Cuando el pasado 18 de noviembre, en la sede de la Organización de Estados Americanos (OEA), Washington anunciaba a bombo y platillo, en voz del secretario de Estado, John Kerry, el fin de la saga histórica conocida como Doctrina Monroe, y en su lugar la decisión de compartir responsabilidades con los otros países del continente, […]
Cuando el pasado 18 de noviembre, en la sede de la Organización de Estados Americanos (OEA), Washington anunciaba a bombo y platillo, en voz del secretario de Estado, John Kerry, el fin de la saga histórica conocida como Doctrina Monroe, y en su lugar la decisión de compartir responsabilidades con los otros países del continente, en el marco de una relación de iguales, puede que los campos se hayan deslindado entre quienes aplaudieron entusiasmados y aquellos que solaparon un bostezo o, por pura diplomacia, trocaron la carcajada en esbozo de sonrisa.
El escepticismo de estos últimos se reafirmaría unos segundos después. Tan pronto pregonó el término del añejo enunciado colonialista redactado por John Quincy Adams y proclamado por el presidente James Monroe -«América para los americanos»-, el heraldo se contradijo a sí mismo, en «dialéctica» pirueta, al subrayar la agenda para la región: promover la democracia, mejorar la educación, adoptar nuevas medidas de protección ambiental y desarrollar el mercado energético. «Y, ya encarrerado, criticó a los gobiernos de Cuba y Venezuela», para mayor striptease político, ideológico, como sugiere Luis Hernández Navarro, articulista de La Jornada, de México.
Pero no se trata de situarse en los extremos. Claro que significa un logro para los de acá la mera promulgación del levantamiento de la malhadada estrategia de «convivencia». Solo que esto no supone una dádiva del Tío Sam, sino que tiene por telón de fondo una pérdida relativa de influencia en la región, «…como resultado de las luchas de los movimientos sociales y la elección de gobiernos progresistas que reivindican la recuperación de la soberanía, la ruptura con el neoliberalismo y la integración latinoamericana». Sí, «estos proyectos han modificado el esquema de relación con Estados Unidos».
Señalábamos que pérdida relativa porque, coincidamos, «el Imperio está muy lejos de ser un tigre de papel. A pesar de los problemas que enfrenta en todo el mundo y del surgimiento de nuevos ejes de poder, su supremacía militar, el vigor de sus empresas e inversiones, su capacidad para condicionar los flujos comerciales a su favor, la hegemonía semántica de sus industrias culturales y la fortaleza de sus agroindustrias lo convierten en la única potencia estratégica global»… todavía.
Para argumentar esos asertos, continuemos auxiliándonos del atinado Hernández Navarro: EE.UU. es el país con los más cuantiosos gastos militares. En 2011, su presupuesto para el renglón representó 40 por ciento del total del planeta. Es, también, el principal fabricante y exportador de armamento. La supremacía se complementa con las 827 bases de que dispone en los cuatro confines del orbe, 27 de ellas en América Latina. En abril de 2008, restableció el funcionamiento de la IV Flota, responsable de las operaciones en el Caribe, América Central y América del Sur. A despecho de sus dificultades, la economía gringa sigue siendo la de mayor magnitud. Su PIB nominal equivale a una cuarta parte del PIB nominal universal. Asimismo, 133 de las 500 empresas más poderosas de la Tierra han afincado su sede en la Unión, con lo que esta se separa con creces del resto de las naciones. Por ventas, ocho de las 10 principales compañías son estadounidenses; por valor, nueve de cada 10; por tecnologías de la información y comunicación, tres de las cuatro primeras. No obstante las relocalizaciones, conserva un relevante y competitivo sector industrial, especializado en alta tecnología, con 20 por ciento de la producción manufacturera del globo. Su mercado financiero resulta el más voluminoso.
Algo muy importante: «para la Casa Blanca la comunicación y las nuevas tecnologías asociadas a ellas han sido, desde la década de los 50 del siglo XX, asunto de Estado. Sabe que quien conduzca la revolución informática será quien dispondrá del poder en el futuro. Los artículos culturales y de entretenimiento son una de sus principales generadoras de divisas. Su presencia rebasa la esfera exclusivamente mercantil: sus productos venden un estilo de vida, son parte de una hegemonía semántica».
Asimismo, persiste en calidad de principal inversor extranjero directo. «A pesar de la creciente presencia china, los consumidores latinoamericanos compran en sus países una vasta variedad de mercancías con el sello Made in USA. Las exportaciones de automóviles, computadoras, maíz, trigo, series de televisión, carnes, películas, jugos y frutas congeladas, celulares, juguetes, cosméticos, combustibles y aeronaves no cesan. De los 20 acuerdos de libre comercio que Estados Unidos tiene con diversos países en el mundo, la mitad de ellos fueron firmados con naciones latinoamericanas y del Caribe. En 2011 las exportaciones de productos estadounidenses a los países de este subcontinente alcanzaron los 347 mil millones de dólares. El aumento de 54 por ciento en las exportaciones a la región es mayor a la tasa promedio de crecimiento de exportaciones con el resto del mundo. Aproximadamente, 85 por ciento de los bienes que comercia Washington entran libres de impuestos en Chile, Colombia, Costa Rica, República Dominicana, El Salvador, Guatemala, Honduras, Nicaragua, México, Panamá y Perú».
Como si no bastara -y aquí el analista mexicano alude a Julian Assange-, «el 98 por ciento de las telecomunicaciones desde América Latina hasta el resto del orbe pasan por Estados Unidos, incluidos mensajes de texto, llamadas telefónicas, correos electrónicos. Ese país tiene a la mano la información de cómo se comporta la región, la ruta que siguen las transacciones económicas, el comportamiento y las opiniones de los principales actores políticos».
A no dudarlo, el cacareado final de la Doctrina Monroe supone una finta más, otra arma en la abultada panoplia de una potencia cuyo intervencionismo se desdobla en asuntos como el narcotráfico, el terrorismo y la migración, además de su participación «discreta» en golpes blandos como los registrados en Honduras y Paraguay. «Su influencia se hace sentir, también, en la apuesta por la Alianza del Pacífico, como contrapeso a los otros procesos de integración de América Latina».
Lujuria en la mirada
Los Estados Unidos podrían estar contemplando a América Latina como a una exasperante gota de mercurio. Inaprensible. Porque muchos de sus pueblos están protagonizando lo impensable. Como apunta el intelectual brasileño Emir Sader, nunca antes en períodos de hegemonía de modelos conservadores en escala general alguien había conseguido salirse del círculo infernal de las Cartas de Intenciones del FMI, para retomar el desarrollo económico con inclusión social en tan breve tiempo. «Es, fue y sigue siendo posible porque esos gobiernos no han mantenido la prioridad del ajuste fiscal, sino que la han desplazado para la centralidad de las políticas sociales. Porque no han mantenido el Estado mínimo y la centralidad del mercado, sino que han retomado el rol del Estado como inductor del desarrollo económico y garante de los derechos sociales. Porque no han firmado Tratados de Libre Comercio con EE.UU.: lo han sustituido por la prioridad de los procesos integral, regional, y los intercambios Sur-Sur».
Y he ahí precisamente el pecado. El empoderamiento de fuerzas que bregan por sobrepujar un modelo, el neoliberal, por cuya causa de 1980 a 2005 unos 95 millones de latinoamericanos se convirtieron en pobres, y 226 millones no pudieron costearse una comida diaria, según datos de la Cepal. Esquema responsable de que una miríada de ciudadanos perdiera sus empleos, y de que se difuminara una inmensurable cantidad de pequeños y medianos negocios, ante el descarado empuje de las hercúleas compañías transnacionales. Habría que ser ciego por vocación para no distinguir las consecuencias negativas de irse tras los cantos de sirenas «hiperbóreas». Conforme al oficial Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), citado por el colega Hedelberto López Blanch, tras 19 años de la firma del Tratado de Libre Comercio para América del Norte (TLCAN), México cuenta actualmente 55.1 millones de necesitados.
De acuerdo con Coneval, los índices de pobreza se elevaron merced al alza internacional en los precios de los alimentos, y la abrupta disminución de la producción local de maíz, granos y carnes, que ahora deben importarse de… adivinó: los Estados Unidos. Por obra y (des)gracia del TLCAN, un enmarañamiento de leyes permite a las compañías foráneas utilizar mano de obra barata, explotar impunemente los recursos naturales, extraer petróleo a precios preferenciales, y obliga a importar los excesos de mercancías estadounidenses.
No lucirá extraña, entonces, la pacífica rebelión de pueblos cristalizada en la elección de dignatarios anhelosos de mejoría económica y social de las multitudes, así como la integración genuina de la porción austral del hemisferio, encarnada en organizaciones como la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), Petrocaribe, La Unión de Naciones del Sur (Unasur), la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), y en el reforzamiento del Mercado Común del Sur (Mercosur).
Menos asombro aún concitará el hecho de que los gobiernos que postulan, defienden el mercado desalado se agrupen en torno a EE.UU. en un esfuerzo ímprobo por debilitar la unidad de América Latina mediante instrumentos como la Alianza del Pacífico. La idea, nos recuerda López Blanch, consiste en resucitar el Área de Libre Comercio para las Américas (ALCA), «que había sufrido un contundente golpe durante la IV Cumbre de las Américas gracias a las posiciones asumidas por un grupo de presidentes, encabezados por Hugo Chávez, Néstor Kirchner y Luiz Inacio Lula da Silva, que avizoraban el grave peligro que correrían sus pueblos si se llegaba a crear dicho engendro».
Durante la reciente celebración, en Cali, de la VII Cumbre de la Alianza, fundada, en junio de 2012, por México, Colombia, Chile y Perú, y con Costa Rica de flamante miembro, los participantes acordaron impulsar el intercambio de bienes y servicios, y el tráfago expedito como metas prioritarias, pero no se refirieron ni un tantito así a la satisfacción de necesidades básicas de sus poblaciones, ni a la disminución de la miseria que soportan muchos de los ciudadanos.
Al periodista citado no le tembló el pulso al extender el dedo admonitorio. «Claro que los cuatro mandatarios cuyos países integran la Alianza del Pacífico, Sebastián Piñera, de Chile; Enrique Peña Nieto, de México; Ollanta Humala, de Perú; y Santos, de Colombia, conocían la famosa declaración realizada por el ex secretario de Estado estadounidense, Colin Powell, en 2005»: «Nuestro objetivo con el Área de Libre Comercio para las Américas es garantizar a las empresas norteamericanas el control de un territorio que va del polo Ártico hasta la Antártida, libre acceso, sin ningún obstáculo o dificultad, para nuestros productos, tecnología y capital en todo el hemisferio».
Pero Bolivia se ha proyectado más ríspidamente en la acusación. En un reciente acto político, que contó con la presencia del mandatario Evo Morales, el ministro de la Presidencia, Juan Ramón Quintana, aseveró en tono inapelable: «Es importante recordar que la estrategia de la Alianza del Pacífico no es solamente una estrategia de tipo comercial; es una estrategia política y militar. Su constitución nuevamente pretende reinstalar el Consenso de Washington y el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), promovida por Estados Unidos».
Ello, en momentos en que el ogro, artrítico mas no baldado, percibe con evidente aprensión que la actual bonanza económica de América Latina está estrechamente asociada con China. En palabras de Hernández Navarro, «el dragón asiático es un voraz consumidor de los alimentos, minerales y metales, y combustibles que se producen en la región. La inversión de ese país fue central en permitirle al área enfrentar sin grandes descalabros la recesión económica de 2009».
Y el «dragón» se muestra ubicuo. Asoma lo mismo en los intercambios comerciales, las inversiones directas, el financiamiento, que en las actividades culturales. Y lo mejor -lo peor para el Tío Sam-: salvo un declive en el crecimiento o graves conflictos, nada hace indicar que esta tendencia vaya a desaparecer. Datos acopiados por el entendido mexicano dan cuenta de que «las inversiones de la patria de Mao Tsetung en América Latina aumentaron de 15 mil millones de dólares en 2000, a 200 mil millones en 2012. En 2017 podrían alcanzar la cifra de 400 mil millones. El volumen de comercio de ese país con Brasil, Chile y Perú superó al que estas naciones tuvieron con Estados Unidos. El gigante oriental fue, también, el segundo destino comercial de Argentina, Costa Rica y Cuba. El 40 por ciento de las exportaciones agropecuarias de la región van a ese país».
Anotemos también que «las inversiones directas de China en el área en 2011 superaron los ocho mil 500 millones de dólares. Y, entre 2005 y 2011, concedió préstamos a países del hemisferio por 75 mil millones de dólares. Se trata de inversiones y préstamos no condicionados a la aceptación de dogmas de desarrollo, consideraciones ideológicas o criterios estrictamente políticos. Ellos hablan siempre de cooperación y apoyo mutuo […]». En fin, «la dependencia de la economía de América Latina con China es tan grande, que por cada uno por ciento que crece el PIB en el país asiático, aumenta 0.4 por ciento en la región; por cada 10 por ciento que crece el dragón asiático, se incrementa las exportaciones del hemisferio en 25 por ciento».
Cómo diablos, se dirá el establishment, abjurar de una réplica poliédrica, multidimensional, que incluya también las negociaciones del Acuerdo Transpacífico, proyecto oreado en público por sus promotores como el más extenso, ambicioso tratado comercial, con la notoria exclusión de la segunda economía planetaria. No en vano diversos observadores perciben la pretensión de erigir un valladar al auge del yuan, y de insuflar oxígeno al debilitado, acezante dólar estadounidense.
Lo cierto es que, aun cuando la proclamación del final de la Doctrina Monroe pueda considerarse un tanto a favor de la América nuestra, incautos serían aquellos que se contentaran con el anuncio, viniendo del reino del embauque y la argucia, de la artimaña, de un pragmatismo acostumbrado a dorar cuantas píldoras haya menester. Y devendrían suicidas quienes se limitaran a un bostezo o al escorzo de una sonrisa ante la realidad de una nueva «arca de la alianza». La del Pacífico. Únicamente la integración consigo misma garantizará a esta masa irredenta, en más o menos acusado grado, el cambio de un paradigma heterónomo por uno autónomo. Sobrevivir y florecer.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.