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Revolución, socialismo y poder popular en el siglo XXI

Fuentes: Rebelión

La revolución con rumbo al socialismo como necesidad histórica de estos tiempos. La audacia no está reservada a los que triunfan, pero no se obtienen triunfos sin audacia en un medio adverso. Por eso es posible que los débiles silenciados derroten a los fuertes guardianes del pensamiento único. Una idea justa desde el fondo de […]

La revolución con rumbo al socialismo como necesidad histórica de estos tiempos.

La audacia no está reservada a los que triunfan, pero no se obtienen triunfos sin audacia en un medio adverso. Por eso es posible que los débiles silenciados derroten a los fuertes guardianes del pensamiento único. Una idea justa desde el fondo de una cueva puede más que un ejército, dijo un sabio alguna vez.

En la izquierda latinoamericana viene instalándose una idea audaz y a la vez inquietante: que para enfrentar con efectividad la contraofensiva neoliberal y retomar la ofensiva revolucionaria iniciada con la llegada al poder del movimiento bolivariano en Venezuela que de tal manera inauguró el presente siglo, es necesario profundizar los procesos de cambio social en marcha. Lo audaz está en que se trata de una manera de defenderse mediante el ataque al adversario, y lo inquietante está en que nadie parece saber muy bien cómo hacerlo. Nosotros no daremos la receta aquí, pero compartiremos ideas que podrían ser útiles para lograr el objetivo planteado.

Si se habla de profundizar los procesos de cambio es indispensable, por razones obvias, hablar del modelo alternativo al neoliberalismo. Al respecto hemos sostenido reiteradamente que no hay alternativa capitalista viable frente al modelo capitalista neoliberal: ni un capitalismo nacional, incluso ni siquiera un modelo capitalista de bienestar al estilo de la Europa de la segunda postguerra hasta la década de los ochenta del siglo recién pasado.

En el marco del capitalismo, el neoliberalismo es el único modelo adecuado a la época actual, caracterizada por una revolución tecnológica que está poniendo en crisis las relaciones salariales y con ellas, a la intermediación como forma de mediatización para el ejercicio del poder de clase; contrario a lo ocurrido con la primera revolución industrial, que más bien trajo consigo las relaciones salariales, intermediarias por naturaleza, como veremos.

Ningún modelo capitalista puede prescindir de la intermediación económica ejercida por los propietarios privados, entre el trabajador y la riqueza por éste producida, ni de la intermediación política ejercia por representantes y gobernantes electos entre el pueblo y el poder que como soberano, le pertenece. Pero sí prescinde de la intermediación económica ejercida por el Estado y hasta cierto punto, de la ejercida por la clase política gobernante, que a pesar de defender los intereses oligárquicos y de la burguesía, está comenzando a ser desplazada por los propios empresarios capitalistas para ejercer ellos mismos la función que antes delegaban – Trump es el caso más emblemático al respecto -, sin dejar de mencionar el hecho de que la reducción de espacios para el trabajo asalariado no se limita al sector estatal, ya que es un fenómeno vinculado con la posibilidad de llevar a cabo las mismas o una mayor cantidad de tareas productivas o administrativas con una cantidad cada vez menor de trabajadores, similar a lo ocurrido con la revolución industrial, pero con efectos contrarios en las relaciones de producción, como hemos señalado.

Si el único modelo capitalista viable es el neoliberalismo, al constituirse como único modelo que en el marco del capitalismo prescinde en alguna medida de la intermediación como forma de poder, y si la única alternativa al capitalismo es el socialismo, el único modelo alternativo posible al neoliberalismo es un modelo socialista que también suprima la intermediación como forma de poder. Es más, el socialismo – y en consecuencia, la propiedad social como forma socialista de las relaciones de producción (identidad a su vez del modo de producción socialista) y el poder político de las clases sociales emancipadas y mayoritarias – tiene hoy la gran ventaja sobre el capitalismo – gracias al desarrollo de las fuerzas productivas en el seno de éste (como se habrá notado, esto es puro marxismo clásico) – de que es el sistema cuyas características fundamentales le permiten crear las condiciones para suprimir en la mayor medida posible la intermediación económica y política en el ejercicio del poder.

En el ámbito económico esto es así porque sólo el socialismo está en condiciones, si no de suprimir, al menos de reducir proporcionalmente el peso del gran propietario privado individual en tanto que intermediario mediatizante en el capitalismo, a través de la socialización de la propiedad, pero también sólo el socialismo está en condiciones de reducir el peso de ese otro gran intermediario mediatizante que es el Estado, en este caso a través de un modelo económico socialista que instaure el ejercicio directo de la propiedad por los trabajadores, de forma colectiva y dividiendo los ingresos entre los que se reciben como retribución al trabajo – salarios, diferenciados según el aporte de cada cual – y los que recibirían los trabajadores como propietarios directos – utilidades, distribuidas igualitariamente, al ser colectiva la propiedad directamente ejercida -, una vez descontados los impuestos o el monto por arrendamiento en caso de que la propiedad jurídica sea del Estado, con respecto a lo cual habría otras opciones, pero no es este el momento de analizarlas, siendo lo fundamental en este modelo, tres principios: el carácter colectivo de la propiedad; la condición de trabajador como requisito suficiente para ejercer directamente la propiedad en el caso de los medios de producción regidos por esta modalidad; y la pertenencia laboral del propietario a la unidad productiva o conglomerado empresarial donde ejerce la propiedad directa. Es importante señalar que un proceso de socialización de la propiedad orientado hacia un modelo basado en la forma de propiedad aquí descrita, necesariamente debe desarrollarse forma gradual cuando las condiciones son de bajo desarrollo de las fuerzas productivas y unipolaridad mundial, como en efecto lo son en el caso de los países subdesarrollados.

Por otra parte, también en el ámbito político sólo el socialismo está en condiciones de suprimir en el ejercicio del poder al intermediario mediatizante, constituido esta vez por los representantes y gobernantes electos, mediante la transferencia a los ciudadanos institucionalmente organizados como tales para el ejercicio directo del poder político, de potestades hasta ahora conferidas a aquéllos de manera exclusiva, con lo que el ciudadano dejaría de ser el sujeto individual, mediatizado y pasivo del liberalismo para convertirse en el sujeto social empoderado, activo y protagónico de un nuevo modelo socialista histórico, en el que también se tendría que suprimir la intermediación mediatizante ejercida en el modelo socialista anterior por la vanguardia revolucionaria, pero no mediante la renuncia al carácter de vanguardia del instrumento político organizado para la necesaria conducción de la lucha revolucionaria y de la transformación revolucionaria de la sociedad con rumbo al socialismo, debido a que parte de la esencia de éste se encuentra en su condición como un sistema que no surge espontáneamente de la realidad social e histórica, sino que debe hacerse surgir de ésta, como ya advertía Lenin cuando planteaba que el viejo orden nunca, ni siquiera en las épocas de crisis, caerá, si no se le hace caer2 mediante la transformación por la vanguardia, de la situación revolucionaria en revolución, previa creación en caso necesario, de esa situación revolucionaria; ya que el viejo orden tampoco caerá ni no se le sustituye con un nuevo orden.

Esto es así porque el socialismo es la conquista por el ser humano, de la capacidad de crear un orden social que se corresponda con su condición como tal, o sea con su racionalidad y espiritualidad, poniendo en práctica para ello el conocimiento científico de la realidad social a ser transformada y por tanto, de las leyes objetivas que la rigen; conocimiento que sólo ha sido posible alcanzar al llegar la civilización a un determinado grado de desarrollo, dado que se trata del traslado de la condición humana, de lo biológico-material a lo antropológico-social; condición humana que surge de la adquisición por el género homo de su capacidad – única entre los seres vivos – de convertirse en objeto de su propio conocimiento como sujeto, al lograr la transformación consciente de su entorno material, que sería el entorno social en el caso de la sociedad sin clases hacia la que se orienta el socialismo, de manera que la transformación revolucionaria consciente de la sociedad es el paso del control ejercido por el sujeto material sobre el objeto correspondiente, al control del objeto social por el sujeto revolucionario, siendo por ello el paso de la sociedad de clases a la sociedad sin clases, para el ser humano, algo tan importante como la adquisición misma de su condición como tal.

Es mediante el ejercicio directo del poder por los ciudadanos que es posible la superación de la intermediación mediatizante ejercida por la vanguardia revolucionaria entre la clase trabajadora y el poder político ejercido en defensa de los intereses de éstas como clases sociales emancipadas y dominantes; intermediación ejercida por la vanguardia como sustituta de las clases populares en el ejercicio del poder político, cuya superación demanda la creación de una nueva institucionalidad política diseñada con ese propósito, tal como señalaba ya Marx en La guerra civil en Francia, al referirse a las enseñanzas de la Comuna de París, y luego Lenin en El estado y la revolución; de manera pues, que las clases populares como sujeto social de la lucha revolucionaria devendrían en el ciudadano de nuevo tipo como sujeto social de la transformación revolucionaria de la sociedad con rumbo al socialismo, en tanto que en el ámbito de la organización política revolucionaria se pasaría de esta manera, de la vanguardia revolucionaria como partido de nuevo tipo – conforme a la fórmula de Lenin – a la vanguardia revolucionaria de nuevo tipo, que – tal como por cierto, fue concebida por el propio Lenin – no sería sustituta de las clases populares en el ejercicio del poder político, lo cual no sería más que el retorno al clásico todo el poder a los sóviets, que podría actualizarse con el pueblo para mandar, el gobierno para obedecer y la vanguaria para dirigir, fórmula en la que las clases populares constituidas institucionalmente como los ciudadanos en tanto nuevos sujetos sociales de la revolución, ejercerían directamente el poder tomando las decisiones gubernamentales fundamentales y definiendo las políticas públicas y de Estado, mientras la vanguardia revolucionaria, sin sustituir a las clases populares en el ejercicio del poder político, conduciría el proceso revolucionario mediante la acción revolucionaria y el trabajo político e ideológico de su militancia organizada en todos los ámbitos de la vida social y en los espacios políticos surgidos con la nueva institucionalidad creada por la vanguardia misma, desde la cual las clases populares ejercerían directamente el poder, de modo que los trabajadores-propietarios serían el sujeto económico, los ciudadanos el sujeto social y la vanguardia revolucionaria, el sujeto político de la transformación revolucionaria de la sociedad con rumbo a un socialismo que por tanto, sería autogestionario en lo económico y protagónico en lo político, sustituto no sólo del capitalismo neoliberal, sino del socialismo estatista en lo económico y burocrático en lo político, instaurado en el siglo pasado; sin descuidarse por otra parte, la creación y promoción del sujeto ideológico-cultural, constituido por los intelectuales orgánicos y los creadores culturales militantes de la lucha revolucionaria.

Además de lo ya dicho sobre la imposibilidad de un modelo alternativo al neoliberalismo en el marco del capitalismo, para los revolucionarios sólo es viable ejercer el poder si es para hacer la revolución, lo cual siempre es posible, ya que como podremos ir comprobando a lo largo de esta exposición, la revolución se hace y el socialismo se construye (no confundir con su instauración, que es posterior, pero que no detiene el proceso de construcción social del cual es expresión la instauración del socialismo) desde que se crean las condiciones para ello, porque desde entonces se hace en la conciencia, que como también veremos, es donde más importa hacer la revolución, y sólo haciendo la revolución y avanzando hacia el socialismo es que se puede tener la capacidad de identificar o crear las condiciones para hacerlo; todo lo cual implica no solamente que los revolucionarios no deben ejercer el poder si no es para hacer la revolución, sino que deben tomarlo en la primera oportunidad en que el mismo esté a su alcance – oportunidades que por cierto, no abundan en la historia, y menos aún la capacidad de identificarlas o crearlas -, para que sea ejercido por las clases populares a cuyos intereses responde la lucha revolucionaria, en el entendido de que tomar el poder implica para los revolucionarios la construcción de un nuevo tipo de poder, en consonancia con los nuevos intereses de clase predominantes.

Lo anterior también se relaciona con el hecho de que el poder político es la dominación de una parte de la sociedad por otra, y su origen es la opresión. Su carácter mismo, precisamente por eso, es incompatible con la revolución como acto emancipador, pero paradójicamente es necesario ejercerlo para hacer la revolución. Las consecuencias deformantes de esta contradicción se ponen de manifiesto en el comportamiento de muchos funcionarios públicos y dirigentes políticos en las condiciones del poder revolucionario, y el principal antídoto contra ello es precisamente el ejercicio directo del poder político por los ciudadanos – y del poder económico por los trabajadores-propietarios – tal como aquí los concebimos, así como la vinculación de la vanguardia revolucionaria con el pueblo – al cual pertenece y se debe – y de la dirigencia con la base.

El ejercicio directo del poder político por los ciudadanos como expresión institucionalizada de las clases populares no es incompatible – aunque sí contradictorio – con el liderazgo personal, necesario en los inicios de todo proceso de cambios profundos, en vista de que el temor natural a los cambios, acentuado por un bajo nivel de desarrollo de la conciencia de clase, sólo puede contrarrestarse con la confianza, no en abstracciones, sino en líderes concretos, de carne y hueso, de cuyas características personales excepcionales depende en gran medida la marcha acertada del proceso revolucionario, lo que obviamente, constituye una inevitable vulnerabilidad de éste. Y así como los cambios necesitan líderes (Lenin, Mao, Fidel, Daniel, Chávez, Evo, Correa), la defensa del orden establecido – aun si es un orden revolucionario –

necesita instituciones, aunque en el caso de la transformación revolucionaria de la sociedad con rumbo al socialismo, a la larga dicha institucionalidad – reproductora de conciencia por excelencia – deba ser sustituida en su función legitimadora del orden social, por los nuevos hábitos derivados de los valores propios de la conciencia social de la sociedad sin clases hacia la que transita el socialismo como formación socioeconómica. Y a propósito de la relación entre liderazgo personal e institucionalidad, una de las fallas principales de la Unión Soviética fue no haber identificado el momento en que la función del liderazgo personal debía ser asumida por la nueva institucionalidad política revolucionaria, a pesar de que según el catecismo soviético ese país estaba ya en lo que se consideraba la etapa de construcción del comunismo.

Cuando nos referimos a la propiedad ejercida directamente por los trabajadores como lo autogestionario del modelo en lo económico, no nos referimos a la pequeña propiedad individual o familiar, el trabajo por cuenta propia, la propiedad cooperativa o incluso asociativa, o la propiedad comunitaria, sino a una nueva forma de propiedad aún inexistente en la experiencia histórica del socialismo y que podemos llamar social autogestionaria, para diferenciarla de la autogestionaria convencional, la cual – eso sí – resulta idónea para evolucionar hacia ella, sobre todo en un proceso que debido al insuficiente desarrollo de las fuerzas productivas y a la unipolaridad mundial, necesariamente debe ser gradual. Lo importante en todo caso, es no ver en los elementos capitalistas de la propiedad autogestionaria convencional un impedimento insuperable para que ésta evolucione hacia la propiedad social autogestionaria en el marco de un proceso de transformación revolucionaria de la sociedad con rumbo al socialismo bajo la conducción política de una vanguardia revolucionaria no sustituta de las clases populares en el ejercicio del poder político; por el contrario, el impedimento insuperable estaría en no ver el potencial socializante de la propiedad autogestionaria convencional.

Cuando definimos los sujetos revolucionarios debemos identificar el aspecto político y el aspecto económico del poder, sin dejar de tener presente la hegemonía ideológico-cultural, que es en última instancia, lo más importante, ya que la más importante de las batallas revolucionarias es la que se libra por la conciencia, pues la revolución no es más que la creación de condiciones y la realización de transformaciones sociales adecuadas para el surgimiento en el ser humano, de la dicha que sólo puede proporcionar el bienestar espiritual, que implica determinados valores éticos y que requiere de un determinado grado de bienestar material; lo cual implica la creación – necesariamente intencional, como lo es también la construcción del socialismo – de una conciencia social con características que permitan pasar de la distribución de las riquezas según el trabajo en la transición socialista, a la distribución según las necesidades, en la sociedad comunista.

Las clases populares son pues, el sujeto social de la lucha revolucionaria que se constituye en una ciudadanía activa y protagónica en la transformación revolucionaria de la sociedad con rumbo al socialismo, en la cual el poder político es ejercido por este sujeto social, mientras el poder económico es ejercido por la clase trabajadora devenida en clase social de los trabajadores-propietarios bajo el régimen de la propiedad social autogestionaria, cuya presencia proporcional en la sociedad está destinada a ser cada vez mayor hasta alcanzar una sociedad entera de trabajadores-propietarios bajo dicho régimen de propiedad; sin obviar que todos los sujetos individuales que constituyen el sujeto económico forman parte también del sujeto social. De modo pues, que – tal como lo planteara Marx desde sus primeras obras – el socialismo es entre otras cosas el paso del control político de la sociedad al control de ésta por sí misma, políticamente ejercido en tanto persista la presencia de las clases sociales, y es por tanto una especie de traspaso de mando, de un sujeto político propiamente dicho, a un sujeto social de nuevo tipo, con potestades políticas, lo cual obedece al carácter del nuevo poder político como un poder en vías de extinción, dado que deja de ser necesario en tanto que es un poder de clase, en igual medida que la transformación revolucionaria de la sociedad implica la eliminación gradual de la diferenciación social y por tanto, de los antagonismos de clase y de las clases sociales en general, proceso que comienza con la desaparición de la explotación entre unos seres humanos y otros.

La necesidad de la vanguardia revolucionaria queda en evidencia con el hecho de que las clases populares nunca demandan el poder cuando no lo tienen; lo que demandan es que el poder sea ejercido en su beneficio, pero no como clases sociales, sino a nivel individual, porque para demandar el poder para sí mismas y en su condición colectiva como clases sociales, las clases populares tendrían que desarrollar su conciencia de clase a un nivel al que sólo pueden llegar ejerciendo el poder, debido a que sólo el ejercicio del poder educa suficientemente a la clase que lo ejerce en interés propio, para que ésta se encuentre en condiciones de tomar conciencia de sus intereses, que es la única motivación posible de una clase social o conjunto de ellas para demandar o buscar el ejercicio del poder por sí mismas y para sí, ya sea directa o indirectamente; dado que el poder político es en esencia, un poder de clase, y es por eso que como dicen Marx y Engels, las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en cada época.3 Las demás clases sociales no están suficientemente educadas en sus intereses de clase como para tener conciencia de los mismos; razón por la cual es necesario que la parte más consciente de las clases populares se organice políticamente como vanguardia revolucionaria para hacer que el poder sea ejercido por el conjunto de las clases populares cuyos intereses defiende esa vanguardia, y no por ella misma en sustitución de las clases populares.

La clase media trabajadora, destinada a ser base social de la transformación revolucionaria de la sociedad.

Un fenómeno que causa mucha angustia en la izquierda latinoamericana es que los sectores populares beneficiados por las políticas sociales de los gobiernos de izquierda, al salir de la pobreza gracias a las mismas se dejan de identificar políticamente con esos gobiernos, debido a que esas políticas ya no los benefician o al menos, no satisfacen sus nuevas expectativas económicas.

En los análisis hechos al respecto es recurrente un error de diagnóstico social que es, por lo demás, bastante común, y que consiste en confundir la clase económica con la clase social y por tanto, a los pobres con la clase trabajadora, a la clase media con la pequeña burguesía y a la clase alta con la burguesía y la oligarquía. Sin entrar en mayores detalles al respecto, para lo que aquí nos interesa baste señalar que la inmensa mayoría de los pobres son trabajadores, pero no todos los trabajadores tienen por qué ser pobres, sobre todo en un modelo socialista, pues éste pretende precisamente, que los trabajadores dejen de ser pobres, pero en el marco de dicho modelo esto no puede significar que dejen de pertenecer a la clase trabajadora. Tan equivocado es desde el punto de vista de la transformación revolucionaria de la sociedad, esperar que los trabajadores sean eternamente pobres, como resignarse a que al dejar de serlo, también dejen de pertenecer a la clase trabajadora o que incluso sin dejar de pertenecer a ella, cambien sus intereses de clase por otros; lo que sin duda lleva al fracaso a un proceso revolucionario, debido a que se altera en él la composición social de la estructura económica. Pero como veremos, la permanencia de los trabajadores dentro de su clase social y la preservación de su identificación con los intereses de clase correspondientes, dependen del tipo de políticas mediante las cuales salgan de la pobreza.

Hemos explicado ya cómo la conciencia de clase surge del poder de clase, y es por tal razón que el fenómeno antes expuesto no tiene por qué suceder si el proyecto revolucionario tiene como eje central el ejercicio del poder económico por los trabajadores mediante el impulso de la gestión económica popular con el desarrollo de los sectores autogestionarios convencionales y el surgimiento de la propiedad social autogestionaria como máxima expresión del potencial revolucionario de aquéllos, acompañándose esto con la aplicación del indispensable principio que consiste en el ejercicio protagónico del poder político por los ciudadanos institucionalmente organizados con ese fin, y teniéndose así en el primer caso una clase social surgida del proceso revolucionario mismo y en el segundo, una institucionalidad legitimadora del nuevo orden socioeconómico.

Lo anterior implica que las políticas sociales impulsadas por la vanguardia revolucionaria con el respaldo de los ciudadanos protagonistas en el ejercicio del poder político no pueden limitarse a la lucha contra la pobreza, debiéndose incluir en ellas la búsqueda colectiva de la prosperidad de los que han salido de la pobreza y por tanto, el diseño de políticas atractivas para lo que podemos denominar, en consecuencia con lo dicho antes, la clase media trabajadora, criatura social por excelencia de la transformación revolucionaria de la sociedad con rumbo al socialismo, en una fase relativamente avanzada de ésta. En otras palabras, la izquierda haría mal en esperar que simplemente, quienes han dejado de ser pobres como resultado de las políticas sociales por ella promovida desde los gobiernos, agradezcan con su voto su nueva situación – en caso de que tengan conciencia del vínculo entre ésta y las políticas en cuestión, lo que ya constituye un reto en sí mismo -, pues la sociedad no funciona de esa manera.

Otro asunto vinculado con esto es la necesidad de que los sectores populares que han salido de la pobreza como producto de las política sociales de los gobiernos de izquierda asuman lo real que es el peligro de volver a la pobreza al dejar de gobernar la izquierda, para lo cual es necesario en primer lugar, inculcar mediante la acción política e ideológica de la vanguardia revolucionaria, la conciencia de la vinculación de la mejoría de las condiciones de vida con las políticas sociales vigentes y el carácter de éstas como expresión de un proyecto revolucionario en marcha y no como suelen ser tomadas, como simple expresión de la buena voluntad del gobierno de turno. Sin embargo, con políticas sociales para la reducción de la pobreza que no tengan como objetivo el ejercicio del poder económico por los trabajadores ni vayan acompañadas – e incluso, sean producto – del ejercicio directo del poder por los ciudadanos, es imposible la viculación antes señalada en la percepción de los que han dejado de ser pobres por las políticas correspondientes.

Es necesario que las políticas sociales de la izquierda gobernante no se reduzcan a mejorar las condiciones de vida de los pobres, sino que incluyan las nuevas expectativas de aquellos que, producto de esas políticas sociales, han dejado de ser pobres; sin embargo, las expectativas de la clase media surgida de los cambios sociales sólo se pueden satisfacer si es una clase media trabajadora, surgida de políticas orientadas al poder popular en lo económico y en lo político, necesariamente promovidas por una vanguardia revolucionaria no sustituta de los ciudadanos en el ejercicio del poder político. Pero si en las políticas para combatir la pobreza no predomina la creación del poder popular económico y/o éstas no van acompañadas del poder popular en lo político mediante el ejercicio directo del poder por los ciudadanos, sencillamente es imposible evitar el desclasamiento que caracteriza el fenómeno al cual nos referimos, porque la conciencia de clase a nivel masivo sólo puede ser producto, como hemos dicho, del ejercicio del poder de clase, lo cual se manifiesta en el hecho de que en este caso, los valores propios de la conciencia social de la sociedad sin clases sólo pueden surgir del carácter colectivo de la búsqueda del bienestar material, sobre lo cual volveremos luego.

Es un error esperar que las personas voten por gratitud; el voto está motivado por expectativas, por temores, por rencores o por identidad ideológica, pero para que esta última sea favorable a la izquierda y como tal surja a nivel masivo, es necesario que las expectativas puedan más que los temores y rencores, y que esas expectativas estén vinculadas con la búsqueda colectiva de mejoría de las condiciones materiales de vida. Por eso y todo lo que hemos dicho antes, es un acto de soberbia y ceguera política que los revolucionarios pretendan culpar al pueblo de dar la espalda al proyecto de transformaciones sociales que lo beneficia, lo cual es además, evadir la responsabilidad propia al respecto.

El capitalismo inculca en el pobre la idea de que su pobreza es una simple desgracia individual, lo cual es producto de la individualización en la búsqueda de las causas de la pobreza. De igual manera, la búsqueda individual de la mejoría económica responde a la lógica capitalista de prosperar a costa de la desgracia ajena, lo cual obviamente, casi nunca es evidente, y quien prospera individualmente no suele tener conciencia de cómo funciona en este sentido, el mecanismo económico del capitalsmo. En consecuencia, la percepción de mejoría económica individual no crea conciencia de clase, y a menudo ni siquiera adhesión política, mientras que la percepción de mejoría económica colectiva, cuando es expresión de la transformación revolucionaria de la sociedad, crea conciencia de clase y genera no simplemente adhesión política, sino identificación ideológica con el proyecto revolucionario en marcha.

He aquí la falacia de las acusaciones de clientelismo político que suele hacer la derecha a la izquierda, a la que se achaca por eso mismo el mote de populista. Así, la versión de la derecha sobre el fenómeno aquí analizado es que cuando las personas tienen resueltos sus problemas económicos comienzan a preocuparse por las libertades políticas y demás temas en los que se supone está la debilidad de la izquierda, al igual que la debilidad de la derecha reside en los temas vinculados con las condiciones materiales de vida entre los sectores desfavorecidos por el sistema capitalista. Esto es una típica expresión de la doble moral burguesa, que asume como vulgar el interés en la mejoría colectiva de las condiciones de vida, mientras el burgués pone siempre en primer lugar, precisamente, su enriquecimiento individual constante – y frustrante -, con las consecuencias ya conocidas. En realidad, tenemos que no es en sí el interés por otros temas distintos de las condiciones materiales de vida lo que lleva a los beneficiarios de las políticas económicas promovidas por la izquierda gobernante a rechazarla, sino el hecho de que ese interés se manifieste en su versión ideológica de derecha, lo cual es producto del desclasamiento práctico o ideológico al que hemos hecho referencia.

Hay diferentes maneras pues, de salir la pobreza a partir de determinadas políticas sociales, pero sólo cuando la manera de hacerlo implica crear poder popular en lo económico acompañado de poder popular en lo político o lo que es igual, socialización autogestionaria de la propiedad y protagonismo ciudadano en las tomas de decisiones gubernamentales, o en otras palabras, únicamente cuando las políticas sociales van orientadas no sólo hacia el fin de la pobreza, sino también – y sobre todo – hacia el fin de la explotación y la opresión, es cuando la mejoría – por consiguiente, colectiva – de las condiciones de vida se corresponde con el avance en el desarrollo de la conciencia social que es propia de la sociedad sin clases, a la que se llega con la previa eliminación de la explotación y la opresión.

Esto no debe interpretarse como que este tipo de política social deba ser exclusivo en los gobiernos de izquierda, pues lo que queremos plantear es simplemente, que es este tipo de política social el que debe prevalecer en tales circunstancias. Incluso, así como no negamos la necesidad de acompañar estas políticas de otras, orientadas exclusivamente a la reducción o eliminación de la pobreza, tampoco negamos la necesidad de políticas sociales asistencialistas, tan vilipendiadas por la derecha y que efectivamente, ni siquiera tienen como objetivo que sus beneficiarios salgan de la pobreza, y consideramos que estas políticas también son necesarias por el simple hecho de que para un gobierno revolucionario e incluso – y en consecuencia – para el socialismo como formación socioeconómica, es un princpio ético que la sociedad no abandone a su suerte a ningún ser humano.

El Che y la creación intencional de la conciencia social de la sociedad sin clases.

A propósito de la conciencia de clase y la conciencia revolucionaria como su más alta expresión, hemos dicho ya que la conciencia social propia de la sociedad sin clases – que es a su vez la más alta expresión de la conciencia revolucionaria – debe ser conscientemente creada, al igual que debe serlo ese tipo de sociedad, pero la creación consciente de esa nueva conciencia social, igual que la de esa sociedad sin explotación de clase y finalmente sin clases sociales, sólo es posible si se aplican para ello las leyes objetivas que rigen la realidad social e histórica.

Según esas leyes, descubiertas por Marx, la conciencia social surge del ser social, al cual pertenece la estructura económica, que es el conjunto de las relaciones de producción vigentes y por tanto, la manera mediante la cual se relacionan entre sí los seres humanos durante el proceso de la producción material, colectivo por naturaleza y fundamento del desarrollo de la sociedad. Por consiguiente, la conciencia social surge del ser social, tanto en el socialismo como en todos los modos de producción, pero al ser el socialismo un modo de producción conscientemente creado, en su caso la conciencia social correspondiente no surge espontáneamente del ser social, sino que debe hacerse surgir de él, parafraseando lo que decía Lenin del viejo y el nuevo régimen.

Ernesto Che Guevara fue el teórico del marxismo que mejor comprendió esto, aunque sus ideas nunca fueron tomadas en serio por el clero marxista de la época del dogmatismo soviético y menos aún lo ha sido por las dispersas cofradías actuales de un marxismo cada vez más desorientado y desactualizado. El Che planteaba que hay un elemento en el ser social, sin el cual es imposible que la conciencia social propia de la sociedad sin clases llegue a ser predominante, y se trata de los estímulos morales para el trabajo.

Los caricaturistas teóricos del Che – a veces con muy buena voluntad – lo presentan como un romántico voluntarista que creía posible motivar espiritualmente al ser humano para la producción material en pleno subdesarrollo económico y en un mundo dominado por la cultura consumista del capitalismo, pero sin extendernos en citas no apropiadas a los límites de un artículo en el que debemos abordar muchas temas, nos limitaremos a sintetizar al respecto, que el planteaminto del Che sobre los estímulos para el trabajo consistía en que la conducción política revolucionaria debe asegurar el peso creciente de éstos en el transcurso de la construcción socialista, de manera que el Che consideraba inevitable – e incluso, necesario – el predominio de los estímulos materiales durante un tiempo prolongado en la construcción del socialimo, y por tanto no hacía depender la formación de la conciencia social comunista del predominio de los estímulos morales para el trabajo, sino de la creciente presencia de éstos en el funcionamiento de la estructura económica hasta llegar a ser, efectivamente, predominantes en la misma.

El Che fue el primer marxista que en sus análisis abordó los estímulos para el trabajo como una categoría sociológica, pero él ni siquiera decía que el peso creciente de los estímulos morales para el trabajo fuera la única manera de crear conscientemente la conciencia social de la sociedad sin clases, sino que esto es indispensable para la creación de esa conciencia social, para lo cual también es indispensable la socialización de la propiedad, el fortalecimiento cada vez mayor de la base económica y – consideramos nosotros, y lo hemos explicado ya aquí – la presencia de una nueva institucionalidad política legitimadora del único poder de clases expresamente destinado a su autodestrucción, con la desaparición de la explotación, la dominación de clase y la existencia misma de las clases sociales; debiéndose tener también en cuenta para comprender el papel de la institucionalidad política revolucionaria en el surgimiento de la conciencia social correspondiente, que con el ejercicio directo del poder por el ciudadano, nace en éste una cultura de apropiación de determinado sentido de responsabilidad que es propio de quien gobierna y no de quien es gobernado, con lo que su relación con el poder se vuelve una relación consigo mismo, evitándose o al menos minimizándose el desgaste político típico del hecho de gobernar, que por esta razón consideramos que sólo debería afectar a las fuerzas políticas gobernantes en el marco de la democracia representativa y no a las que gobiernen bajo el modelo de la democracia protagónica, o sea aquel en el cual los ciudadanos ejercen directamente el poder, sin intermediaciones mediatizantes.

Es necesario aclarar que cuando nos referimos a la conciencia social a ser creada como parte indispensable de la construcción socialista la vinculamos indistintamente con ésta y con la sociedad sin clases, debido a que la conciencia social a ser creada durante dicho proceso sólo puede ser aquella que resulte apropiada a las características del orden social que se pretende hacer surgir del mismo. Es decir, no hay una conciencia socialista y una comunista: La conciencia social que debe terminar predominando en una etapa avanzada de la construcción del socialismo no es otra que la conciencia social comunista (que no debe confundirse con la conciencia política revolucionaria, primera expresión suya a nivel masivo, pero que todavía puede estar lejos de ser conciencia social comunista), en vista de que parte de la transición socialista al comunismo es el paso de la distribución según el trabajo a la distribución según las necesidades, lo cual requiere que la motivación para el trabajo sea espiritual y no material, y sin estímulos morales no hay motivación espiritual.

En la época de la crisis de la intermediación como forma de ejercer el poder se presenta, sin embargo, una necesidad histórica que no estaba planteada en la época del Che, pero ahora sí, y es la del ejercicio directo de la propiedad por los trabajadores como expresión concreta de la socialización de la propiedad sobre los medios de producción, cuyas características ya señaladas hacen de esta forma de propiedad – aún inexistente, y que no se debe confundir con la propiedad autogestionaria convencional, aunque ésta sea un buen punto de partida para su instauración futura – un estímulo material colectivo para el trabajo, que para los efectos en función de los cuales planteaba el Che la necesidad de los estímulos morales, actúa como uno de éstos, lo cual sucede con todos los estímulos materiales colectivos. Veamos por qué.

Si la búsqueda de la satisfacción material es individual, la necesidad como referencia de la misma puede ser mayor, igual o menor que el deseo. Si es menor – como suele suceder en la sociedad de clases y más aún, en su variante como sociedad de consumo -, la satisfacción material no lleva a sentir dicha, sino frustración, debido a que la satisfacción traerá consigo el aumento del deseo. Cuando por el contrario, la necesidad es mayor o igual que el deseo, esto se debe a que se valora lo espiritual por encima de lo material, por tenerse conciencia de que la única satisfacción que proporciona dicha y no frustración, es la satisfacción espiritual, aunque ésta requiere de determinadas condiciones materiales para ser alcanzada – en lo cual consiste la necesidad, que por tanto es objetiva y por tanto, cuantificable, mas no el deseo, que es subjetivo y por consiguiente, imposible de prever -. En tal circunstancia, la satisfacción material se ve acompañada de la satisfacción espiritual, lo cual lleva a la dicha y rompe el círculo vicioso deseo – satisfacción – más deseo y así hasta el infinito, que lleva a la frustración y la desdicha.

Es extraño que en la sociedad de clases, cuya conciencia social se basa en la valoración de lo material por encima de lo espiritual, la necesidad material individual sea menor o igual que el deseo; pero si la búsqueda de la satisfacción material es colectiva, por su carácter mismo aun en la sociedad de clases, la necesidad y el deseo se corresponden, lo cual tiene su origen en el carácter gregario de la condición humana. La obtención de la dicha que resulta de esto es un factor determinante de la capacidad para apreciar lo espiritual por encima de lo material, y es por eso que los estímulos materiales colectivos tienen un efecto similar en la conciencia social que los estímulos morales cuando se trata de generar la motivación espiritual para el trabajo.

Cuando se hace referencia a los estímulos morales y colectivos para el trabajo no se debe olvidar que el mayor estímulo moral para el trabajo y la acción subjetiva en general es la acción ideológica de la vanguardia revolucionaria, encaminada a educar y autoeducarse en la búsqueda de la satisfacción espiritual, cuya máxima expresión es el la satifacción que proporciona el sentimiento de hacer lo correcto, que no requiere ni siquiera reconocimiento social y que por eso mismo, es la máxima y más auténtica expresión de la realización individual, cuya incompatibilidad con la realización colectiva es una anomalía propia de la sociedad de clases.

La transformación socialista de las relaciones de producción con insuficiente desarollo de las fuerzas productivas del capitalismo en un mundo unipolar.

Lo dicho es la mejor demostración sobre la posibilidad de hacer la revolución con rumbo al socialismo en condiciones tan adversas como el insuficente desarrollo de las fuerzas productivas y la unipolaridad mundial, actualmente en cuestión pero todavía vigente.

El insuficiente desarrollo de las fuerzas productivas para la transformación de las relaciones de producción se constituye en un obstáculo insalvable sólo en determinadas circunstancias y para ciertos aspectos de esa transformación, que son los directamente vinculados con la socialización de la propiedad, la cual si bien es cierto constituye la identidad misma de las relaciones de producción, no es lo único a ser transformado en la estructura económica para la instauración posterior del socialismo.

El desarrollo incipiente de las fuerzas profuctivas capitalistas no fue obstáculo para que la naciente revolución socialista en Rusia emprendiera a inicios del siglo XX el camino de la socialización inmediata de la propiedad sobre los medios de producción, debido en buena medida a que los gigantescos recursos naturales del país y su no dependencia económica permitían a éste el desarrollo endógeno mediante la industrialización acelerada de la economía, aprovechando las ventajas de la planificación centralizada en la era de la producción industrial como eje central en el desarrollo de las fuerzas productivas, las cuales de esta manera pudieron ponerse al día con las nuevas relaciones de producción, correspondientes a un grado mayor de desarrollo de aquéllas en el momento en que tuvo lugar la transformación en cuestión.

Esta fórmula, descubierta por Lenin, no sería válida en los países subdesarrollados, o sea con economías dependientes, diseñadas y estructuradas no en función del desarrollo de esos países, sino del desarrollo de potencias imperialistas que ejercen el control sobre esas economías; sin embargo, la fórmula leninista de correspondencia entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción pudo ser aplicada en países con la característica aquí señalada, gracias a la existencia previa de una superpotencia socialista como la Unión Soviética, en la que las fuerzas productivas sí estaban ya suficientemente desarrolladas para las relaciones de producción socialistas.

La Unión Soviética no apoyaba la lucha armada en el patio trasero de la superpotencia rival, con la que tenía un pacto tácito al respecto; pero una vez triunfantes las revoluciones mediante la lucha armada, con la legitimidad del nuevo poder político constituido, el apoyo soviético se volvía vital para la sobrevivencia económica de los nuevos procesos revolucionarios, con más razón los que como en Cuba y luego Nicaragua con la revolución sandinista, eran vulnerables ante la brutal agresividad del imperialismo norteamericano, expresada en ambos casos con agresiones militares armadas y bloqueo económico, cosas ambas de graves consecuencias principalmente en la economía, precisamente el talón de Aquiles de todo proceso revolucionario en un país económicamente dependiente.

Con la desaparición de la Unión Soviética, los procesos revolucionarios del mundo subdesarrollado no tienen posibilidades de emprender cierto tipo de transformaciones estructurales radicales en el corto plazo, pero sí en algunos aspectos fundamentales, suficientes para considerar que es posible el rumbo socialista emprendido en algunos de los procesos de cambio social en marcha desde la llega al poder de Hugo Chávez en Venezuela. Diferente es el caso de procesos revolucionarios previamente consolidados, como el caso de Cuba e incluso, Nicaragua, que bien pudieron sobrevivir en su primera etapa revolucionaria gracias al apoyo soviético, al desaparecer éste ambos procesos ya habían alcanzado un grado de autosuficiencia que les permitió, en el caso de Cuba, resistir, retener el poder y avanzar; en el caso de Nicaragua, el sandinismo perdió el poder, pero no por la desaparición de la Unión Soviética – aunque ambos hechos coincidieron en el tiempo -, sino porque la amenaza de Estados Unidos de la continuidad de la guerra – impuesta por ese mismo país – en caso de ganar las elecciones el sandinismo, surtió el suficiente efecto en el electorado nicaragüense para que la derecha ganara las elecciones de 1990; sin embargo, el sandinismo – que ya ha había ganado militarmente esa guerra – retuvo espacios de poder que acertadamente manejados, le permitieron volver a gobernar diecisiete años después, retomando la orientación socialista previamente proclamada, del proceso revolucionario nicaragüense.

Con todo, la socialización de la propiedad en un corto plazo histórico y por tanto, la instauración de relaciones de producción que pudieran identificarse como socialistas, no sería posible en circunstancias caracterizadas por un bajo desarrollo de las fuerzas productivas en un mundo unipolar, sometido al poder omnímodo del imperialismo norteamericano, cuya hegemonía se mantiene a pesar del contrapeso de países como Rusia en lo político y militar, y China en lo económico.

Sin embargo, ya el Che señalaba que a nivel de la estructura económica no solamente cuenta la socialización de la propiedad para que a partir del nuevo ser social resultante se pueda formar la conciencia social que se corresponda con el nuevo orden socioeconómico, sino que también la estructura económica socialista como conjunto de las relaciones de producción correspondientes lleva – o debe llevar – en su seno los estímulos morales para el trabajo (y colectivos, añadimos nosotros, ya hemos visto por qué).

La propiedad social es un estímulo material colectivo para el trabajo que en su versión autogestionaria (no convencional, sino la que hemos descrito aquí) puede ser promovida a partir de políticas económicas no necesariamente causantes de que los antagonismos de clase se manifiesten de manera violenta, como sí ocurriría en el caso de que la transformación estructural tuviera como eje central la socialización de la propiedad como tal y no los estímulos morales y colectivos para el trabajo, incluyendo entre éstos, por supuesto, la socialización autogestionaria (gradual) de la propiedad sobre los medios de producción.

Una vez que tenemos clara la posibilidad y necesidad de los cambios estructurales en el marco de una realidad caracterizada por el insuficiente desarrollo de las fuerzas productivas para la transformación de las relaciones de producción en sus aspectos formales, es importante señalar una razón más para esto, y es que si los cambios estructurales no se hacen antes de que transcurra una generación política (la edad mínima para votar, o sea dieciséis años), las nuevas generaciones – sin un punto de referencia anterior perceptible por ellas – vincularán los males sociales heredados con la fuerza política gobernante o peor aún, con el modelo que se está tratando de instaurar.

Con lo dicho hasta aquí tenemos pues, que la clave para profundizar los procesos de cambio social vigentes en América Latina, enfrentar así victoriosamente las embestidas de la derecha, la oligarquía y el imperialismo, y evitar la pérdida de la base social original de dichos procesos con la mejoría de las condiciones de vida de los individuos pertenecientes a ellas, está en crear poder popular en lo político, con una nueva institucionalidad, diseñada para el ejercicio directo del poder por los ciudadanos, bajo la conducción de una vanguardia revolucionaria de nuevo tipo, no sustituta de las clases populares en el ejercicio del poder político; y en lo económico, con el impulso de la gestión económica popular y la creación de la propiedad social autogestionaria, ejercida directamente por los trabajadores, en tanto estímulo material colectivo y generador por consiguiente, al igual que la institucionalidad normativa, de la nueva conciencia social, y como máxima expresión de desarrollo de la socialización de la propiedad, que tiene entre sus puntos de partida la propiedad autogestionaria convencional, ejercida como pequeña propiedad individual y familiar, cooperativa, asociativa y comunitaria.

Si bien el rumbo socialista que todo proceso revolucionario debe tener implica la transformación de las relaciones de producción, y si bien esta transformación se ve imposibilitada en algunos aspectos en el marco de un insuficente desarrollo de las fuerzas productivas y de unipolaridad mundial, dicha transformación es posible en determinados aspectos de las relaciones de producción, suficientes para definir el rumbo necesariamente socialista de la transformación revolucionaria de la sociedad, y esos aspectos están vinculados con el impulso de los estímulos morales y materiales de tipo colectivo para el trabajo, entre los cuales está la propiedad social autogestionaria, con al que también se da la transformación de las relaciones de producción en los aspectos que en primera instancia no es posible transformar en las condiciones señaladas, y esto se debe a que el énfasis de esa transformación está en la condición de la propiedad social autogestionaria, no como forma de propiedad, sino como estímulo material colectivo para el trabajo.

Agotamiento de la democracia representativa como contexto exclusivo de la lucha revolucionaria por el poder.

Antes del derrumbe de la Unión Soviética, aunque ésta no respaldaba la lucha armada de los movimientos revolucionarios en el área de influencia norteamericana, servía como escudo protector a los movimientos revolucionarios, debido a la expectativa en éstos, del futuro apoyo soviético una vez llegados al poder, lo que en efecto sucedía, aunque sólo dos países pudieran comprobarlo: Cuba y Nicaragua.

Es por eso que irónicamente, en esa época la lucha armada – contraria a la estrategia soviética, insistimos – era la forma principal de acción de los movimientos revolucionarios en el mundo entero y en particular, en América Latina; mientras por otra parte, una política de Estado consagrada por una sucesión interminable de presidentes de Estados Unidos era en aquellos años el apoyo de este país a los golpes de Estado militares de derecha a lo largo y ancho de nuestro continente, como barrera de contención frente a la temida expansión comunista, cínicamente achacada a los soviéticos, que de haber apostado a la lucha armada es muy probable que hubieran ganado la guerra fría, tal como señaló alguna vez Fidel Castro, pues los guerrilleros latinoamericanos, salvo excepciones, se enfrentaban con armas de cacería a poderosos ejércitos que contaban con todo el apoyo norteamericano, y aun así las guerrillas tomaron el poder en dos países: Cuba y Nicaragua, llegando bastante lejos en otros, como El Salvador, Colombia y en determinado momento, Guatemala, además de los movimientos de izquierda que por otras vías llegaban al poder y eran luego derrocados por la intervención militar norteamericana o sus soldados sustitutos nativos mediante golpes de Estado, como ocurrió también en Chile, Bolivia, Guatemala, República Dominicana, Grenada y Panamá.

Pero fue en los dos países donde los revolucionarios llegaron al poder por la lucha armada, donde los procesos revolucionarios – con el indispensable apoyo soviético en sus etapas iniciales – lograron establecerse, pues como decíamos antes, a pesar de la derrota del sandinismo en las elecciones de 1990, éste conservó grandes cuotas de poder, pero también su capacidad organizativa y movilizativa, que usadas de manera apropiada para las circunstancias históricas planteadas, le permitieron estar en condiciones de retomar el mando del país posteriormente, además de preservar buena parte de las conquistas sociales de la revolución en su primera etapa, lo que fue fundamental para el avance de las políticas y programas sociales orientados, en la segunda etapa de la revolución sandinista, a la creación del poder popular en el ámbito político y económico.

Con el derrumbe soviético, las reglas del juego cambiaron: tanto la derecha como la izquierda revolucionaria pactaron tácitamente – o explícitamente, como en El Salvador, Guatemala y tardíamente, Colombia – dirimir sus contradicciones en el ámbito de la democracia representativa, sin menocabo de que al llegar al poder, la izquierda pudiera crear su propio modelo democrático, toda vez que el establecido previamente fue diseñado conforme a los intereses de la derecha, lo cual colocó a la izquierda en una inevitable desventaja definida por la correlación de fuerzas adversa, incluyendo en esto que en los procesos electorales no está en cuestión el poder real, ni siquiera en el ámbito político – a excepción de Nicaragua, debido al triunfo armado previo en la lucha por el poder -, sino la administración gubernamental, si bien desde allí en algunos casos -Venezuela, Bolivia y Ecuador – se avanzó hacia el cambio al menos de algunas reglas del juego político democrático, pero sin que esto implicara aún ventajas como las de la derecha con su modelo político, limitándose el avance en cuestión a la obtención de un mayor equilibrio en las posibilidades de unos y otros contendientes en el marco de un sistema político en transformación, lo que sin embargo, es un tema independiente de las posibilidades reales de éxito, las cuales dependen de otros factores.

Este pacto post-soviético no explícito entre el movimiento revolucionario latinoamericano y la derecha, como bien ha señalado recientemente Orlando Núñez, ha sido roto por esta última, aunque gran parte de la izquierda insista en mantenerlo, y es aquí donde viene lo que consideramos una grave falla estratégica actual, en cierta medida vinculada con la de no asumir la posibilidad de generar procesos de cambio social orientados hacia el socialismo.

La participación en las elecciones democrático-burguesas no puede ser ya para la izquierda latinoamericana la única manera de luchar por el poder, aunque siga siendo la más viable políticamente para obtenerlo. En cuatro países latinoamericanos la izquierda ha perdido el poder, derrotada por la derecha, desde el inicio de la revolución bolivariana (Honduras, Paraguay, Brasil y Argentina), y sólo en uno (Argentina) esa pérdida del poder ha sido producto de elecciones. Limitar la lucha por el poder a elecciones en las que el adversario tiene la ventaja de haber diseñado a su favor el modelo al cual esas elecciones pertenecen, y peor aún, hacerlo mientras ese adversario no asume para sí esos mismos límites y acude a otras maneras de obtener el poder, es absurdo y estúpido, si se nos perdona la franqueza.

El no uso de métodos de lucha popular e insurreccional – incluso la lucha guerrillera – no es un asunto de principios, sino de reconocimiento de una realidad política e histórica adversa para los mismos, pero eso no es eterno. No pueden ser los revolucionarios quienes entierren el derecho de los pueblos a la rebelión, que es incluso un principio consagrado por el liberalismo, o sea que ni siquiera es un principio socialista, sino una conquista histórica de la humanidad. La insurrección popular, por tanto, no puede descartarse como un método de lucha revolucionaria en las actuales circunstancias históricas, lo cual no debe interpretarse como un llamado al extremo opuesto, que sería descartar la vía electoral para llegar al gobierno y estar así en condiciones de construir el poder popular.

La insostenible apuesta absoluta a unas reglas del juego que le son adversas ha terminado paralizando innecesariamente a la izquierda. La izquierda latinoamericana se ha autocensurado en materia de lucha popular cuando el poder es de la derecha, debido a que ese tipo de lucha, cuando es en su contra, ya ha sido previamente calificado por la izquierda gobernante en algún momento, como intentos de golpes de Estado, como en efecto lo han sido en muchos casos, toda vez que la izquierda aún no posee el control de una buena parte de la institucionalidad del Estado, que aún con la izquierda en el gobierno, sigue siendo utilizada por la derecha desde la oposición en contra de aquélla. En otras palabras, la izquierda ha teminado teniendo más temor al derrocamiento de gobiernos de derecha por levantamientos populares que la propia derecha gobernante. Después de una etapa en que la izquierda derrocaba gobiernos impopulares, aunque hubieran sido electos, ahora ni siquiera lo hace con gobiernos de derecha usurpadores.

Está bien denunciar fraudes electorales e intentos de golpes de Estado, porque así se demuestra la doble moral de la derecha, cuyo poder político se legitima con la democracia representativa que ni ella misma respeta; o sea, está bien demostrar que la derecha no respeta las reglas del juego creadas por ella misma en beneficio propio; pero no está bien que esto lleve a la izquierda a asumir esas reglas del juego como propias en sustitución de la derecha. De hecho, la izquierda latinoamericana se ha convertido en la más vehemente defensora de una democracia que atenta en su contra y que ni siquiera sus propios creadores respetan.

Denunciar la doble moral de la derecha al romper con su propio modelo, no debe llevar a la izquierda a asumirlo como propio. Optar por la vía electoral como única posible para llegar al poder o defenderlo es pues, más que una mala estrategia, una posición absurda. No debe olvidarse que el gran fraude no está principalmente en el robo de votos, sino en el diseño mismo de un modelo en el cual los candidatos y sus ofertas electorales son mercancías, en el que la razón y la verdad no están siquiera incluidas como supuestos de discurso alguno, sino todo lo contrario, y en el que por tanto, nadie que diga toda la verdad ganará jamás una elección.

Parece haberse olvidado que la izquierda no conquistó tantos gobiernos en América Latina al inicio de este siglo gracias a la democracia representativa y sus elecciones, sino a pesar de ellas; que la lucha mediante la cual los sectores populares encabezados por la izquierda revolucionaria y progresista llegaron a ser gobierno no comenzó en contiendas electorales, sino en rebeliones armadas (caso de Venezuela), derrocamientos de sucesivos gobiernos neoliberales (casos de Ecuador, Bolivia, Argentina, Brasil), lucha popular en las calles en defensa de conquistas revolucionarias previas, alcanzadas por la lucha armada (Nicaragua).

Parte de la ruptura de las reglas del juego por la derecha es el uso explícito de las instituciones para alcanzar sus objetivos políticos, lo cual se corresponde con el hecho de que tales instituciones, como legitimadoras del poder político de clase, están al servicio de las clases dominantes, en algunos casos desplazadas estas últimas de los espacios institucionales gubernamentales. Pero el uso de esas instituciones por la derecha para algo más que la legitimación que están llamadas a garantizar y más aún, a costa de esta función legitimadora, es similar al uso de las fuerzas armadas para dar golpes de Estado; es otra manera – menos cruenta, pero igual de rupturista – de hacer lo mismo, y esto pone a la orden del día el tema de la necesidad de luchar aun en el marco de la institucionalidad burguesa, por el control de la mayor cantidad posible de espacios institucionales, requisito indispensable para la posterior creación de la nueva institucionalidad, al servicio del nuevo poder de clase; a no ser que el poder se conquiste por las armas. Por lo demás, cuando las contradicciones políticas entre fuerzas que son opción de poder se manifiestan como contradicciones entre clases antagónicas, todo se convierte en trinchera de lucha, incluyendo por supuesto, las fuerzas armadas y las instituciones.

En este momento todos los procesos de cambio social en América Latina están amenazados, pero frente al cerco internacional, Venezuela responde con su Asamblea Constituyente, varios triunfos electorales consecutivos y el adelanto de la elección presidencial. Frente a las campañas deslegitimadoras, Bolivia opta por la reelección de Evo Morales. Frente a la NICA-ACT como amenaza de una nueva variante de bloqueo económico, Nicaragua responde con un triunfo arrollador en las elecciones presidenciales, legislativas y municipales, y con la creación de más poder popular en lo político y lo económico. Frente al bloqueo y las provocaciones norteamericanas, Cuba responde reinventando su modelo económico y dando saltos cualitativos en el proceso de institucionalización de los cambios revolucionarios. La situación que se ha presentado en Ecuador, al margen de juicios de valor al respecto, confirma nuestro planteamiento sobre la necesidad de los líderes en los procesos de cambio social profundo. Como es obvio, el correísmo debe seguir presente en los mismos espacios que antes ocupaba con su anterior expresión política organizada. En Honduras, la acción política de la izquierda representada por LIBRE, ante las circunstancias planteadas en ese país, es particularmente digna de elogio en el marco de lo que aquí venimos planteando, ya que es el único caso de una izquierda desplazada del poder que se encuentra en ofensiva insurreccional; incluso, es el caso único de una izquierda que nace como fuerza política organizada precisamente a raíz del golpe de Estado que derrocó en este caso, al Presidente Mel Zelaya.

Podrá decirse que es demasiado pronto para hacer que los ciudadanos ejerzan directamene el poder como sujetos sociales protagónicos, o que los trabajadores ejerzan directamente la propiedad de forma colectiva como sujetos económicos del proceso revolucionario latinoamericano; podrá decirse que es un delirio izquierdista incluir la lucha popular e incluso, no descartar la lucha insurreccional como parte de la estrategia revolucionaria; es decir, se puede pretender descalificar nuestra propuesta de profundización de los cambios sociales emprendidos desde el 2000 en una cantidad creciente – y ahora decreciente – de países de América Latina, o nuestro llamado a combinar diferentes formas y métodos de lucha, argumentando que estas son ideas descabelladas o cuando menos, poco realistas, que son metas imposibles; pero ningún cuestionamiento a nuestras propuestas es válido si no va acompañado de propuestas distintas, pues de lo contrario se estaría apostando al verdadero desatino de esperar resultados diferentes haciendo lo mismo en iguales circunstancias. A fin de cuentas, el revolucionario debe sospechar de todo lo que no parezca imposible, de todo lo que no sea extraordinario; porque según se sabe, la revolución no es como la política, el arte de lo posible, sino el arte de hacer posible lo imposible, y como decía el Che, cuando lo extraordinario se vuelve cotidiano, es la revolución.

Notas:

2 Lenin, Vladimir I., La bancarrota de la II Internacional, Editorial Progreso, Moscú, sf, p. 13.

3 Marx y Engels, La ideología alemana, Ed. Pueblo y Educación, La Habana, 1982, pp. 48 y 49.

Carlos Fonseca Terán es Secretario Internacional Adjunto del Frente Sandinista de Liberación Nacional de Nicaragua.

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