Esta entrevista es una contribución a un libro colectivo por publicarse en 2015 sobre «Movimientos sociales y poder popular en Chile. Retrospectivas y proyecciones políticas de la izquierda latinoamericana», un trabajo realizado en conjunto entre el Grupo de Estudios Sociales y Políticos – Chile (GESP), de la Universidad de Santiago – USACH y Tiempo robado […]
Esta entrevista es una contribución a un libro colectivo por publicarse en 2015 sobre «Movimientos sociales y poder popular en Chile. Retrospectivas y proyecciones políticas de la izquierda latinoamericana», un trabajo realizado en conjunto entre el Grupo de Estudios Sociales y Políticos – Chile (GESP), de la Universidad de Santiago – USACH y Tiempo robado editoras.
En esta segunda parte de la entrevista, Franck Gaudichaud -uno de los artífices del portal Rebelión (1)- efectua un repaso sobre las acepciones y usos del concepto de poder popular, las distintas experiencias históricas latinoamericanas que le dieron carnadura y el carácter inescindible que asumen en los procesos emancipatorios de nuestro continente las nociones de clase/género/etnia/colonialidad. Además, el autor de El volcán latinoamericano habla de evitar en los debates de las izquierdas la dicotomía entre movimientos sin organización política ni programa, y la defensa acrítica de la razón de Estado, teniendo presente que son necesarias herramientas políticas y estrategias concretas de transición global. «América Latina y sus resistencias son el continente laboratorio de la construcción de alternativas para el siglo XXI» afirma.
Poder popular, Estado, movimientos sociales y luchas de clases
Seguel (2): Entendiendo que el concepto de poder popular se instala en el imaginario latinoamericano desde los sesenta en distintos contextos y que, en ese marco, se han realizado diferentes usos por parte de los movimientos sociales y las organizaciones políticas, ¿qué elementos a tu juicio son fundamentales para una aproximación al concepto de poder popular en base a las experiencias latinoamericanas? ¿Qué elementos son los centrales para entender esta idea, noción, teoría del poder popular que se ha venido levantando en América Latina hace más de cuarenta años?
Gaudichaud : Por cierto, como bien mencionaste, es una noción heterogénea que no tiene una sola definición. Su flexibilidad es su fuerza y también su debilidad, ya que hay que adaptarla a cada proceso real para entenderla de manera plena. En un libro colectivo sobre poder popular coordinado por Miguel Mazzeo, el politólogo Hernán Ouviña destaca el peligro de la «palabra murciélago» (concepto del italiano Vilfredo Pareto) en que se podría transformar la noción de poder popular: una palabra en la cual caben tanto pájaros como roedores… ¡Aunque a mí, personalmente, me gustan tanto los pájaros como los roedores, que son los de abajo y, como el «viejo topo» de Marx o lo que Bensaïd llamaría » la sonrisa del fantasma del comunismo» , son capaces de socavar el orden dominante! Ahora bien, hablar de poder popular tiene muchas aristas y varias lecturas, desde las corrientes anarquistas, libertarias hasta las marxistas ortodoxas, pasando por las marxistas heterodoxas, etc. Por ejemplo, algunos grupos anarquistas dicen «el poder popular sigue siendo una noción estadocéntrica, entonces no nos conviene». Para mí, la noción de poder popular se refiere a esa irrupción del movimiento obrero y popular, a las movilizaciones de los dominad@s, explotad@s y subaltern@s organizados en un contexto capitalista-patriarcal hegemónico, que desde su posición subalterna y con su fuerza de movilización disruptiva, logran comenzar a crear espacios de poder propio, autónomo y subversivo del orden social imperante. Este poder puede ser un poder local, comunal, regional, hasta lograr ser un poder territorial-dual nacional que cuestiona la legitimidad y el monopolio de la violencia del propio Estado. Pero para su concreción necesita desarrollarse desde sujetos reales y sobre todo desde espacios económicos: por esta razón, las experiencias de poder popular cobran particular fuerza revolucionaria cuando surgen desde el asalariado y los trabajadores, ya que sus resistencias amenazan directamente la reproducción y acumulación del capital. En Chile, la praxis paradigmática ha sido la de los Cordones Industriales, que lograron tomar en parte -y de manera transitoria- el control del aparato de producción en el seno de la turbulenta «vía chilena al socialismo» (1970-1973). Actualmente, en Argentina y Brasil, hay decenas de empresas recuperadas y algunas bajo control obrero. Son formas de lo que llamo poder popular constituyente clasista. Por otra parte, la importancia de nuevas luchas obreras y sindicales en varios países demuestra que el sindicalismo sigue vivo e incluso está recobrando colores: veamos las fuertes luchas de asalariados en el último período en Argentina, acompañadas de la recomposición de la izquierda anticapitalista; o en Chile, con la acción decidida de los trabajadores subcontratados del cobre, de la Unión Portuaria o los conflictos en los supermercados.
No obstante, desde los años ’90, la forma sindical está en receso y crisis (el caso de la COB boliviana es paradigmático) en todo el continente, a la par con la flexibilización-precarización-tercerización del trabajo. Querer encontrar hoy a la gloriosa clase obrera industrial de los ’70, es una simple ilusión romántica o dogmática. Y por esta misma razón es muy importante comprender las nuevas dinámicas de luchas y nuevas formas de organización horizontal-territorial y comunitarias, gracias -en gran medida- al impulso de los movimientos indígenas. El poder popular constituyente surge así también desde el espacio territorial o barrial, en torno a los pobres del campo y de la ciudad y a las comunidades originarias en resistencia. En el último período, ha sido muy potente esta fuerza de los territorios urbanos periféricos o comunas campesinas indígenas, donde se efectúa una (re)apropiación de los espacios de vida, generando un contrapoder colectivo frente al poder constituido de multinacionales extractivas, del Estado neocolonial, del patrón de fundo, del alcalde incluso el gobernador, etc. Este contrapoder progresivamente se transforma en apropiación social democrática, reivindicando la horizontalidad de la democracia, la lucha contra el patriarcado, el derecho a la ciudad, nuevas formas de producción agrícolas, etc. Podemos pensar en la comuna de Oaxaca (México) en 2006: para mí fue una experiencia clave si hablamos de poder popular en siglo XXI, porque ahí se afirmó un nivel de democracia desde abajo, popular-indígena y sindical excepcional, seguramente la primera Comuna de nuestro siglo, un poco como lo fue la de París a fines del siglo XIX. Interesantes son también los Consejos Comunales en Venezuela, como expresión del poder popular local que tienen mayor potencialidad cuando se ligan al movimiento sindical u obrero. En el Cauca colombiano, se desarrolla una experiencia indígena original, con rotación de mando, control de la producción, de la alimentación y agroecología: un biopoder alternativo, una potencia constitutiva hecha de autogestión, autoorganización, con capacidad de controlar sus propias vidas, alimentarse, sin depender de las instituciones de arriba… Podríamos hablar también de Chiapas y del neozapatismo, utopía concreta esencial de nuestros días o de la resistencia de Conga en Perú frente a la multinacional Yanacocha. Son muchas las experiencias y eso nos permite cierto optimismo para el futuro. No obstante, ninguna de esas experiencias puede evadir la discusión estratégica sobre cómo ese poder popular constituyente local construye también capacidad de cambiar la sociedad y proponer un proyecto-país alternativo anticapitalista.
Seguel : ¿O sea que para tí, necesariamente una noción de poder popular si se ancla solamente a una experiencia local y regional no se sostiene en el tiempo, si no se plantea una tarea de disputa de la hegemonía en el marco nacional?
Gaudichaud : O sea, a veces se sostiene durante décadas incluso. Hay varias prácticas muy ricas de poder popular comunitario que se deben valorar y creo que una de las más emblemáticas en América Latina, sigue siendo la de los zapatistas que acaban de conmemorar sus veinte años de resistencia a una escala territorial importante. Han demostrado que sí se puede terminar con formas de organización autoritarias y construir otras formas de vida, defender los bienes comunes desde la comunidad y las subjetividades indígenas, con una visión y práctica del poder más respetuosa, más democrática en el sentido real y subversivo de la democracia -como bien lo dice Jacques Rancière-. Es decir más horizontal, con rotación de mando, control de la base social sobre sus dirigentes, con «consejos de buen gobierno», etc. Pero, no por eso la situación social y política en el resto de México ha mejorado: de hecho, se sigue degradando, la pobreza, la explotación del trabajo y la violencia aumentan. El narcoestado mexicano implica niveles de descomposición social tales que ha sido posible desaparecer 43 estudiantes en Iguala en toda impunidad y con la colaboración del alcalde del Partido de la Revolución Democrática (PRD) (¡centro-izquierda!). Y eso es solo la parte visible del problema, cuando son decenas de miles los asesinatos y las desapariciones en los últimos 5 años: una verdadera guerra interna. Por eso, la importancia y urgencia de la discusión estratégica sobre el tema de cómo «cambiar el mundo» tomando colectivamente el poder y por dónde empezar…
Algunos, desde el marxismo piensan que es una disputa sobre los «sujetos revolucionarios» y la búsqueda de la «contradicción principal». Por ejemplo en Chile, he escuchado debates sobre poder popular versus poder obrero, insistiendo en la centralidad insoslayable de la lucha de la clase obrera. Pienso que es necesario restaurar un pensamiento dialéctico y comprender que el concepto de poder popular abarca la noción de poder obrero, la contiene, siendo más amplio. Personalmente, asumo plenamente que en ningún caso podemos pretender disolver las contradicciones de clases y el papel central del sujeto-trabajo con la constitución de formas de poder popular: si el poder popular pretende al anticapitalismo, entonces tendrá que articularse en torno a las luchas de l@s que viven la dominación del capital. Históricamente, en Chile, el movimiento obrero industrial ha sido la cuna de algunas de las formas más avanzadas de poder popular, con el surgimiento fugaz pero esencial de los Cordones Industriales en 1972-1973. Los Cordones buscaron alianza con los pobladores, con los estudiantes y otros sectores de asalariados. Cuarenta años después, volvamos a discutir sobre las alianzas estratégicas que se tienen que articular para conformar un bloque clasista popular contrahegemónico, pero a la luz de las formaciones sociales actuales. Es decir, dejando atrás una visión heroica, un poco fantaseada de la clase obrera industrial, como si el asalariado no se hubiese transformado profundamente en décadas de shock neoliberal. Por ejemplo, hoy en Argentina, varias experiencias de autogestión nacen de los movimientos de trabajadores desocupados, fuera de la fábrica, como también a partir de una nueva generación de la clase obrera, más escolarizada como se ve en la «fábrica sin patrón» de Neuquén (FASINPAT) exZanón. Asumiendo también la existencia de la «diagonal» del conflicto social que no se resume al trabajo: conflicto de género y con el patriarcado, conflicto medioambiental y frente a la destrucción de la naturaleza, conflictos étnicos y a favor de la autodeterminación de los pueblos, etc. Como ya lo escribía el historiador chileno Luis Vitale hace 30 años, todavía los marxismos latinoamericanos deben asumir tres desafíos insuficientemente integrados: el feminismo, la colonialidad y la crisis ecológica . Y por esta razón, el pensamiento crítico debe saber interrelacionar y enlazar las diferentes opresiones de manera didáctica:
Etnia-clase-sexo-colonialismo constituyen en América Latina partes interrelacionadas de una totalidad dependiente que no puede escindirse, a riesgo de parcelar el conocimiento de la realidad y la praxis social, como si por ejemplo las luchas de la mujer por su emancipación estuvieran desligadas del movimiento ecologista, indígena, clasista y antiimperialista y viceversa (Vitale, 1983).
Seguel : Entendiendo que la referencia al poder popular en América Latina depende mucho de los contextos, sé que hay varias experiencias en las que se ha utilizado la noción de poder popular como un elemento central en la construcción de los distintos proyectos. Me refiero por ejemplo, a la utilización que hoy hacen en Venezuela y Cuba o, en otro contexto, en la organización argentina Frente Popular Darío Santillán, en el Congreso de los Pueblos en Colombia o, por último, la referencia que se hace en el campo de la cultura mirista en Chile o en la cultura militante del PRT-ERP en Argentina. ¿Qué es lo que crees que incide en que se acuñen nociones que, en torno a un mismo concepto, articulen prácticas políticas tan antagónicas, como por ejemplo en el MIR o en el PRT-ERP?
Desde una concepción centrada en una idea más clásica de dualidad de poderes, hasta una concepción de democracia participativa, que es lo que se está construyendo en el proyecto de los Consejos Comunales en Venezuela o el Estado Popular que se consolidó a finales de los setenta en Cuba ¿Qué es lo que lleva a que en torno a un mismo concepto se acuñen praxis políticas tan distintas?
Gaudichaud : Bueno, con tu pregunta tenemos confirmación que la reubicación del poder popular puede ser muy amplia y flexible, como lo puede ser la noción de democracia, de revolución, de libertad o de muchos otros elementos centrales de la política. Este concepto es potente, pero requiere de discusión y sobre todo de definición. Entiendo que la noción de poder popular en Cuba es una herencia de la revolución de 1959 pero hoy en día, ante todo, se transformó en una retórica muy institucionalizada, que se usa desde un partido-Estado único que deja poco margen a la pluralidad y a las diferencias políticas desde la revolución, si no se expresan de manera interna al partido y en forma subterránea. Es decir, es sumamente diferente a la noción de poder popular que se expresa en el Frente Popular Darío Santillán argentino, un movimiento autonomista territorial que rechaza globalmente la figura del Estado, que reivindica la autogestión desde el movimiento de trabajadores desocupados para crear un referente político mucho más libertario… y que, a diferencia del castrismo, ¡no enfrenta el bloqueo criminal de EEUU o la gestión diaria de un pequeño Estado muy pobre del Caribe!
En el caso de las experiencias históricas que citaste, es cierto que en Chile, el MIR fue la organización que más reivindicó y desarrolló teóricamente la noción de poder popular. Famoso es su grito callejero: «¡Crear, crear, poder popular!». Durante la Unidad Popular en particular, el movimiento dirigido por Miguel Enríquez intentó colocar esta reivindicación en marcha desde los espacios donde se movía, en particular en el movimiento de pobladores y en un campamento como «Nueva La Habana», que fue una experiencia muy interesante de poder popular local. Pero siempre hay que comparar discurso y praxis, reivindicación teórica y acción político-social. Y para el MIR, hubo siempre una tensión entre una organización que seguía siendo muy vertical, con grupos políticos-militares y los llamados a «crear poder popular», a desarrollar los Comandos Comunales. El MIR era marxista y asumía la teoría de la dualización de poder, en términos leninistas, pero carecía de una inserción masiva en el movimiento obrero-sindical: asumiendo cierto niveles de pragmatismo inmediato, el MIR le dio la prioridad a la noción más amplia de Comando Comunal, perdiendo de vista que en ese momento, frente a las asonadas de la burguesía chilena, urgía darle prioridad al verdadero germen de poder dual o constituyente que, en ese instante de la revolución chilena, eran los Cordones Industriales. En el PRT-ERP argentino hay también rasgos que se vinculan a la noción de Guerra Popular Prolongada, es decir un aspecto político-militar central, y una mezcla de marxismo teórico a veces abstracto con fuertes rasgos de pragmatismo (como lo ha demostrado el historiador Pablo Pozzi) lo que, en períodos prerrevolucionarios, choca con los elementos de mayor participación, horizontalidad, masividad y con lo que el historiador Peter Winn denominó «revolución desde abajo». Una de las lecciones que se pueden sacar, es la necesidad de considerar los elementos político-militares o de autodefensa como parte integrante de los procesos de autogestión y autoorganización, y a su servicio. No como un aparato militante «profesional», exterior a la clase o al movimiento popular. Evidentemente, la dificultad es cómo organizarse de esta manera cuando el Estado tiende a reprimir enseguida todas las formas de autodefensa.
En Venezuela -proceso «pacífico pero armado» como bien lo decía Hugo Chávez-, actualmente tenemos una reivindicación muy presente sobre el poder popular por parte del gobierno bolivariano, de hecho, ¡todos los ministerios son «del poder popular»! En quince años de «revolución bolivariana» también se crearon espacios originales de participación democrática como los que ya mencioné, en particular los Consejos Comunales. En un país donde los movimientos sociales eran débiles, aunque muy explosivos como sucedió durante el Caracazo de 1989, se intentó institucionalizar formas de participación originales, como fueron los Círculos Bolivarianos, los Consejos de Tierra Urbana, los Consejos Comunales. He ido varias veces a Venezuela en los últimos años y pienso que la «batalla de Caracas» -como lo dice Atilio Borón- tiene una importancia clave en el ajedrez continental. Pude participar en reuniones de Consejos Comunales en barrios populares de la capital y leer varios estudios universitarios serios sobre el tema. Sin duda, son realidades complejas, pues algunos Consejos funcionan de manera fenomenal, realmente democrática, y otros son cooptados por pequeños grupos poco representativos. Por lo general, permiten efectivamente mejorar la situación concreta de la gente, empoderar a los habitantes pobres, discutir de los problemas del barrio y gestionar un presupuesto participativo público. El límite de estos organismos es que son espacios muy acotados, un poder participativo dependiente del Estado y, en particular, de la Presidencia, que otorga el presupuesto y delimita los poderes del Consejo, su territorio, sus normas. Se trata de un embrión de poder popular local, impulsado principalmente desde «arriba», gracias a una relación estrecha entre el pueblo bolivariano y el líder carismático que fue Hugo Chávez. Es decir, de nuevo encontramos la tensión entre el «poder constituyente» y los poderes constituidos, pero no precisamente en el sentido desarrollado por Gabriel Salazar, pues el historiador chileno centra esta discusión sobre aspectos como la «construcción del Estado por el pueblo junto al mercado y a la sociedad civil». La visión de Salazar me parece que, en primer lugar, sobrevalora lo social por sobre lo político (afirma que el movimiento social-ciudadano podría ser por sí mismo una alternativa al sistema institucional dominante, sin evaluar la problemática de la organización política) y, en segundo lugar, es engañosa, porque el Premio nacional de historia escribe sobre la necesidad de dejar de pensar en términos de lucha de clases (resumida a una lucha económica). Visto de esta manera, el poder constituyente parece cristalizarse como una praxis -desde abajo- de un conjunto de diversos sectores sociales corporativizados: pobladores, intelectuales, trabajadores, empresarios, ciudadanos, constituyendo Estado y mercado… Me parecen interesantes sus reflexiones sobre la memoria social del pueblo, su rescate de experiencias como la Asamblea Constituyente de Asalariados e Intelectuales de 1925 o sus críticas hacia el vanguardismo político y a las izquierdas parlamentarias. Pero no quita que -para mí- la esencia disruptiva de lo que denomino poder popular constituyente, no se puede resumir en tentativas de escribir nuevas constituciones o incluso construir Estado; y sobre todo, tiene como carburante y motor a las clases sociales y sus luchas, es decir, no una imaginaria y ahistórica elaboración del conjunto de asalariados, sociedad civil y empresarios, diluyendo los conflictos fundantes de la sociedad.
Seguel : A medida que me ibas contando tu análisis sobre poder popular, alcancé a puntualizar algunas tensiones. Por una parte, una tensión entre forma y fondo, que señalabas en el caso del MIR, en el que se reivindica un fondo que es democrático, pero cuya práctica política específica es contradictoria por el modo en cómo se relaciona la herramienta política, es decir el partido, con el movimiento de masas. Otra tensión, era entre lo local y lo nacional, en el sentido que experiencias concretas tienden a veces a aislarse de los contextos nacionales y se generan problemas en los campos de la representación y alcance de las mismas. Y la otra que es algo que el vicepresidente y sociólogo Álvaro García Linera señala como las «tensiones creativas de la revolución boliviana», o sea tensión entre poderes constituyentes y poderes constituidos. ¿Crees que esos tres elementos podrían explicarnos las diferencias entre las diversas orientaciones que, hoy en día, el poder popular presenta en América Latina o le agregarías otros referentes?
Gaudichaud : Yo creo que esas tres son fundamentales, pero justamente pensando en García Linera en Bolivia y en Salazar en Chile, quiero insistir de nuevo, en que el debate sobre el poder popular se inscribe en la discusión estratégica sobre relaciones y modo de producción, modelo de acumulación y escenario anticapitalista. Si no, el riesgo es de vaciar esa capacidad de transformación que representa la reivindicación de poder popular constituyente. Es decir, ¿seguimos -o no- con la perspectiva de la transformación de las relaciones sociales de producción? ¿Queremos insertar la dinámica del poder popular en la capacidad del trabajador, del estudiante, de la mujer indígena, del campesino afrodescendiente y de todos los sectores subalternos, de tomar en sus manos el poder y ejercerlo democráticamente? Hoy, García Linera -un intelectual sin lugar a dudas brillante- por su posición actual, se sitúa más desde el poder constituido estatal que desde la construcción del poder comunal y sindical, que ha defendido como sociólogo marxista heterodoxo en el grupo Comuna (un grupo de intelectuales bolivianos muy interesante). Asistí, hace poco, a su conferencia en el ex Congreso en Santiago: era el discurso del Linera estadista, gobernante, reivindicando al Estado como arte y forma suprema de la política. De hecho, lo dijo varias veces. A diferencia de sus escritos sobre luchas sindicales e indígenas, sobre la forma sindical y la forma comuna, defendió al Estado (pluri)nacional-popular boliviano y al capitalismo ando-amazónico por sobre la noción de conflicto de clase y conquista del poscapitalismo.
Seguel : En ese sentido, si tomáramos la forma en cómo se refiere el teórico argentino, Miguel Mazzeo, al poder popular, podríamos señalar que este se constituye como una praxis política performativa, en el sentido que las formas que tenemos de nombrar al poder popular y de materializarlo, anticipan el fondo o fin de la construcción de la sociedad del mañana, en este caso anticapitalista y socialista.
Gaudichaud : Creo que eso es muy importante y que tal vez en la izquierda marxista o revolucionaria, lo hemos olvidado o no supimos siempre practicarlo. Hoy se puede recuperar el «principio esperanza» de Ernst Bloch y reivindicar el concepto de «utopía concreta»: necesitamos demostrar desde la praxis, no sólo anunciar, teorizar o marchar en las calles. El desafío es señalar hoy lo que podemos comenzar a construir mañana a otras escalas. Y por eso la importancia de la ocupación de fábricas, la experiencia de Zanón y muchas otras, probar que sí, los trabajadores pueden ocupar la fábrica y ejercer democráticamente la producción. Enarbolar con los zapatistas en Chiapas que podemos repeler al ejército y al mismo tiempo construir Caracoles, demostrar que podemos crear medios de comunicación alternativos y comunitarios, manifestar que como movimiento estudiantil podemos tomarnos espacios escolares y practicar educación popular, etc. Esas muestras concretas que a veces hemos menospreciado, porque no apuntaban a una experiencia inmediata de doble poder o de «toma del poder», son fundamentales. Son «prefigurativas»: permiten que practiquemos, que erremos, que nos conozcamos, que veamos todas las dificultades que tenemos por delante, nuestras falencias, fuerzas y potencialidades colectivas. Son espacios que nos pueden servir para ir más allá, hacia luchas más globales contra el Estado, el capital, el imperialismo, el patriarcado. Por eso son muy interesantes las reflexiones de Miguel Mazzeo sobre el poder popular como fin y praxis, como camino y objetivo de la emancipación en construcción, es decir ya no desde una simple perspectiva «utilitarista» al servicio de una vanguardia de cuadros revolucionarios profesionales, ni tampoco encerrada en la impotencia relativa de micro-poderes localizados: un poder popular que se constituye desde abajo, desde la fábrica y la comunidad, la producción y el territorio, pero también que aspira a impugnar la hegemonía de los de arriba, su estado y leyes. Un pensamiento dialéctico entre lo de abajo y lo de arriba de la transformación social y de las luchas de clases es fundamental, puede parece muy básico si volvemos a leer los clásicos del marxismo y del pensamiento crítico, pero -en cierta medida- esa brújula política se ha perdido frente a las tiranías del autonomismo esencializado y a la visión gubernamentalista oficialista «progresista» que coexisten en las izquierdas latinoamericanas, como mundiales. Hay que evitar la dicotomía entre un movimiento de «indignad@s» sin organización política, ni programa versus la defensa acrítica de la razón de estado por funcionarios de ministerios y intelectuales orgánicos del social-liberalismo o progresismo «light«.
Seguel : Entonces, ¿qué relación tendrían las experiencias de poder popular con las expresiones institucionales? ¿Se plantean por fuera de la disputa de la institucionalidad, se relacionan con la institucionalidad?, ¿Son una forma de institucionalidad?, ¿Cómo relacionarías la noción de poder popular con estos elementos que veníamos señalando?
Gaudichaud : Es un debate que ha atravesado toda América Latina y horizontes europeos como el movimiento indignados o los Ocupa de Wall Street en EEUU. El debate sobre las herramientas: ¿partido o movimiento? y ¿qué tipo de movimiento? La discusión sobre el Estado también, ¡gran tema todavía! El debate sobre la violencia: ¿qué hacemos de las fuerzas armadas?, ¿cómo se ejerce la violencia de los de arriba pero también la autodefensa de los de abajo? Esto va de la mano con todo el intercambio de ideas que hubo en torno al poder y sus definiciones: una rica reflexión sobre la relación entre el «poder hacer» (potentia) y el «poder sobre» (potestas) que inauguran John Holloway, Raúl Zibechi y que también se dio en Francia, con Daniel Bensaïd, Michael Löwy, Philippe Corcuff y otros más en la revista Contretemps, como el de intelectuales que participan de la revista Herramienta bajo la dirección de Aldo Casas en Argentina, etc. [3] Son problemáticas estratégicas esenciales. Con una visión a veces fetichista de lo social y del zapatismo, Holloway afirma que hay que crear potentia y rechazar el potestas, que necesitamos crear rebeldías por fuera del Estado. En otro registro, Raúl Zibechi, basándose en la observación de luchas como las de El Alto en Bolivia o de la comuna de Oaxaca, ve más la necesidad de luchas por «los intersticios» del Estado y las «grietas» del sistema, para «disolverlo» o incluso «dispersarlo». Este autor y militante de números colectivos populares tiene un acercamiento original y creativo sobre emancipaciones y resistencias en América Latina, rescatando la fuerza de la trilogía territorio-autogobierno-autonomía. También, en su análisis participativo de varios movimientos logra subrayar con claridad elementos e ideas-fuerzas comunes, entre los cuales: el arraigo territorial de los movimientos y el espacio en donde se crea comunidad; la autonomía como forma de organización frente a prácticas clientelares del Estado y de los partidos; el componente cultural y las identidades descolonizadoras de las luchas; el papel esencial de las mujeres y; la relación con la naturaleza y el medio ambiente. Pero, como Löwy y otros, creo que no basta pensar sólo desde las grietas del sistema o desde la posible «disolución» del Estado: toda política de emancipación debe y tiene que combinar potentia y potestas, «poder hacer» y «poder sobre», movimientos sociales y formas de organizaciones políticas. Para controlar y poner en jaque a las fuerzas reaccionarias, hostiles al cambio, es indispensable organizarse, alcanzar niveles mínimos de institucionalización e incluso de violencia plebeya hacia los dominantes. Toda vida en sociedad tiene espacios normados o institucionalizados, un sindicato es un espacio institucionalizado, un colectivo tiene un nivel de orgánica: ¿cómo no la va a tener un movimiento de emancipación masivo que pretende «cambiar el mundo» de manera revolucionaria? Como lo señala el libro de Antoine Artous, Marx, el Estado y la política, los marxismos hoy, deben superar la «mitología» de una posible desaparición rápida del Estado y de la instauración de una democracia directa en una sociedad ideal sin conflictos. Una lectura crítica del joven Marx y de cierta subestimación del momento jurídico de la emancipación por parte del marxismo, al mismo tiempo que los desastres autoritarios del siglo XX, nos obligan a (re)pensar la democracia y la afirmación de la política (y su mediación) como momento clave específico. No se puede disolver o subsumir lo político en lo social, como tampoco podemos dejar de reflexionar sobre las futuras formas institucionalizadas de una posible democracia autogestionaria, acompañada de sus derechos democráticos fundamentales y de indispensables formas de representación popular (asambleas constituyentes y asambleas de los movimientos sociales, mecanismos de control desde abajo, formas de participación y deliberación populares, derecho de voto universal y proporcional, etc.).
Al fin y al cabo, Chiapas y el zapatismo no «disolvieron» totalmente el Estado, pero es verdad que crearon nuevas formas de institucionalidad, basadas en los bienes comunes, en la autonomía comunitaria y en una democracia radical de autogobierno, como bien lo explican los estudios del antropólogo Jerôme Baschet. Holloway tiene toda la razón en poner el acento en los avances del zapatismo y su creatividad frente a todos los dogmatismos. Entonces, de acuerdo: la emancipación es también emanciparse del Estado, pero… como lo reconoce el mismo Atilio Borón en sus duras críticas a las teorías de Holloway, lo ideal sería crear ahora ya una sociedad democrática sin Estado, lo que decía Marx hace dos siglos en sus estudios sobre la Comuna de París y la guerra civil en Francia. No obstante, frente a la urgencia global del desastre capitalista en el cual nos encontramos y, a pocos pasos de un colapso ecológico planetario, hay que pensar formas de transición, tener un programa táctico concreto y un agenda estratégica que no proclame la «disolución» del Estado burgués, sino una construcción de largo plazo y rupturas sucesivas, en «revolución permanente» diría Trotsky, hacia una democracia autogestionaria libertaria, un mundo en que quepan todos los mundos (un lema zapatista). Hay que pensar y elaborar junt@s este largo plazo de la emancipación poscapitalista, posdesarrollista y pospatriarcal. Urge así proponer vías no-burocráticas y no-autoritarias para democratizar radicalmente el Estado y -al mismo tiempo- «revolucionar» la sociedad, que tod@s tomemos y transformemos el poder. Es decir, encontrar los caminos de una democracia de comunas autogestionadas, basada efectivamente en la libertad individual y la autonomía colectiva, la autodeterminación y la participación política plena de hombres y mujeres libres, la distribución del trabajo emancipado del yugo del capital y con derecho al ocio, a la cultura, a la diversidad sexual, respetando la naturaleza, etc. Pero en esa discusión sobre como «de nada ser todo» (Manifiesto comunista), hay que cuidarse de los atajos de la antipolítica, del antipoder, de «la ilusión de lo social»: ¿cuáles son nuestras herramientas para enfrentar el imperialismo, las multinacionales, las oligarquías, el patriarcado, los golpes de Estado como en Chile en 1973? ¿Lo podemos lograr sólo con autogestión local y diversas experiencias de «poder hacer»? No. Necesitamos también herramientas políticas y estrategias concretas de transición global. En este contexto, los partidos y movimientos políticos pueden servir de «acelerador estratégico», como bien lo apuntaba Daniel Bensaïd, en vista de favorecer el reflexionar colectivo, evitar la colección de egos individuales o de intereses particulares corporativistas, como también el fenómeno del caudillismo o del bonapartismo. Sin fetichismo de la organización o culto del líder, asumiendo y criticando el riesgo burocrático o electoralista, imponiendo medidas estrictas de control de las directivas, referéndums revocatorios, paridad de género y rotación de mandos, terminando -como primer paso- con la profesionalización de la política, el vanguardismo, el machismo y el autoritarismo.
Así como lo escribe Edgardo Lander, los retos de las transformaciones que tenemos por delante son buscar alternativas más allá del capitalismo, del desarrollismo y del Estado liberal/(pos)colonial. Y en esta búsqueda apasionante, necesitamos sacar lecciones esenciales del siglo pasado y de la traumática experiencia estalinista:
La lucha por la construcción de una sociedad poscapitalista en el siglo XXI -se denomine sociedad del Buen Vivir o Socialismo del Siglo XXI-, en particular en el contexto sudamericano, tiene que responder necesariamente a retos y exigencias que superan en mucho los imaginarios de la transformación social de los últimos dos siglos, y muy especialmente los del socialismo del siglo pasado. Una alternativa al capitalismo y a la democracia liberal en este contexto debe ser forzosamente una alternativa radical al Socialismo del Siglo XX. Esto se refiere a tres asuntos fundamentales que caracterizaron a estas sociedades: su confianza ciega en el progreso y en las fuerzas productivas del capitalismo, su carácter monocultural y sus severas limitaciones en el campo de la democracia. (…) Una sociedad poscapitalista en el siglo XXI debe ser necesariamente una sociedad que cuestione los mitos del progreso y asuma la transición en dirección de una sociedad del posdesarrollo (…) Una sociedad poscapitalista en el siglo XXI tiene que ser necesariamente más democrática que la sociedad capitalista. Se trata, en palabras de Boaventura de Sousa Santos, de la construcción democrática de una sociedad democrática . Si se plantea la idea del Socialismo del Siglo XXI como una experiencia histórica nueva, radicalmente democrática, que incorpore y celebre la diversidad de la experiencia cultural humana y tenga capacidad de armonía con el conjunto de las formas de vida existentes en el planeta, se requiere una crítica profunda de esa experiencia histórica del siglo XX. (Lander, 2013).
Un enfoque radical que, desde la Patria Grande, propongo llamar (desde una óptica mariateguista del siglo XXI) la construcción de un ecosocialismo indo-afro-latinoamericano, feminista, decolonial, del buen vivir, entendiendo el ecosocialismo como:
Una reorganización del conjunto de modos de producción y de consumo es necesaria, basada en criterios exteriores al mercado capitalista: las necesidades reales de la población y la defensa del equilibrio ecológico. Esto significa una economía de transición al socialismo ecológico, en la cual la propia población -y no las «leyes de mercado» o un Buró Político autoritario- decidan, en un proceso de planificación democrática, las prioridades y las inversiones. Esta transición conduciría no sólo a un nuevo modo de producción y a una sociedad más igualitaria, más solidaria y más democrática, sino también a un modo de vida alternativo, una nueva civilización ecosocialista más allá del reino del dinero y de la producción al infinito de mercancías inútiles. (Löwy, 2011).
Sin duda, más que nunca, para alcanzar esta «nueva civilización» tendremos que inventar, intentar, errar, experimentar, luchar, pensar y volver a soñar para crear, crear, poder popular… Pero, en un momento en que la crisis del capitalismo es global y que el «viejo mundo» europeo se hunde día a día, América Latina y sus resistencias podría ser el continente laboratorio de la construcción de alternativas para el siglo XXI.
Santiago de Chile, noviembre 2014.
Elementos de bibliografía
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J. Baschet, Adiós al capitalismo. Autonomía, sociedad del buen vivir y multiplicidad de mundos, Buenos Aires, Futuro Anterior, 2014.
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(1) Franck Gaudichaud: Doctor en Ciencia Política (Universidad París 8) y profesor en Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Grenoble (Francia). Miembro del colectivo editorial del portal www.rebelion.org y de la revista ContreTemps (Paris). Contacto: [email protected].
(2) Bryan Seguel: Estudiante de historia y sociología de la Universidad de Chile . Asistente de investigación del «Núcleo Bicentenario: memoria social y poder» de la Universidad de Chile. Equipo interdisciplinario de investigación en movimientos sociales y poder popular (www.poderymovimientos.cl). Contacto : [email protected] .
[3] Desarrollé ese debate y sus aristas en un texto reciente que introduce un pequeño libro colectivo titulado América Latina: Emancipaciones en construcción. Ver bibliografía.