Que en El Salvador, desde 1992, no se hayan disparado balas en contra de quienes piensan distinto es un logro de envergadura.
Este sábado 16 de enero se cumplirán 29 años del fin de guerra civil que vivió El Salvador en una difícil, compleja y trágica década (1981-1992). Sí, guerra civil; no “conflicto armado”, como la derecha salvadoreña se empeñó en sostener (e imponer) y ciertos sectores terminaron por aceptar. Las guerras, por definición, son violentas y dolorosas; hay muertes, desolación y destrucción. Las balas y las bombas están a la orden del día y sus destinatarios no siempre son los combatientes del bando opuesto, sino población civil indefensa e inocente. Eso fue lo propio de nuestra guerra civil, lo mismo que lo ha sido de otras como la guerra civil española (1936-1939) o la guerra librada en los Balcanes (1991-2001).
Los Acuerdos de Paz firmados en Chapultepec, México, cuando iniciaba 1992 nos regalaron un enero con augurios esperanzadores acerca de las opciones que se abrían a nuestra nación a partir de ese momento. Continuar con la guerra era continuar en la senda de la destrucción y las muertes violentas por razones políticas; y, en ese sentido, para ensayar otros caminos, distintos a los del exterminio de los oponentes, lo primero que se tenía hacer era poner fin a la guerra, que se convirtió en la prioridad para quienes tuvieron sobre sus espaldas la responsabilidad de negociar el cese de las hostilidades y, asimismo, los aspectos relativos al desmontaje del aparato militar, paramilitar y policial desde el que se propiciaban prácticas autoritarias y terroristas, es decir, antidemocráticas e inhumanas.
No hay observador informado que no destaque lo efectivo que fueron los Acuerdos de Paz en este propósito esencial; y los más críticos, sin dejar de reconocer lo anterior, no han dejado de señalar que, al convertir el fin de la guerra en un objetivo casi exclusivo, se trabajaron de manera muy pobre las soluciones a problemáticas socio-económicas que, a la postre, han resultado ser una traba para la consolidación democrática en El Salvador. Es decir, la reforma político-institucional desencadenada por los Acuerdos de Paz dio la pauta para un primer avance (necesario y vital) en la democratización del país, pero la profundización y afianzamiento de la democracia requería de un soporte económico, social, cultural (de bienestar colectivo, educación crítica, vínculos comunitarios) al cual se le dio le espalda en los años que siguieron a la firma de la paz. Al no existir ese soporte, la anomia, la insatisfacción, la antipolítica, el sálvese quien pueda, las desigualdades (viejas y nuevas) y la desmemoria han echado raíces en amplios sectores de la sociedad. He aquí, desde mi punto de vista, el impasse en el que se encuentra la democracia salvadoreña después del espectacular impulso de 1992.
Estamos ahora en 2021. Y una tentación es decir que los 29 años que no separan de 1992 han pasado “como si nada”. Pero no es cierto. Muchas cosas han cambiado en El Salvador; otras, no tanto o, incluso, persisten como parte de las dinámicas de cambio en la continuidad (o continuidad en el cambio) que caracterizan los procesos históricos. Los ejemplos de cambio son abundantes, y van desde lo institucional a las hábitos de consumo y las costumbres, por no hablar de la implantación de un estilo de vida urbano que, en las ciudades, ha dejado pocas huellas de lo que se tenía en los años sesenta o setenta del siglo XX. En un plano específicamente político e ideológico no deja de ser llamativo cómo han cambiado los comportamientos entre oponentes: en los setenta y ochenta los discrepantes eran “enemigos” y las diferencias –como las que ahora se ventilan por doquier– se resolvían con palizas o con un arma de fuego. Y que conste: en las disputas actuales no sólo hay involucradas personas que no vivieron o no participaron en la guerra, sino varias de las que antes de 1992 no hubieran dudado un segundo en jalar el gatillo de su pistola. Así han cambiado, para bien de todos, las cosas en el debate público nacional. Y eso es un logro de los Acuerdos de Paz.
Claro está, no todo es miel sobre hojuelas: abundan los ejemplos de situaciones que son insatisfactorias y que no han sido tratadas adecuadamente desde 1992. El deterioro social, por razones económicas y de violencia criminal, es inobjetable. El bienestar social no es lo que pudo haber sido, debido a la voracidad con la que la derecha salvadoreña administró el aparato económico y estatal desde 1989 hasta 2009. Los dos gobiernos de izquierda no pudieron calmar las ansias de bienestar de amplios sectores sociales ni pudieron impulsar una reforma educativa de amplias miras (no mercantilista) ni lograron fortalecer al Estado. Desde la política y desde la economía se le quedó a deber a la sociedad después de 1992. Quizá reconocer esto sea un punto de partida para evaluar los Acuerdos de Paz en lo que tuvieron y tienen de positivo, pero también en aquello que les faltó y que podría ser completado con otros acuerdos o una reforma constitucional. En 2022 a lo mejor se genera un espacio de reflexión académica y política en torno a este y otros asuntos de interés nacional.
En lo personal, me alegré con el fin de la guerra por la vía negociada. La violencia estatal (y para estatal) hizo que murieran personas que me eran muy queridas. A una de ellas trato de recordarla cada que puedo: Magdalena Henríquez, vecina de la Colonia Dolores y amiga de mis papas (cuando era pequeño me decía “ingenierito”), que fue torturada y asesinada por escuadrones de la muerte en 1980. Magdalena (La Nena) era Secretaria de Prensa de la Comisión de Derechos Humanos de El Salvador. Los otros, mis maestros de la UCA (Ellacuría, Amando y compañía), que fueron asesinados en 1989 por miembros del Batallón Atlacatl. No soy el único con un recuerdo amargo de la guerra civil o de la violencia política previa a 1992. Están quienes perdieron a sus padres, madres, abuelos o hijos. Definitivamente, no quisiera vivir en un país en guerra; en las guerras las personas mueren con los disparos que les hacen otras, que a su vez los reciben. Que en El Salvador, desde 1992, no se hayan disparado balas en contra de quienes piensan distinto es un logro de envergadura. Me parece que esa conquista debe cuidarse, pero sin dormirse en los laureles creyendo que con eso basta.
Luis Armando González es Licenciado en Filosofía por la UCA. Maestro en Ciencias Sociales por la FLACSO, México. Docente e investigador universitario.