Desde la derecha política del país se levanta, un día sí y otro también, una cantinela para tratar de justificar su incapacidad de superar la creciente conflictividad social y la crisis económica. Aluden a que el país vive una creciente ingobernabilidad. Por ingobernabilidad entienden la dificultad de ejercer la gobernabilidad. Es decir, la capacidad de […]
Desde la derecha política del país se levanta, un día sí y otro también, una cantinela para tratar de justificar su incapacidad de superar la creciente conflictividad social y la crisis económica. Aluden a que el país vive una creciente ingobernabilidad.
Por ingobernabilidad entienden la dificultad de ejercer la gobernabilidad. Es decir, la capacidad de las instituciones políticas de llevar a cabo acciones que consideran necesarias para el buen devenir del país. Desde la izquierda este razonamiento no puede ser avalado dado que oculta elementos que son preponderantes en nuestra concepción de la realidad y que la derecha o bien oculta o bien ingnora.
Nuestra sociedad y el modo de producción que la determina se funda en una contradicción profunda, que es inherente e insuperable en el capitalismo. Existe una contradicción entre una minoría que es dueña de medios de producción y una gran mayoría que, poniendo en movimiento el sistema y produciendo los bienes que se consumen, no es dueña de la riqueza producida. Es una ley económica y social descrita por Marx en su obra y que, hasta el momento, no ha podido ser superada en el marco capitalista.
Estas relaciones de producción pasan, evidentemente, por ser relaciones de poder. Y en toda relación de poder existe un actor dominante y un actor dominado. La manera más burda, más básica, de establecer estas relaciones dominador-dominado es la represión física y la imposición violenta. Pero este tipo de estrategia de imponer el control puede garantizar la existencia de la relación de producción capitalista, pero a la larga crea condiciones para su propia destrucción. Es por ello que, en el marco de lo que se conoce como sociedades occidentales, se ha jugado con el mito de la democracia representativa.
La división de poderes en la organización estatal, la preponderancia de las leyes, el ordenamiento constitucional y la realización de elecciones periódicas, son elementos usados para ir creando un ambiente en que se vaya cultivando un conformismo colectivo. Este conformismo, también llamada hegemonía, es una forma de dominación que va más allá de la simple y brutal dominación física, de la represión. Pasa por la dominación ideológica, por lograr que la masa dominada acepte, como algo natural, el orden de cosas social. Se crea, entonces, un nuevo mecanismo de lograr mantener y reproducir el modo de acumulación y las relaciones de producción que lo sustentan.
En el caso de Costa Rica lo que se está gestando es el desarrollo de una contradicción, de una tensión histórica. Nuestro país ha iniciado, desde la década de los ochentas, una modificación profunda en su modelo económico. Paulatinamente estamos pasando de un Estado de Bienestar, con una fuerte impronta socialdemócrata, a un Estado de corte neoliberal en lo ideológico y globalizado en lo económico. Este tránsito está alcanzando, en nuestra opinión, un momento crítico a partir de la entrada al siglo XXI. Muchas de las reformas llevadas a cabo no trastocaron a profundidad el sistema; ahora se están impulsando las reformas esenciales al sistema. Y una de sus víctima será, precisamente, el Estado de Bienestar tal y como se configuró en Costa Rica.
Este es el elemento clave para poder entender la frustración de los sectores hegemónicos, y sus representantes en el gobierno. El abandono de políticas sociales universales, que brindaban servicios de calidad y el deterioro de las condiciones de vida de amplias capas de la población, genera de manera paulatina un relajamiento del conformismo colectivo. La sociedad, en su conjunto, manifiesta cada vez más dos actitudes que imposibilitan un ejercicio del poder basado en la movilización del conjunto social. Por un lado existe el desinterés de una amplia y nada despreciable mayoría, un vivir con la premisa de sálvese quién pueda. Y por otro lado, hay un creciente malestar en amplios sectores, no tan mayoritarios como el primero (¿aún?) que se moviliza exigiendo reinvindicaciones al Estado en el plano de preservar su modo y calidad de vida.
Pero el Estado es incapaz, y aventuramos en decir que no tiene la voluntad, de satisfacer estas demandas. La razón es que si hiciera eso, retardaría o impediría precisamente la consolidación de ese nuevo modelo de acumulación capitalista. Son los sectores económicamente dominantes los que más presionan por restablecer, entonces, la gobernabilidad. Son esos sectores, ligados al capital transnacional los que exigen y abogan porque se restablezcan condiciones sociales de conformismo, que les permitan ejercer de nuevo las relaciones hegemónicas de dominación. Y pasa por una reconfiguración de las leyes, del sistema educativo y de un apoyo de los medios de comunicación masiva y de la religión afín al poder.
Dado que ello no es suficiente, porque es imposible pensar que únicamente con los mecanismos de dominación ideológicos se logra el ejercicio del poder, también plantean modificaciones en el plano del Estado. Valga el momento para sintetizar una idea importante: La hegemonía se ejercerá desde el ámbito social, con mecanismos de cohersión que responden a improntas ideológicas y también con el aparato de represión estatal. No es de extrañar que todas las propuestas surgidas desde la derecha apunten a dos elementos básicos: un rescate del bipartidismo en lo formal (dado que en lo esencial sería un unipartidismo) y un aumento del autoritarismo en el ejercicio del poder (fortaleciendo al poder ejecutivo y debilitando al legislativo).
Debemos, desde la izquierda, clarificar y explicar que este discurso de la gobernabilidad no será, en última instancia, un beneficio para las mayorías. Hay que señalarlo clara y contundentemente.
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