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Sobre “de-colonizar”: una nota crítica

Fuentes: Alainet

Las expresiones envolventes son tramposas. Y la palabra “colonialidad” es una de ellas. Invita a un combate ineficaz contra algo etéreo, que está en todas y en ninguna parte.

Algunos amigos me han hecho ver que cuando escucho la palabra “de-colonizar” (y su hermana: “de-colonización”) hago un gesto de desagrado que pareciera salirme de los intestinos. Según me dicen –aunque no me lo creo mucho— no es una reacción común en mí, y que por eso les llama la atención. Pensando en el asunto, me he dado cuenta de que no es sólo la palabra –aunque también—, sino la visión histórica y cultural subyacente a la misma lo que provoca esa fea reacción que los demás perciben. En suma, al meditar sobre el tema caigo en la cuenta que hace parte de un listado de cosas que, espontáneamente, rechazo y no de la manera más amable: conductores que violan las leyes de tránsito o miran la pantalla del celular mientras manejan; personas que, en reuniones familiares (por ejemplo, en un restaurante), usan febrilmente el celular como si no existiera nadie a su alrededor; y personas que creen tener las credenciales para decir a los demás –en Facebook, por ejemplo— qué hacer y cómo hacerlo. A esta lista pertenece la palabra “de-colonizar”, pero –como ya dije—no sólo es la palabra.

Sé que es una expresión que goza de prestigio en algunos ambientes académicos y universitarios. Sé que es una especie de seña de identidad de algunas figuras intelectuales (y de sus grupos de seguidores) que dicen situarse –y son vistos por muchos— del lado de la resistencia a la opresión y a la dominación, en este caso, colonial o colonizadora. O sea, se trataría de una seña de identidad rebelde. De tal suerte que ser un “no” “de-colonizador” vendría a significar justo lo opuesto: ser un colonizador o un colonizado. Suena tentador, la verdad; pero –como se verá— ser un “de-colonizador” está lleno de trampas.

Antes de comentar por qué me parece así, apunto algo sobre lo molesto que es para mí la palabra de marras: no puedo evitar asociarla con expresiones con connotaciones destructivas como “decapitar”, “degollar”, “denigrar” y “demoler”. Entiendo –aunque a lo mejor me equivoco— que “de-colonizar” tiene un sentido destructivo, pero también creativo, en sintonía con las modas “deconstructivistas” con las que coexiste la “de-colonización”. Como anota la Real Academia, de-construir es “deshacer analíticamente algo para darle una nueva estructura”.  O sea, estructurar de nuevo un relato o un texto

¿Y “de-colonizar”? Dejando de lado el espinoso asunto de creer que la realidad social es como un texto que puede ser reescrito, el “deshacer” del “de” de-colonizador es lo colonial, pero no en el sentido de descolonización (o descolonizador) –que se enfocaba, con toda justicia, en el desmontaje del poder político colonial ahí donde este se había instalado— sino de algo de alcances mayores. Y es que los alcances del “deshacer” de-colonizador apuntan, entre otros ámbitos, hacia la cultura y el conocimiento, que se entienden como inseparables del poder. De ahí, por ejemplo, el título de uno de los muchos trabajos que circulan en Internet sobre el tema; y es este de Claudia Jaramillo: Decolonizar el ser, el saber y el poder de la universidad latinoamericana[1]. Ni más ni menos.

Para la autora, el ser, el saber y el poder de la universidad latinoamericana están colonizados, lo cual tiene como base una “colonialidad” histórica: “en América –dice— no sólo se intervino al otro desde la colonización como estructura de dominación, sino que se mantuvo este esquema a través de la colonialidad, es decir, esta última no terminó con la independencia, por el contrario prevaleció en los sujetos a través del discurso, las prácticas y las formas de comprenderse a sí mismos en la relación con los demás, en la división del trabajo, el conocimiento, la producción, la autoridad y el control de la subjetividad”. Y cita a continuación a Maldonado-Torres[2], según el cual “la colonialidad del poder alude a la interrelación entre formas modernas de explotación y dominación, y la colonialidad del saber tiene que ver con el rol de la epistemología y las tareas generales de la producción del conocimiento en la reproducción de regímenes de pensamiento coloniales, la colonialidad del ser se refiere entonces, a la experiencia vivida de la colonización y su impacto en el lenguaje”[3]. Remata sus ideas con lo siguiente:

“La colonialidad del poder produce unas relaciones de dependencia histórica estructural en la que los colonizados ‘carentes de historicidad’ se inscriben en la historia lineal del colonizador entendida como trayectoria, que va desde lo primitivo hasta lo civilizado, ubicando en este punto a Europa. De igual forma instituye la racionalidad/modernidad como única forma de conocimiento, al margen de la cual no se produce ni reconoce ningún saber y esto se consolida a través de un patrón cognitivo que impone niveles de aprendizaje de la cultura del colonizador, esto es, ofrece a los sometidos la oportunidad de participar del poder dándoles acceso a un saber, que va a contribuir con el mantenimiento de la estructura jerárquica de exclusión; tal como sucedió con los procesos de independencia en los que se inventa la latinidad como una manera de diferenciación de aquellos criollos que, asumiéndose como sometidos, ejercen el sometimiento de los que no están en condiciones de acceder a sus privilegios. La colonialidad del ser se produce cuando se han colonizado los imaginarios y las formas de entender el sujeto, el tiempo y el espacio en correspondencia con la idea de la modernidad europea, también cuando se ha colonizado el pensamiento a través de la lengua y de las maneras de concebir unilateralmente el conocimiento, lo que se tradujo en América en la creación de mecanismos de control que legitimaran identidades por medio de instituciones, discursos y legislaciones que permitieran cohesionar y hacer gobernables los territorios y las personas”.

O sea que –como se desprende de ese texto y de otros del mismo tenor que circulan por doquier— la “colonialidad” lo envuelve todo (el ser, el saber y el poder). No es ni colonia ni colonialismo ni colonización (que, en América Latina, para el caso, se pueden identificar y caracterizar con bastante precisión histórica): la “colonialidad” excede a la dominación española o portuguesa, pues involucra a Europa y su herencia cultural, simbólica, científica y tecnológica irradiada por el mundo, y a través de lo cual se impone “la racionalidad/modernidad como única forma de conocimiento, al margen de la cual no se produce ni reconoce ningún saber y esto se consolida a través de un patrón cognitivo que impone niveles de aprendizaje de la cultura del colonizador”. Con esta “cultura del colonizador” se impone la colonialidad del ser: “la colonialidad del ser se produce cuando se han colonizado los imaginarios y las formas de entender el sujeto, el tiempo y el espacio en correspondencia con la idea de la modernidad europea, también cuando se ha colonizado el pensamiento a través de la lengua y de las maneras de concebir unilateralmente el conocimiento”. En resumidas cuentas, la colonialidad a la que suelen referirse los de-colonizadores es la impuesta por la modernidad europea.

¿Debilidades en esta forma de argumentar? Muchas, y algunas no requieren, para ser identificadas, más que una somera reflexión. Para comenzar se tiene la palabra “colonialidad” que se usa como un paraguas enorme en lo que cabe un todo, igualmente enorme, pero diverso y variado, como lo es la modernidad europea, inconcebible, por cierto, sin las tradiciones hebreo-semítica y cristiana de las que se nutre. Ahora bien, la palabra “colonialidad” prácticamente lo abarca todo lo que sea dable concebir como influido por la “cultura del colonizador”; y claro está que dado ese carácter envolvente surge la inquietud acerca de si quienes están en contra de esa colonialidad –es decir, los “de-colonizadores”— no están ellos mismos atrapados en esa cultura.

Es presumible –altamente presumible— que sí, y no sólo en cosas menores, como los guiones en los apellidos, sino en asuntos de mayor calado como la lengua, la lógica, el razonamiento y las formas de argumentar, las estrategias de publicación, la competencia en las ideas, el individualismo, la responsabilidad pública y los mecanismos para divulgar-promover sus planteamientos (revistas, libros, editoriales, etc.). No hay que hurgar con demasiado rigor para caer en la cuenta de que, por esos y otros motivos, bastantes “de-colonizadores” se mueven en los marcos de la colonialidad. Les sucede como a un filósofo que escribió un libro con varios cientos de páginas en el que explicaba que había algo previo a las palabras –al logos— y más radical que ellas para fundamentar el proceso de conocimiento. Usaba palabras, y muchas, en su argumentación, con lo cual mostraba que no sólo que estaba atrapado en ellas, sino que sin palabras no podía ofrecer nuevo el conocimiento que él había producido. Este filósofo, al usar palabras para demostrar su irrelevancia, las reafirmaba en su importancia. Igual les sucede a los de-colonizadores: reafirman la colonialidad –al menos, aspectos importantes de ella— en su quehacer crítico, sus argumentos, su lenguaje y sus publicaciones. 

Además de hacer de la “colonialidad” una palabra “abárcalo todo”, sus promotores la tiñen de una connotación negativa (perversa, perniciosa); y como suele suceder cuando a una palabra-sombrilla se la da un sentido peyorativo: todo lo incluido en ella se tiñe de ese mismo color negativo. Así, los aspectos, componentes, procesos, etc., incluidos en la colonialidad vendrían a ser objeto de “de-colonización”, sin que quede piedra sobre piedra. Pero ¿es así con todo lo –se nos dice— que es parte o está influido por la “cultura del colonizador? Dejando de lado lo difícil que puede resultar separar nítidamente lo “colonizado” de lo “no colonizado” (o “colonializado”), cualquiera que examine con detenimiento los distintos rubros que se declaran “colonializados” es evidente que hay, entre ellos, conquistas que, además de ser patrimonio universal –no sólo europeo—, han contribuido a que los seres humanos nos humanicemos, sin importar nuestro origen o procedencia particulares.

Esas conquistas son parte de los recursos (lenguaje, lógica, racionalidad, pruebas empíricas, publicaciones, etc.) que tienen a disposición los de-colonizadores para criticar la colonialidad. Hay aspectos de la colonialidad –o más concretamente de la herencia colonial—que sí merecen ser desmantelados (oscurantismo religioso, conservadurismo, sumisión a la autoridad, mesianismo), pero que hasta ahora han resistido los intentos –tibios, las más de las veces— por abolirlos o limitarlos en su alcance. Marcar con la etiqueta de “colonialidad” todo lo que nos rodea –salvo algunas esferas libres, cosa discutible, de contaminación cultural— es una necedad, que impide discriminar aquello que de la modernidad –y las herencias de las que se alimenta— es acicate para humanizarnos y dignificarnos –dignidad: concepto moderno-occidental— aún más. Claro está que para hacerse cargo de esas conquistas se tiene que estudiar en serio la historia no sólo occidental, sino mundial. Y se deben evitar afirmaciones falsas como esta: “de igual forma instituye la racionalidad/modernidad como única forma de conocimiento, al margen de la cual no se produce ni reconoce ningún saber”. La “racionalidad/modernidad” no es una forma de conocimiento; y tampoco esa racionalidad/modernidad impide producir o reconocer tipos de saber distintos…como ejemplifican, precisamente, los autores “de-colonizadores”.  

Por último, ¿es recomendable, en caso de que eso fuera posible, “de-colonizar” todos los aspectos, procesos, componentes “colonializados”, es decir, afectados por la “colonialidad? Definitivamente, no lo creo posible, dado que prácticamente la colonialidad lo invade todo y, si el programa para combatirla quiere ser eficaz, debe erradicar todas sus influencias y expresiones. Algo así como lo que quiso hacer Mao Tse Tung –un líder moderno hasta los tuétanos— y su revolución cultural china, y que luego fue llevado hasta niveles demenciales por los Jémeres Rojos en Camboya. Nada positivo para avanzar hacia mayores niveles de dignidad humana saldría de un intento semejante. Las expresiones envolventes son tramposas. Y la palabra “colonialidad” es una de ellas. Invita a un combate ineficaz contra algo etéreo, que está en todas y en ninguna parte. El combate que libran los “de-colonizadores” es, después de todo, un combate imaginario. Por mi parte, encuentro en la “colonialidad” dimensiones que estoy dispuesto a defender de las arremetidas “de-colonizadoras”: la racionalidad científica y sus conquistas; la dignidad humana como fundamento de los derechos humanos, civiles y políticos; la herencia de los presocráticos y los cínicos; y la preciosa lengua española, con la que hablo y pienso todos los días y con la que forjo las ideas y palabras de mi escritura.  

Notas:

[1] Claudia Milena Jaramillo Arango, Decolonizar el ser, el saber y el poder de la universidad latinoamericana. Tesis. Medellín, Universidad de San Buenaventura, 2013. Las citas han sido tomadas de las páginas 12-13.

[2] En la bibliografía cita estos dos trabajos de este autor: Maldonado-Torres, N. (2007). “La colonialidad del ser: contribuciones al desarrollo de un concepto”. En S. Castro-Gómez, & R. Grosfoguel, El giro decolonial. reflexiones para una diversidad epistémica más allá del capitalismo global (págs. 127-167). Bogotá: Universidad Javeriana- Instituto Pensar, Universidad Central IESCO, Siglo del Hombre; Maldonado-Torres, N. (2005 de octubre de 2003). “Sobre la colonialidad del Se: contribuciones al desarrollo de un concepto”. Recuperado el 28 de marzo de 2013.

[3] Llama la atención que este autor escriba sus dos apellidos unidos por un guión: Maldonado-Torres. Se trata de una práctica medieval europea: la de los apellidos compuestos. Una visita rápida por Internet revela que “en cuanto al origen de estos apellidos [los compuestos] nos tenemos que remontar a la Edad Media, siglos XIII y XIV, cuando las familias nobles combinaron el uso primigenio de los patronímicos, los apellidos derivados del nombre paterno, con el topónimo de los señoríos o tierras de procedencia. Una fórmula que con el tiempo perdió su sentido original al hacerse fijo el patronímico, pero que sirvió para distinguir ramas entre las grandes casas, dando lugar a variantes como los Núñez de Lara, Manrique de Lara, González de Lara, etc… Fue por tanto una solución que evitaba gran parte de las homonimias resultantes al usar un solo sobrenombre”. O sea, una práctica totalmente colonial. “Los apellidos compuestos españoles: orígenes, clases y algunos mitos”.  https://www.genealogiahispana.com/apellidos/los-apellidos-compuestos-esp…

Fuente: https://www.alainet.org/es/articulo/212413