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Perú

Agua es vida (o el enemigo fundamental)

Fuentes: Rebelión

Participar en la grandiosa Marcha del Agua flanqueado por viejos compañeros de lucha y repetir cadenciosas consignas referidas a la defensa del agua y la vida, obliga también a perfilar el sentido de una política, recordando que Lenin aconsejaba no perder de vista nunca dos elementos esenciales. Uno, visualizar siempre al enemigo fundamental de la […]

Participar en la grandiosa Marcha del Agua flanqueado por viejos compañeros de lucha y repetir cadenciosas consignas referidas a la defensa del agua y la vida, obliga también a perfilar el sentido de una política, recordando que Lenin aconsejaba no perder de vista nunca dos elementos esenciales. Uno, visualizar siempre al enemigo fundamental de la sociedad, o del país en el que se lucha. Y otro, definir claramente cuál es la amenaza o el peligro principal que se cierne sobre la sociedad o sobre los trabajadores en una realidad concreta. No obstante, no se necesita adscribir al pensamiento leninista para admitir que estas interrogantes resultan válidas, y tienen vigencia en nuestro tiempo. Los pueblos no pueden avanzar en su camino liberador si no tienen una idea clara de cuál es el enemigo al que deben enfrentar, y si no aciertan a comprender cuál es el peligro más acuciante que les acecha.

Porque se trata no solamente de tener una idea clara de un escenario global, sino también conciencia de que el proceso social es la expresión de una lucha en la que se enfrentan intereses contrarios y fuerzas antagónicas. La sociedad no semeja, por cierto, a las agua de un lago sereno, sino a un océano proceloso en permanente ritmo de tormenta. Conducir la nave de la transformación social obliga a quien objetivamente cumple el papel de vanguardia a no perder nunca de vista el sentido de la confrontación de clase, que no es tampoco una invención leninista, pero que ayuda decisivamente a definir el rumbo de los acontecimientos en medio de la vorágine social.

Hay quienes dicen que los adelantos registrados gracias a la tecnología y el progreso, han generado mutaciones que obligan a cambios de orden táctico -y aun estratégico- en el accionar de las fuerzas progresistas de cada país. Eso, cierto, no invalida la necesidad de percibir lo que ocurre. Por el contrario, obliga a verlo mejor. En nuestro continente -y eso podría ser una verdad de Perogrullo- el enemigo fundamental de todos nuestros pueblos, es el Imperialismo Yanqui. Afirmarlo no implica repetir una fórmula del pasado, sino tener conciencia plena de que en los países aún no liberados, el amo imperial sigue siendo el principal adversario y el más encarnizado enemigo..

Eso lo pudimos percibir siempre los peruanos. Recordemos, por ejemplo, la desconfianza de la Administración Truman, después de la II Gran Guerra cuando en diversos países -y también en el Perú- Frentes Democráticos cautivaron el interés de los electores que ungieron a gobiernos de avanzada. En ese entonces, la Casa Blanca tuvo severas reservas ante la gestión de José Luís Bustamante y Rivero, entre 1945 y 1948; y cuando lo juzgó «débil» para reprimir las demandas populares, y más bien proclive a admitirlas y atenderlas aunque fuera en menor medida, alentó y promovió el accionar sedicioso de las logias militares más reaccionarias, de la vieja oligarquía exportadora y de los políticos al servicio del capital. Unidos todos, abrieron cauce al golpe militar de 1948, ante el que el poeta Martín Adán, aseveró con sarcasmo: «el Perú ha vuelto a la normalidad».

La dictadura del «ochenio» fue un largo periodo en el que la administración yanqui hizo de las suyas. No solamente consolidó la penetración de la Internacional Petroleum y el Poder de la Cerro de Pasco Corporation, en la principal riqueza minera del Perú; sino que, además, concedió a empresas yanquis la explotación del cobre de Toquepala y el hierro de Marcona. Con nuestros minerales, se fabricaron las armas empleadas en la guerra de Corea. Por si fuera poco, en el plano de la economía, aplicaron dócilmente las recetas de la «Misión Klein», que dictaba en ese entonces las normas para los ministerios de la época. En ese esquema, centenares de peruanos fueron bestialmente torturados, al tiempo que otros simplemente dejaron sus huesos en las cárceles. Y todo eso, por supuesto, con la anuencia del embajador de los Estados Unidos, cuyo gobierno, en la misma época mantuvo dictaduras similares en otros países: Rojas Pinilla en Colombia, Stroessner en Paraguay, Fulgencio Batista en Cuba, Somoza en Nicaragua, o Pérez Jiménez, en Venezuela.

Después vinieron los gobiernos de la «restauración democrática», entre 1956 y 1968. Manuel Prado mantuvo «el modelo» económico y social de la dictadura, a la que le añadió el Imperio de los banqueros. Y cuando Fernando Belaúnde esbozó tímidamente la posibilidad de recuperar el petróleo, recibió las presiones del caso que lo mantuvieron quieto primero, y lo doblegaron después hasta convertirlo en servidor de la IPC en el penoso caso de la «Página 11».

Cuando en octubre de 1968 una administración de corte patriótico y antiimperialista -el gobierno de Velasco Alvarado- recuperó el petróleo y adoptó una política independiente, la Casa Blanca dispuso medidas punitivas contra el Perú: Las Enmiendas Hickenlooper, Holland y Pelly apuntaron a la cuota azucarera, pesquera y algodonera como un modo de «castigar» la economía peruana. Más al sur el dúo Nixon-Kissinger adoptarían medidas destinada a «hacer aullar» la economía chilena y poco después el mismo látigo se abatiría sobre el gobierno de Juan José Torres en Bolivia.

En aquellos años se habló en Washington -no lo olvidemos- de «el triángulo rojo» de América Latina, y, por supuesto, de «los generales rojos», algunos de los que, como los chilenos Schneider y Pratts y el boliviano Juan José Torres, fueron asesinados. En esa ofensiva de muerte y sangre cayó Salvador Allende, fue derrocado Velasco Alvarado, y luego asomó la «Operación Cóndor», que aun suena en nuestro tiempo. La embajada yanqui logró dar al traste con el gobierno progresista de Velasco valiéndose del golpe de agosto de 1975 liderado por Morales Bermúdez quien, de ese modo «recuperó la confianza de Washington» y se coludió con la derecha y el APRA en todos sus niveles. Esa política derivó en el fujimorato y más allá de él, en la aplicación del «modelo» mercantilista del neo liberalismo, al que hoy se aferra con uñas y dientes.

Esta política no se aplicó sólo en el Perú. Los militares brasileños del 64 contaron con el beneplácito de la Casa Blanca siempre, del mismo modo que la dictadura Paraguaya, las administraciones asesinas de Centroamérica, Pinochet, el uruguayo Bordaberry, Carlos Rafael Videla, y los gobiernos reaccionarios y corruptos de Venezuela, Colombia y otros países. La acción de todos ellos se orientó a asegurar que nuestro continente fuera apenas el patio trasero del imperio y la despensa para todos los recursos imaginables, desde productos agrícolas hasta riqueza minera y petrolera. Y que Washington actuó siempre como el enemigo principal de nuestros pueblos, se evidencia hoy en los procesos liberadores que despiertan en el continente. Todos tienen un sesgo antiimperialista, más o menos claro, y todos combinan voluntades para deshacerse del tutelaje del Imperio al más breve plazo. Aunque menos definido que otros, ese fue también el sesgo que registró la votación peruana del 2011.

Y entonces se perfila el segundo gran tema; el peligro principal que se cierne sobre nuestro país es que el Imperio logre quebrar o doblegar la resistencia del gobierno electo en junio del año pasado y someterlo a su política. Eso pasará, sin ninguna duda, por llevar a Humala a su terreno y hacerlo consentir -de grado o fuerza- en las «bondades» de su política.

Así ocurrió con Fujimori. Recordemos. Fue electo presidente a comienzo de junio del 90 y pocas semanas después viajó a Tokio para «reunirse con sus ancestros». En su escala en Nueva York fue recibido por Michel Candessus, el Director del Fondo Monetario que le prometió el oro y el moro con una sola condición. Nosotros -le dijo- conduciremos la política económica. Como la propuesta fue aceptada, Fujimori retornó a Lima y antes de asumir el gobierno destituyó a los dirigentes de su Partido -«Cambio 90»- y entregó el portafolio de economía a Hurtado Miller, el «hombre de confianza del FMI». Por eso, desde el 28 de julio del 90, Fujimori se convirtió en un sirviente de los yanquis.

Pues bien, el peligro principal que amenaza hoy nuestro escenario es que el Imperio recupere su sitial. Eso implicaría, arrastrar a Humala a su campo, colocándolo a su servicio. Es lo que hay que impedir. Para ello, resulta indispensable que el Movimiento Popular sea una fuerza de masas, que muestra unidad, organización, conciencia y capacidad de lucha. Y que aplique una clara política de acumulación de fuerzas, sumando y ganando a todos, sin prejuicios ni sectarismo alguno, sin radicalismos infantiles ni extremismo insulso. No ayuda en ese contexto que haya quienes, desde el campo popular, califiquen al gobierno de Humala como «reaccionario», o a él mismo, como «traidor». No sólo porque ambos calificativos son falsos e injustos, sino porque, además, facilitan el trabajo y la acción del enemigo. Es bueno recordar una expresión de nuestro César Vallejo: «La revolución no se hace a base de pellizcos o pedradas al transeúnte. La revolución se hace de masa a masa».

Nuestro pueblo tiene gloriosas tradiciones. Posee también estructuras, aunque fuera formalmente, prestigiadas. Y está en capacidad de movilizarse y actuar como lo ha mostrado tanto el 30 de enero, como la Marcha del Agua que arribó victoriosa a Lima y nos convocó todos el viernes 10. Ambas acciones confirman la única vía posible a seguir en la circunstancia: la vía de las Masas. Ahí radica la fuerza de nuestro pueblo y su capacidad para bloquear el intento del Imperio. Ese, es el camino de la victoria (fin)

(*) Del Colectivo de Dirección de Nuestra Bandera / http://nuestrabandera.lamula.pe .

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.