiento armado.
La post guerra que vivimos actualmente está marcada por una suma compleja de problemas, donde la violación a los derechos humanos sigue siendo una constante, si bien no con la intensidad de años atrás, pero con efectos sociales igualmente dañinos. Una herencia trágica -entre otras- de 36 años de conflicto armado está dada por la recurrencia de linchamientos.
Este fenómeno debe abordarse desde una perspectiva multicausal. Participan en él aspectos de diversas naturalezas: sociales, psicológicos, culturales. De hecho no son algo nuevo en la historia; se los conoce desde tiempos inmemoriales. Por supuesto, no son un patrimonio de la «violencia guatemalteca». Actualmente deben su nombre al juez estadounidense Charles Lynch, quien organizó a contemporáneos suyos para actuar como ley local en un juicio sumario contra unos conspiradores pro-británicos hacia el año 1780. A partir de este hecho relativamente reciente se derivó el verbo linchar, y el sustantivo linchamiento, hoy ya universalmente aceptados.
Lo significativo en Guatemala es no sólo la crueldad de estos actos (con sus características muy propias: es costumbre quemar a la persona linchada), sino su sintomática recurrencia: desde el momento del inicio del proceso de paz hasta la fecha nunca desparecieron. Se dan en las comunidades rurales que fueron escenario del enfrentamiento armado, donde existieron redes de contrainsurgencia paramilitar que nunca se desmantelaron totalmente (y donde muchas veces no hay gasolineras, pero donde nunca falta gasolina para quemar al linchado), así como en áreas urbanas. Incluso -este es un dato que no puede minimizarse- hasta se dio uno, con saldo mortal para uno de los delincuentes linchados (fueron tres) ¡en el estacionamiento de una universidad católica de la ciudad capital, siendo sus estudiantes ¿católicos? quienes lo llevaron a cabo!
Quienes continúan poniendo los muertos siguen siendo los mismos que sufrieron lo peor de la represión en años pasados, y quienes históricamente han estado alejados de los beneficios de un desarrollo equitativo que hace de Guatemala un país de enormes contrastes: los indígenas de origen maya, por siempre pobres, o los pobres urbanos, en muchos casos de ascendencia maya, siempre excluidos (de esos sectores urbanos marginados surgen los ladrones que pululan por toda la sociedad, y que pueden robar un teléfono celular, una billetera, una cadenita de oro; nunca se lincha a un funcionario que roba parte del presupuesto, por ejemplo, o un personaje ligado al gran crimen organizado, todos los cuales no vienen de esos sectores marginados y empobrecidos. Y jamás -¡esto es impensable!- se lincharía a un empresario o a un patrón de finca, por más explotadores que sean). De hecho, como símbolo de lo grotescamente patético del asunto, valga decir que vez pasada se linchó a un par de jóvenes en el departamento de Quiché que habían robado… ¡unas zanahorias en un mercado!
De ninguna manera se debe buscar en la historia prehispánica o colonial el origen de los linchamientos. En todo caso sus causas se ligan al contexto particular que vive Guatemala hoy; contexto que, definitivamente, es consecuencia de siglos de historia conflictiva y violenta . Con esto se desvirtúa la opinión -profundamente racista- que los linchamientos son «prácticas de indios» (no debe olvidarse que la población indígena-maya del país es de alrededor del 60%, y la ideología racista dominante ve en ellos un factor de ‘atraso’ y ‘pobreza’). Los linchamientos responden, en todo caso, a un horizonte histórico-social de violencia (de más de cinco siglos, reforzados por una guerra interna de casi cuatro décadas) que ha creado una cultura de violencia , en tanto dimensión de aceptación normal de fenómenos a todas luces violatorios de una coexistencia pacífica. Cultura de violencia que se refleja en un sinnúmero de conductas sociales no cuestionadas, como la aceptación generalizada del uso de armas de fuego, la resolución violenta de los pleitos, la aceptación -tanto por el Estado como por la sociedad civil- de la pena de muerte, la discriminación histórica de la población maya, una dinámica cotidiana de verticalismo y machismo, corrupción e impunidad a niveles escandalosos. Todo lo cual puede dar como resultado que entre un tercio de la población a nivel nacional haya total conformidad para con los linchamientos como una práctica correcta de «ejercicio de la justicia».
Como en todo complejo fenómeno social, no hay «buenos» contra «malos». Las cosas son infinitamente más enrevesadas, más complicadas. En todo caso, l os linchamientos están originados en una sumatoria multifacética de causas:
· Cultura de violencia vivida por años y asumida ahora como normal
· Inseguridad pública: violación de los derechos humanos e impunidad
· Muy bajo impacto del sistema formal de justicia y descrédito de la justicia consuetudinaria maya
· Ruptura del tejido social, producto de las estrategias contrainsurgentes de la pasada guerra
· Manipulación política de las poblaciones descontentas
· Mantenimiento de la ingobernabilidad
· Pobreza extrema, que redimensiona el valor de los bienes robados (¿linchar por un par de zanahorias?)
· En algunos casos, fanatismo religioso con mensajes apocalípticos (sectas neoevangélicas, habiéndose dado casos donde pastores de estas denominaciones llamaron a linchar).
Buscando explicaciones
El texto «Guatemala: Nunca Más», presentado en 1998 por la Iglesia Católica como informe final de su arduo Proyecto Interdiocesano Recuperación de la Memoria Histórica -REMHI-, el cual estudia la represión vivida en estas pasadas décadas, indica que «el aprendizaje social de la violencia que se ha inducido a través de los grupos paramilitares, las redes de inteligencia y los mecanismos de entrenamiento militar, implican la necesidad de una desmilitarización real que revierta el proceso desarrollado en la guerra. Sin acciones específicas en ese sentido y en un contexto de impunidad y graves problemas económicos en muchos sectores de la población, las consecuencias de la guerra se manifiestan ya en nuevas formas de violencia social» [tal como los linchamientos].
Con la destrucción de las autoridades tradicionales de origen maya también tambalean las normas morales construidas para regular la convivencia cotidiana así como para resolver los conflictos domésticos, intra e intercomunitarios. En esa lógica, los linchamientos vienen a ser la expresión más elocuente -y patéticamente descarnada- de la militarización cultural que ha sufrido la sociedad en estos últimos años, y que se sigue evidenciando de manera dramática.
La psicología colectiva provee elementos para entender el problema; como dice el padre de la Psicología Social, el francés Gustave Le Bon en su ya clásica «Psicología de las multitudes»: «La masa no tiene conciencia de sus actos; quedan abolidas ciertas facultades y puede ser llevada a un grado extremo de exaltación. La multitud es extremadamente influenciable y crédula, y carece de sentido crítico». Eso puede apreciarse en cualquier conducta masificada, donde desaparece la conciencia crítica y el individuo se ve transportado por la efusividad de la masa: para ejemplo, la moda, la conducta en un estadio de fútbol, el espíritu patriótico. En los fenómenos de los linchamientos siempre está presente este nivel de lo masivo, de lo tumultuario no racional. En el caso de Guatemala además se da un particular vínculo con la reciente historia de militarización vivida, que ha dejado marcas todavía muy frescas, y que confiere características especiales a la dinámica cotidiana. Durante el conflicto armado interno parte de las estrategias de la intervención contrainsurgente del Ejército fueron las de índole psicológica, junto con las acciones de violencia física. Esa especial metodología trajo consecuencias psicológicas y morales que se evidencian claramente en los linchamientos:
· Las estrategias de las políticas contrainsurgentes fueron una escuela de crueldad. Estas acciones violentas permanecen en la memoria histórica de las poblaciones, manifestándose en lo que hoy se implementa en los linchamientos: tortura previa a la muerte, incineración de la víctima, posterior exhibición pública del cadáver. La crueldad de muchas acciones de la delincuencia cotidiana que hoy asola al país (el descuartizamiento, por ejemplo), o de los «honestos ciudadanos» incluso, que pueden quemar vivo a un ladrón capturado para lincharlo, no son connaturales a los guatemaltecos, no vienen en sus genes: son un reflejo de una historia vivida («se repite activamente lo que se padeció pasivamente», es una enseñanza de la Psicología). Valga decir que Guatemala fue el país de todo el continente americano donde la guerra contrainsurgente alcanzó los niveles más crueles (200.000 muertos, 45.000 desaparecidos, más de 600 aldeas destruidas en las campañas de «tierra arrasada». Todo eso no pasó en vano: los linchamientos lo remedan.)
· El terror tiene manifestaciones y secuelas sociales que no desaparecen automáticamente cuando la violencia desciende, sino que presenta efectos acumulativos y perdurables. A partir de la historia vivida, el terror se convierte en una amenaza que puede ser reactivada en cualquier momento, y el linchamiento es una de las formas de recordarlo. La actual «epidemia de violencia» que vive la sociedad Guatemala -que transforma al país en uno de los más inseguros y violentos del mundo, sin estar técnicamente en guerra- no nace sola. Se juegan ahí historias coaguladas que llevan a la colonia y a la fundación del Estado moderno como monumental opresión de clase justificada en una fenomenal cultura racista.
· Se destruyeron los tejidos sociales de solidaridad y participación comunitaria. Lo cual ha dado como resultado una intensificación de la desconfianza contra cualquier desconocido, contra los «extraños», frente a quienes se puede descargar entonces una tensión social, como ocurre en los linchamientos. La cultura de la desconfianza, de la paranoia, tan típicas de la guerra, se ha entronizado, y hoy día cualquiera puede ser sospechoso. Y ni se diga si la sospecha se asienta en estereotipos enraizados: joven con aire de marero, tatuado, con facciones no-blancas, proveniente de las zonas rojas de la ciudad, etc., etc. Es más fácil pedir el inmediato ajusticiamiento del ladrón (ladrón de celulares, claro está, no el del ladrón de millones del presupuesto nacional por ejemplo) que encontrar las causas por las que un joven delinque. La ética en juego es, como alguien dijo acertadamente, una ética de naufragio: «¡sálvese quien pueda!».
· Se militarizó la implementación de justicia. La misma, por décadas durante el conflicto interno, se desenvolvió en el marco de una lógica militarizada. La transición a la justicia civil y su aceptación por parte de la población, sobre todo en cuanto al derecho al debido proceso y la correlatividad entre el delito y la pena, será un tránsito que requerirá de un trabajo de desaprender los códigos militarizados y el irrespeto a la vida. Pedir «mano dura» como supuesta solución de los problemas que aquejan a la ciudadanía no es sino la expresión de esa historia de guerra y de militarización, que incluso va más allá de los 36 años de guerra. La cultura militar anida en el imaginario social que recorre la sociedad: ¿por qué un colegio es «bueno», según el extendido prejuicio que se repite frecuentemente, en tanto tiene mucha «disciplina», mucho «rigor», una excelente banda marcial?
· Se buscó uniformar a la población a través de una manipulación maniquea de «nosotros buenos» y «ellos malos». En los linchamientos, al igual que en las dinámicas militarizadas que se vivieron en años pasados, se da una pretendida cohesión de la comunidad considerándola como un todo. Así se instala la impunidad para los ejecutores que se convierten en justicieros, se valora la solidaridad interna de la comunidad que ha sido capaz de «resolver» por sí misma sus problemas, la conciencia de culpa que podrían producir en algunas personas el presenciar o ejecutar actos de crueldad se diluye en la euforia de la solidaridad colectiva y el sentimiento de omnipotencia adquirido en el supuesto triunfo contra la maldad. Con los linchamientos, que ya hace más de una década pasaron a integrarse en la normalidad cotidiana de la población guatemalteca, no se ha resuelto en modo alguno el acuciante problema de la inseguridad ciudadana (al igual que no se ha resuelto con la desproporcionada cantidad de policías privados que pueden encontrarse donde sea: en una panadería de barrio, en una iglesia, en un establecimiento educativo -hay 6 veces más agentes privados que de la Policía Nacional Civil-, pero que sí refuerzan el estereotipo de «ciudadanos buenos» y «sospechosos malignos».
Aunque supuestamente los linchamientos constituyen una forma sumaria de hacer justicia, en realidad como procedimiento de presunto orden preventivo respecto a la delincuencia no traen ninguna consecuencia real, en tanto mecanismo disuasivo (al igual que la pena de muerte). Pese a haberse «ajusticiado» a numerosos delincuentes (insistamos: en general más cerca del robo de unas zanahorias que empresarios explotadores, funcionarios corruptos, militares acusados de delitos de lesa humanidad durante la pasada guerra o connotados representantes del crimen organizado), el índice de criminalidad en todo el país, y en las ex zonas de guerra también, continúa siendo alarmantemente alto. Si alguien osara tomarlos como presunta «justicia popular», se equivoca de cabo a rabo.
Los linchamientos significan para la población un recordatorio de quién sigue mandando. Si bien no se puede afirmar categóricamente en la totalidad de casos registrados, al menos en las áreas rurales hay fuertes indicios indicativos de la participación de las estructuras paramilitares contrainsurgentes que tuvieron lugar en la guerra -aún activas, por cierto- que dan su cuota de aporte para la comisión de estos hechos tumultuarios con los que se perpetúa un clima no democrático. Dicho en otros términos: este fenómeno no es sino una expresión -grotesca, y por ello mismo trágica- de la impunidad que aún reina. Y en las áreas urbanas son un indicativo de la permanencia de esa cultura militarizada y de muerte (vale más un teléfono celular que una vida humana, aún para un estudiante de una universidad católica que puede linchar en defensa… ¡de la propiedad privada de un teléfono celular!).
Enfatizamos esta idea: los linchamientos no hablan sólo de una falta de justicia (en ese caso podrían llegar a entenderse entonces como una forma sumaria de justicia popular). Ahí radica el verdadero núcleo del problema: el linchamiento no es justicia sino, por el contrario, refuerza la falta de justicia que campea en este nunca terminado período de post guerra. El linchamiento refuerza la impunidad.
¿Qué hacer ante esto?
Desaprender la violencia, combatir la impunidad, no es fácil; en el caso de Guatemala es trágicamente evidente. Más de cinco siglos de explotación feroz de las grandes mayorías indígenas, y casi cuatro décadas de guerra interna con el resultado de muertos, torturados y desaparecidos más alto en toda América Latina, han dejado marcas. La muerte pasó a ser cosa cotidiana: al que «molesta» hay que sacárselo de encima (dicho sea de paso: hoy un sicario puede matar a alguien por unos escasos centavos, quizá no más de 100 dólares). Los linchamientos no son sino una recreación monstruosa de esa verdad: pobres quemando vivo a otro pobre que se robó algo, alimentando así la cultura de la violencia. Y el ciclo se repite: «el que manda, manda; y si se equivoca vuelve a mandar».
Terminar con los linchamientos significa terminar con la cultura de guerra que aún persiste en el país, la cual, como van las cosas, en vez de ir desapareciendo pareciera que tiende a perpetuarse. Sólo fomentando una profunda y genuina cultura del respeto por el otro, un afianzamiento de la justicia, un combate frontal a la impunidad, pueden ir descendiendo estos fenómenos que nos retrotraen a la lógica del conflicto armado. Para ello es imprescindible que el Estado genere y sostenga, con clara voluntad, políticas a largo plazo encaminadas a ir incidiendo en estos aspectos. Cosa que, preciso es aclararlo, no está sucediendo al día de hoy. Más allá de todas las pomposas declaraciones en torno a la edificación de la paz, hoy día los aplaudidos Acuerdos de Paz de 1996 son, antes bien -como alguien dijera mordazmente- «recuerdos de paz».
De hecho se están desarrollando algunas iniciativas en el ámbito gubernamental tendientes a enfocar este fenómeno; de todos modos, hasta la fecha, en la agenda nacional no están visualizados claramente como un problema de alta prioridad. Son, en todo caso, un elemento más del clima de violencia imperante, pero no algo para lo que se destinan esfuerzos específicos desde las instancias estatales en tanto políticas públicas a largo plazo. En el imaginario colectivo -percepción muchas veces alentada también por los medios de comunicación masivos- pueden ser vistos como «justicia popular»; y desde el Estado poco contribuye a desdecir esa idea.
Por otro lado, desde la sociedad civil -ciertas organizaciones no gubernamentales, algunas iglesias- se han iniciado acciones concretas puntuales, en general enmarcadas en programas de prevención y manejo de la violencia. Su grado de impacto, sin embargo, es relativamente bajo, dado que no existe una estrategia nacional que las promueve y les otorgue real sostenibilidad en el tiempo.
Atacar de raíz el problema de los linchamientos debe pasar por una combinación inteligente de políticas nacionales con esfuerzos de base, todos comprometidos, con real voluntad de cambio, en una transformación de las secuelas del conflicto armado y una profundización de la ciudadanía democrática. Si no se modifica la cultura de violencia, si no se combate frontalmente la impunidad, si la justicia no pasa a ser un hecho concreto en la cotidianeidad de la población, es muy probable que los linchamientos persistan.
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